Pekín también me proporcionó una información interesante: mi padre era un hombre extraño.
Cuando estábamos juntos, no se privaba de expresar, sobre el régimen chino de la época, todo el mal que merecía. En efecto, en materia de perversidad, la Banda de los Cuatro era un auténtico prodigio. La señora Mao y los suyos son lo más fuerte jamás inventado en materia de infamia indefendible. En el panteón de la carroña, gozan de una eternidad que nadie les discute.
Que mi padre fuera instado a frecuentar e incluso negociar con ese gobierno era una fatalidad de su trabajo de diplomático. Y, de entrada, me parecía admirable que fuera capaz de llevar a cabo una tarea tan ingrata, cuya necesidad resultaba fácilmente comprensible.
Nunca he visto a mi padre dejar de tener hambre, salvo cuando regresaba de los banquetes chinos con los oficiales del régimen. Volvía atiborrado en todos los sentidos del término, exclamando por turnos: «¡No quiero oír hablar nunca más de comida!» y «¡No quiero oír hablar nunca más de la Banda de los Cuatro!». Cualquiera hubiera dicho que formaba parte de la política de dicha banda emborrachar a sus interlocutores con tanto alcohol como comida, como en esos festines primitivos en los que la sobrealimentación de la tribu rival alcanza la categoría de estrategia militar.
Sin embargo, a veces ocurría que mi padre regresaba de una de esas cenas sin náuseas: era cuando había tenido ocasión de hablar con Zhou Enlai. Éste le inspiraba una enorme admiración. Que fuera el primer ministro de un gobierno deletéreo no parecía ser un problema. Y, para mí, aquello resultaba difícil de comprender. Eras bueno o malo. No podías ser las dos cosas a la vez.
Zhou Enlai sí lo era. Los datos hablan por sí solos: no era posible ser primer ministro de la China popular entre 1949 y 1976 sin lo que algunos llamarían cierta capacidad para la traición. Pero también podía considerarse una habilidad: la gran virtud de la flexibilidad. Participaba en el peor de los gobiernos y al mismo tiempo moderaba la locura que probablemente habría resultado todavía más nociva.
Si existe un personaje de la Historia que haya obrado más allá del bien y del mal, ése es él. Incluso sus más virulentos detractores reconocían la dimensión y el impacto de su inteligencia.
El entusiasmo de mi padre por Zhou Enlai me hacía reflexionar. Más allá de un juicio político que me superaba, experimentaba perplejidad al descubrir que el responsable de mis días era incomprensible y que hacía bien en serlo.
No sólo se cuestionaba la personalidad paterna. China me proporcionó la ocasión de reencontrar todas las complejidades. En Japón, creía que la humanidad se componía de nipones, de belgas, accesoriamente de americanos apenas entrevistos. En Pekín, me di cuenta de que había que añadir a la lista no sólo a los chinos sino también a los franceses, los italianos, los alemanes, los cameruneses, los peruanos y otras nacionalidades todavía más sorprendentes.
El descubrimiento de la existencia de los franceses me divirtió. Así pues, existía sobre este planeta un pueblo que hablaba casi la misma lengua que nosotros y que había acaparado su denominación. Su país se llamaba Francia, estaba lejos de aquí y dominaba la escuela.
Porque se acabaron las guarderías japonesas. Mi primer ingreso serio en una escuela se produjo en la Pequeña Escuela Francesa de Pekín. Los maestros eran franceses y poco cualificados.
Mi primer maestro era un patán que me pegaba patadas en el culo cuando le pedía permiso para ir al servicio. Ya no me atrevía a interrumpir la clase para pedirle permiso, por miedo a aquel castigo público.
Un día que ya no podía aguantar más, decidí hacer pipí en clase. Como el maestro estaba hablando, procedí sin abandonar mi silla. Aquello empezaba perfectamente y yo ya calculaba el éxito de la operación secreta cuando el exceso de líquido desbordó la silla y se deslizó por el suelo con el murmullo de una serpiente de agua. Aquel murmullo atrajo la atención de un chivato que exclamó:
—¡Oiga, señor, se está meando en clase!
Mortificante humillación: el pie del maestro me lanzó fuera de clase entre la carcajada general.
También sirvió para descubrir la complejidad nacional: conocí a belgas que no hablaban francés. Decididamente, el mundo era de lo más curioso. Y había un sinfín de lenguas. No iba a ser fácil orientarse en este planeta.