En el aeropuerto, era tanto el sufrimiento por haber perdido a mi madre japonesa que apenas noté el momento en el que el suelo natal escupió nuestro avión hacia el cielo.
El perdigón de saliva aérea atravesó el mar de Japón, Corea del Sur, el mar Amarillo, y aterrizó en el extranjero: China. Debo señalar que, en adelante, todo país que no fuera el del Sol Naciente fue calificado así por mí.
Eso no impide que la China popular de 1972 pusiera de su parte: era el extranjero.
Extranjero era aquel universo de terror y suspicacia permanentes. Aunque no tuve que padecer ninguna de las atrocidades que el pueblo chino hubo de soportar mientras duró el final de la Revolución Cultural, aunque mi tierna edad me aislara de la náusea constante que experimentaron mis padres, viví sin embargo en Pekín como en el ojo del huracán.
En primer lugar, por una razón de orden personal: aquel país no sólo cometía el error de no ser Japón, sino que llegaba al extremo de ser todo lo opuesto a Japón. Abandonaba una montaña verdosa y me encontraba con un desierto, el de Gobi, que era el clima de Pekín.
Mi tierra era la del agua, aquella China era pura sequía. Aquí el aire era tan árido que resultaba doloroso respirarlo. Mi exilio de la humedad se tradujo inmediatamente en el descubrimiento del asma, que nunca había padecido anteriormente y que se convertiría en fiel compañera de toda una vida. Vivir en el extranjero era una enfermedad respiratoria.
Mi tierra era la de la naturaleza, las flores y los árboles, mi Japón era un montañoso jardín. Pekín era lo que la ciudad ha inventado de más feo, lo más parecido a un campo de concentración en materia de hormigón.
Mi tierra estaba habitada por pájaros y monos, por peces y ardillas, cada uno libre en la fluidez de su propio espacio. En Pekín sólo había animales prisioneros: asnos arrastrando pesadas cargas, caballos fuertemente enganchados a enormes carretas, cerdos que leían su inminente muerte en los ojos de una población hambrienta a la que no teníamos derecho a dirigir la palabra.
Mi tierra era la de Nishio-san, mi madre nipona, que era todo ternura, brazos cariñosos, besos, que hablaba el japonés de las mujeres y de los niños, el cual es la dulzura hecha palabra. En Pekín, la camarada Trê, que tenía como única consigna la de tirarme del pelo por la mañana, hablaba el idioma de la época de la Banda de los Cuatro, una especie de antimandarín, que era al chino lo que el alemán de Hitler al de Goethe: una inmunda perversión de consonantes que sonaban como bofetadas en la cara.
Nada más lejos de mi intención que la absurda idea de incluir ajustados análisis políticos en el juicio de una niña de cinco años. El horror de aquel régimen no lo comprendería hasta mucho más tarde, leyendo a Simon Leys y haciendo lo que en aquella época estaba prohibido: hablar con chinos. Entre 1972 y 1975, dirigir la palabra a un hombre de la calle equivalía a mandarlo a la cárcel.
Pero, por más que no entendiera, vivía aquella China como un prolongado apocalipsis, con toda la abyección y la alegría contenidas en dicha palabra. La experiencia apocalíptica es lo contrario del aburrimiento. Quien ve cómo el mundo se derrumba se desespera y al mismo tiempo se divierte: es tanto un espectáculo como una abominación permanente, es tanto un juego tonificante como un naufragio, sobre todo cuando tienes entre cinco y ocho años.