El taxi amarillo se detuvo ante un edificio de cuarenta pisos. Tenía innumerables ascensores que subían tan deprisa que ni siquiera daba tiempo a que se te destaparan los oídos: ya estabas en el piso dieciséis, el nuestro.
Una felicidad tan estruendosa nunca viene sola. Al descubrir el inmenso y confortable apartamento con vistas al Museo Guggenheim, me fijé en algo mucho más grave: la joven au pair que nos estaba esperando.
Inge también acababa de desembarcar en Nueva York. Llegaba procedente de la Bélgica germanófona. Tenía diecinueve años, pero era de una belleza tan perfecta que aparentaba diez años más. Parecía Greta Garbo.
Nueva York e Inge: la vida iba a ser algo grandioso.
Dos escandalosas satisfacciones tienden a arrastrar una tercera: mi hermano fue enviado a Bélgica con el fin de proseguir sus estudios en un internado jesuita. De este modo, André, de doce años, mi enemigo público número uno, aquel cuyo Grial era hacerme rabiar, aquel que nunca perdía la ocasión de burlarse de mí en público, el mayor de los hermanos mayores posibles, no sólo sería enviado a galeras, lo cual me encantaba, sino que iba a desaparecer de mi presencia, a largarse de mi paisaje, dejarme finalmente a solas con mi divina hermana.
Juliette y yo le miramos subir al coche con nuestros padres, que lo llevaban al aeropuerto.
—Te das cuenta —dijo ella—. Al pobre se lo llevan a una cárcel belga mientras que nosotras vamos a vivir en Nueva York.
—La justicia existe —rechiné.
Juliette, de diez años y medio, era mi sueño. Cuando le preguntaba qué deseaba ser de mayor, respondía: «Hada». En realidad, era un hada para toda la eternidad, como lo demostraba su hermoso rostro permanentemente en las nubes. Su mayor ambición era llegar a tener el pelo más largo del mundo. ¿Cómo no amar locamente a un ser animado con tan nobles propósitos?
Evalué mi situación: a mi alrededor, estaría en adelante mi madre, de la que nunca elogiaré lo suficiente su belleza solar, estaría mi encantadora hermana, elfa entre las elfas —y estaría Inge, la sublime desconocida.
Estaría mi padre, mi hincha de siempre, y ya no estaría mi hermano mayor.
Cuando la existencia se presenta tan desmesuradamente exultante, esto se llama Nueva York.
Nueva York, ciudad poblada por ascensores supersónicos que nunca me cansaba de probar, ciudad de borrascas tan fuertes que me convertía en una cometa entre los peinados de los rascacielos, ciudad de los excesos de uno mismo, de la búsqueda desmesurada de los propios excesos, de las profusiones interiores, ciudad que desplaza el corazón del pecho a la sien sobre la cual apuntaba permanentemente el revólver del placer: «Exulta o muérete».
Yo exultaba. Durante tres años, en cada segundo, mi pulso siguió el ritmo delirante de las calles de Nueva York, por las que caminan hordas de gente que parecen ir decididamente hacia ninguna parte. Yo les acompañaba, intrépida y trepidante.
Había que subir hasta la cima de cada edificio un poco elevado: destello de las torres gemelas, el Empire State Building, y esa joya absoluta que es el Chrysler Building. Había inmuebles en forma de falda que le daban a esa ciudad unos andares enloquecedores.
Desde allá arriba, la vista era para gritar. Desde abajo, el vértigo era todavía mayor.
Inge medía un metro ochenta. Era una mujer rascacielos. Yo caminaba por Nueva York cogida de su mano. Desembarcaba de su pueblo belga y no podía digerir todo lo que veía. Los neoyorquinos, pese a estar acostumbrados al esplendor, se daban la vuelta al paso de aquella belleza, y yo me daba la vuelta sacándoles la lengua: «¡La mano que coge es la mía, no la vuestra!».
—Esta ciudad es para mí —decía Inge, con la nariz hacia arriba.
Tenía razón: suya era la ciudad gigante. Los lugares de nacimiento son absurdos: no podía haber nacido en un pueblucho de los cantones del Este, ella que tenía la altura y la elegancia del Chrysler Building.
Un día, mientras paseábamos por Madison Avenue, un tipo se acercó corriendo a Inge y le entregó su tarjeta: reclutaba para una agencia de modelos y le proponía una sesión de fotos.
—No me desnudo —respondió la fiera.
—Si tiene miedo, tráigase a la niña —dijo él.
Aquel argumento inspiró confianza a la joven. Dos días más tarde, la acompañé a un estudio en el que la peinaron, maquillaron y acribillaron con una cámara. Le enseñaron a desfilar como las modelos.
Yo la contemplaba con admiración. Me felicitaron por portarme tan bien, nunca habían visto a un niño tan discreto. Y con razón: asistía al espectáculo, subyugada por el prestigio de la belleza.