Dijera lo que dijese la propaganda, Pekín tenía hambre. Menos, sin embargo, que el campo de los alrededores, donde la hambruna pura y dura hacía estragos. Pero, de todos modos, la vida en la capital consistía esencialmente en buscar alimentos.

En Japón reinaba la abundancia y la variedad. El señor Tchang, el cocinero chino, se las veía y se las deseaba para traer del mercado de Pekín la eterna col y la eterna grasa de cerdo. Era un artista: cada día, la col o la grasa de cerdo se preparaba de un modo distinto. La Revolución Cultural no había conseguido matar del todo el genio, entre otros culinario, del pueblo.

A veces, el señor Tchang obraba milagros. Si encontraba azúcar, lo cocía e hilaba espléndidas esculturas de caramelo, cestos, cintas crujientes que activaban mi entusiasmo.

Me acuerdo de un día que trajo fresas. Las fresas eran un placer que ya había experimentado en Japón y que, en adelante, experimentaría todavía muchas veces. No obstante, debo ceñirme a la verdad al hacer la siguiente revelación: las fresas de Pekín son las mejores del universo. La fresa es delicada por excelencia; la fresa pequinesa es lo sublime dentro de la delicadeza.

Fue en China donde descubrí un hambre hasta entonces desconocida: el hambre de los demás. Y, concretamente, el hambre de otros niños. En Japón, no había tenido tiempo para tener hambre de seres humanos: Nishio-san me alimentaba en abundancia con tanta cantidad de amor de calidad, que nunca se me habría pasado por la cabeza reclamar más. Y los niños del yôchien me resultaban indiferentes.

En Pekín, echaba de menos a Nishio-san. ¿Acaso fue eso lo que despertó mi apetito? Quizá. Afortunadamente, mi madre, mi padre y mi hermana no eran parcos a la hora de manifestar su afecto. Pero no podía sustituir la adoración, el culto que me profesaba la dama de Kobe.

Me lancé a la conquista del amor. Para lograrlo, la primera condición consistía en enamorarse: me ocurrió sin tardar y, evidentemente, fue un desastre que incrementó mi hambre. Aquél sólo sería el primero de una larga serie de sabotajes amorosos. Que tuviera lugar en aquella China devastada no es irrelevante. En un país próspero y sosegado, quizá no habría sufrido una auténtica insurrección de los colmillos. Es en las películas de guerra donde se asiste a los más hermosos besos del cine.