A los siete años, tuve la clarísima sensación de haberlo vivido todo.

Con la intención de estar segura de no haber olvidado nada de mi recorrido humano, recapitulé: había conocido la divinidad y su absoluta satisfacción, había conocido el nacimiento, la cólera, la incomprensión, el placer, el lenguaje, los accidentes, las flores, los demás, los peces, la lluvia, el suicidio, la salvación, la escuela, la degradación, el desgarramiento, el exilio, el desierto, la enfermedad, el crecimiento y el sentimiento de pérdida al que iba unido, la guerra, la embriaguez de tener un enemigo, el alcohol —last but not least—, había conocido el amor, esa flecha tan bien lanzada en el vacío.

Aparte de la muerte, que me había rozado varias veces y que volvería a poner el contador a cero, ¿qué más me quedaba por descubrir?

Mi madre me habló de una dama que había fallecido tras ingerir una seta venenosa. Pregunté qué edad tenía. «Cuarenta y nueve años», respondió ella. Siete veces mi edad: ¿qué clase de broma era ésa? ¿Cuál era el problema de morir después de una vida de una longevidad tan descabellada?

Sentí vértigo ante la idea de que la providencial seta quizá se cruzaría en mi camino a una edad tan lejana: ¿acaso era necesario padecer siete veces mi vida antes de llegar al término?

Me tranquilicé: fijé mi defunción a los doce años. Un profundo alivio se amparó de mí. Doce años, era una edad ideal para morir. Había que marcharse antes de que comenzara el proceso de decrepitud.

Dicho esto, me quedaban cinco años por delante. ¿Me aburriría?

Recordé que a los tres años, justo antes de mi intento de suicidio, había experimentado esa repulsiva convicción de haberlo vivido todo. No obstante, si bien es cierto que en aquel pretérito momento no me quedaba nada por aprender respecto a la suprema desilusión de la ausencia de eternidad, no por ello había dejado de descubrir, desde entonces, aventuras que merecían la pena. Por ejemplo, me habría perdido la guerra, cuyo placer no tenía parangón.

Así pues, no había que excluir que todavía pudiera conocer aquello que aún no había experimentado.

Ese pensamiento era a la vez agradable y frustrante. La curiosidad me carcomía: ¿cuáles serían esas cosas que mi espíritu no conseguía aprehender?

A base de reflexionar, se me ocurrió una posibilidad que me había pasado por alto: había conocido el amor, pero no había conocido la felicidad amorosa. De repente me pareció inconcebible morir sin haber vivido una embriaguez tan inimaginable.

En la primavera de 1975, nos enteramos de que, durante el verano, abandonaríamos Pekín para irnos a Nueva York. Aquella noticia me sorprendió: ¿acaso era posible vivir en un lugar distinto al Lejano Oriente?

Mi padre se sintió contrariado. Esperaba que el ministerio belga lo destinara a Malasia. América no le tentaba. Pero se sentía aliviado por el hecho de marcharse de aquella China. Todos nos sentíamos igual.

Para él, abandonar Pekín significaba abandonar el infierno del maoísmo, la repugnancia de entrever crímenes sin nombre.

Para mí, significaba escapar de la escuela que había asistido a mi humillación amorosa, y suponía abandonar a Trê, que me tiraba del pelo cada mañana. Lo único triste sería decirle adiós a Tchang, el cocinero mágico.

Lo que China tenía de realmente chino nos encantaba. Por desgracia, esa China encogía como piel de zapa. La Revolución Cultural la había sustituido por un gigantesco penal.

Además, la guerra me había enseñado que uno debe elegir su bando. Entre China y Japón, no tenía ni una sombra de duda. Es cierto que, más allá de toda política, ambos países eran dos polos enemigos: adorar a uno implicaba, salvo que uno fuera el último de los cobardes, tener reticencias respecto al otro. Yo veneraba el Imperio del Sol Naciente, su sobriedad, su sentido de la sombra, su dulzura, su educación. La luz cegadora del imperio del Medio, la omnipresencia del rojo, su llamativo sentido de los fastos, su dureza, su sequedad —aunque el esplendor de aquella realidad no se me escapara, sí me exilaba desde el principio.

También experimentaba esa dualidad en su nivel más simple: entre el país de Nishio-san y el país de Trê, mi elección estaba hecha. Uno de esos dos países era el mío de un modo demasiado violento para que el otro me aceptara.