Así pues, para mi octavo cumpleaños, recibí el más fantástico de los regalos: Nueva York.

El complot había sido organizado con el fin de traumatizarnos hasta la crisis cardíaca. Salíamos de pasar tres años bajo vigilancia en el gueto de San Li Tun, rodeados de soldados chinos que no nos dejaban ni a sol ni a sombra. Habíamos temblado durante tres años ante la idea del mal que el menor de nuestros actos o de nuestras opiniones podría haber infligido a un pueblo ya mártir de por sí.

Luego habíamos metido nuestras pertenencias en cajas y habíamos ido al aeropuerto de Pekín con cinco billetes para Kennedy Airport. El avión había sobrevolado el desierto de Gobi, la isla de Sajalín, Kamtchatka, el estrecho de Bering. Había aterrizado una primera vez en Anchorage, Alaska, para una escala de varias horas. Por mi ventanilla, veía un mundo helado de lo más curioso.

Luego, el avión había vuelto a despegar y me había quedado dormida. Mi hermana me había despertado diciéndome las siguientes e increíbles palabras:

—Levanta, estamos en Nueva York.

Había motivos para levantarse: la ciudad entera lo estaba. Todo se erguía, todo intentaba tocar el cielo. Nunca había visto un universo tan erguido. De entrada, Nueva York me proporcionó una costumbre que nunca perdí: andar con la nariz levantada.

No daba crédito. Nada en el mundo podía estar tan lejos del Pekín de 1975. Habíamos abandonado un planeta por otro que probablemente no estaba en el mismo sistema solar.

En el taxi amarillo, cuando divisé el skyline, me puse a gritar. Aquel grito duró tres años.

Es cierto que habría mucho que decir sobre los Estados Unidos de Gerald Ford y sobre Nueva York en particular, sobre las monstruosas desigualdades que la ciudad presentaba y la espantosa criminalidad que tanta injusticia arrastraba. No se trata de negarlo.

Si estas páginas apenas se refieren a eso, es por un deseo de autenticidad hacia el delirio de una niña de ocho años. Ni siquiera pretendo haber vivido en Nueva York: durante tres años fui una niña que vivía Nueva York como una locura.

De entrada, acepto todas las derogaciones: no era lúcida, mis padres eran en aquella época unos privilegiados, etc. Una vez tomadas estas precauciones, puedo afirmarlo: en Nueva York tener ocho años, nueve años, diez años —¡qué gozada!, ¡qué gozada!, ¡qué gozada!