En Pekín, la búsqueda de golosinas planteaba dificultades distintas a las de Japón. Tenías que coger tu bicicleta, demostrarle a los soldados que a la edad de seis años no representabas un peligro capital para la población china y pisar el acelerador a fondo hasta el mercado para comprar los excelentes bombones y caramelos caducos. ¿Pero cómo proceder cuando el escuálido dinero de bolsillo se había agotado?
Entonces era necesario desvalijar los garajes del gueto. Era allí donde los adultos de la comunidad extranjera escondían las provisiones. Aquellas cuevas de Alí Babá estaban cerradas con candado y nada resulta más fácil de limar que una cadena de calidad comunista.
No era racista y robaba en todos los garajes, incluso en el de mis padres, que no era de los peores.
Un día, descubrí una golosina belga que no conocía: los spéculoos.
Probé uno de inmediato. Rugí: aquella forma de crujir, aquellas especias, era para gritar de placer, un acontecimiento demasiado importante para celebrarlo en un garaje. ¿Cuál era el mejor lugar para celebrarlo? Yo lo sabía.
Corrí hasta nuestro inmueble, subí los cuatro pisos a toda velocidad y aceleré hasta el cuarto de baño cerrando la puerta tras de mí. Me instalé ante el espejo gigante, saqué el botín de debajo de mi jersey y comencé a comer observando mi imagen reflejada en el espejo —quería verme en estado de placer. Lo que expresaba mi rostro era el sabor del spéculoos.
Aquello era un espectáculo. Con sólo mirarme podía detallar los sabores: dulce, por supuesto, si no no habría parecido tan feliz; aquel azúcar debía de ser semirrefinado, a juzgar por la emoción de los hoyuelos. Mucha canela, parecía decir la nariz fruncida de satisfacción. Los ojos brillantes anunciaban el color de otras especias, tan desconocidas como estupendas. En cuanto a la presencia de miel, ¿cómo dudar de ella viendo mis labios que le hacían carantoñas al éxtasis?
Para estar más cómoda, me senté sobre el borde del lavabo y seguí atiborrándome de spéculoos mientras me devoraba con la mirada. La visión de mi voluptuosidad acrecentaba mi voluptuosidad.
Sin saberlo, estaba actuando como esas personas que iban a los prostíbulos de Singapur, cuyo techo estaba totalmente cubierto de espejos con el fin de que se vieran haciendo el amor, excitados por el espectáculo de sus propios retozos.
Mi madre entró en el cuarto de baño y me pilló con las manos en la masa. Estaba tan absorta en mi propia contemplación que no la vi y proseguí con mi ejercicio de doble devoración.
Su primera reacción fue de furor: «¡Roba! ¡Y además roba golosinas! ¡Y su primera elección nuestro único paquete de spéculoos, un auténtico tesoro, seguro que no encontraremos más en todo Pekín!».
Luego dio paso a la perplejidad: «¿Por qué no me ve? ¿Por qué se está mirando comer?».
Finalmente, comprendió y sonrió: «¡Siente placer y quiere verlo!».
Entonces demostró que era una madre excelente: salió de puntillas y cerró la puerta. Me dejó a solas con mi deleite. No me habría dado cuenta de su intrusión si no hubiera oído cómo se lo contaba a una amiga.