Durante unos días alojamos en nuestro miserable apartamento a un señor que no sonreía demasiado. Llevaba barba, lo cual yo consideraba un atributo de mucha edad: en realidad, tenía la edad de mi padre, que se refería a él con la más alta de las admiraciones. Se trataba de Simon Leys. Papá se ocupaba de sus problemas de visado.

Si hubiera sabido hasta qué punto, quince años más tarde, su obra iba a ser importante para mí, lo habría mirado con otros ojos. Pero aquella breve relación me dio la oportunidad de descubrir, a través del afecto que mis padres le profesaban, la siguiente y capital información: un individuo que escribe hermosos e impactantes libros es venerable entre nosotros.

Mi interés por la lectura se acrecentó con ello. Así pues, no había que leer únicamente Tintín, la Biblia, el atlas y el diccionario, también había que leer esos espejos de placer y dolor llamados novelas.

Pedí novelas. Me señalaron con el dedo las novelas para niños. En la vieja biblioteca de mis padres podías encontrar a Jules Verne, la condesa de Ségur, Hector Malot, Frances Burnett. Me lo tomé con calma. Todavía existían actividades más serias: la guerra de San Li Tun, el espionaje en bicicleta, el robo con fractura, hacer pipí de pie y haciendo puntería.

Sin embargo, sentí que aquélla era una buena fuente de estupefacción: los niños abandonados que se morían de hambre y de frío, las malvadas niñas despreciativas, las carreras y persecuciones alrededor del mundo y las decadencias sociales eran golosinas para el espíritu. Todavía no las necesitaba, pero adivinaba que ya llegaría su momento.

Prefería los cuentos, de los que tenía hambre y sed. En Japón, eran los que me contaba Nishio-san (Yamamba la bruja de la montaña, Momotaro el niño de los melocotones, La Grulla Blanca, La gratitud del zorro) o mi madre (Blancanieves, La Cenicienta, Barbazul, Piel de asno, etc.). En China, fueron los cuentos de Las mil y una noches, que leí en su traducción del siglo XVIII y a los que debo las más violentas emociones literarias de mis seis años.

Lo que más me gustaba de aquellas historias de sultanes, de calenders, de visires y de marinos, era la evocación de las princesas. De repente aparecía una de una arrebatadora belleza, y el relato no omitía ningún detalle de sus encantos, y apenas habías recuperado el aliento cuando ya aparecía otra; ésta, precisaba el texto, era infinitamente más hermosa que la anterior, con pruebas descriptivas que así lo certificaban. Resultaba difícil creer que existiera una criatura superior a la ya citada cuando aparecía una tercera, cuyo esplendor enviaba el de la segunda a los vestuarios, hasta tal punto era superior. Y ya podía adivinarse que a esa tercera maravilla le quedaba poco esplendor que disfrutar ante la epifanía de la cuarta, que la eclipsaría, lo que no tardaba en ocurrir. Y así sucesivamente.

Semejante subasta de belleza superaba mi imaginación. Era un puro deleite.