Si la Biblia fue el gran libro de mis años nipones, el atlas constituyó la principal lectura de mis años pequineses. Me sentía hambrienta de país. La claridad de los mapas me deslumbraba.

A partir de las seis de la mañana, se me podía sorprender tumbada sobre Euroasia, siguiendo las fronteras con el dedo, acariciando el archipiélago japonés con nostalgia. La geografía me sumergía en la poesía pura: no conocía nada más hermoso que aquel despliegue de espacios.

Ningún estado se me resistía. Una noche, mientras atravesaba un cóctel a cuatro patas para ir a robar champán, mi padre me cogió en brazos y me presentó al embajador de Bangladesh.

—Ah, Pakistán oriental —comenté con flema.

Tenía seis años y la pasión de las nacionalidades. Que todas estuvieran encerradas en el gueto de San Li Tun permitía examinarlas. El único país que ocultaba su identidad era China.

La palabra «atlas» me gustaba con desmesura. Si un día tenía un hijo, le llamaría así. En el diccionario, había visto que alguien ya se había llamado así.

El diccionario era el atlas de las palabras. Definía su extensión, sus jurisdicciones, sus límites. Algunos de aquellos imperios eran de una desorientadora singularidad: estaban acimut, berilo, odalisca, los polvos de la madre Celestina.

Si buscabas detenidamente entre sus páginas, también descubrías el mal del que sufrías. El mío se llamaba añoranza de Japón, que es la auténtica definición de la palabra «nostalgia».

Toda nostalgia es nipona. No hay nada más japonés que languidecer sobre el propio pasado y sobre su anticuada majestad y vivir la fluidez del tiempo como una trágica y grandiosa derrota. Un senegalés que echa de menos el Senegal de antaño es un nipón que no sabe que lo es. Una chiquilla belga llorando a causa del recuerdo del país del Sol Naciente merece la nacionalidad japonesa por partida doble.

—¿Cuándo volveremos a casa? —le preguntaba a menudo a mi padre, entendiendo por casa Shukugawa.

—Jamás.

El diccionario me confirmaba que aquella respuesta era terrible.

Jamás era el país en el que vivía. Era un país sin retorno. No me gustaba. Japón era mi país, el que yo había elegido, pero él no me había elegido a mí. Jamás me había designado: era súbdito del estado de jamás.

Los habitantes de jamás no tienen esperanza. El idioma que hablan es la nostalgia. Su moneda es el tiempo que transcurre: son incapaces de ahorrar y su vida se dilapida hacia un abismo llamado muerte y que es la capital de su país.

Los jamasianos son grandes constructores de amores, de amistades, de escritura y otros desgarradores edificios que contienen su propia ruina, pero son incapaces de construir una casa, una mirada, ni siquiera algo que se parezca a un hogar estable y habitable. Sin embargo, nada les parece tan digno de codicia como un montón de piedras convertidas en su domicilio. Una fatalidad les oculta esa tierra prometida desde el preciso instante en el que creen tener la llave.

Los jamasianos no creen que la existencia sea un proceso de crecimiento, una acumulación de belleza, de sabiduría, de riqueza y de experiencia; desde el momento de nacer, saben que la vida es disminución, pérdida, desposesión, desmembramiento. Se les otorga un trono con el único objetivo de perderlo. Desde los tres años, los jamasianos saben lo que la gente de los otros países apenas saben a los sesenta y tres años.

De todo eso no habría que deducir que los habitantes de jamás son tristes. Al contrario: no existe un pueblo más alegre. Las más minúsculas migajas de gracia sumergen a los jamasianos en un estado de embriaguez. Su propensión a reír, a disfrutar, a gozar y a maravillarse no tiene parangón en este planeta. La muerte les acecha con tanta fuerza que tienen por la vida un delirante apetito.

Su himno nacional es una marcha fúnebre, su marcha fúnebre es un himno a la alegría: es una rapsodia tan frenética que la simple lectura de la partitura hace estremecer. Y, sin embargo, los jamasianos tocan todas sus notas.

El símbolo que adorna su blasón es el beleño.