Tener cinco años resultó desastroso. La confusa amenaza que planeaba sobre nuestras cabezas desde hacía dos años se concretó bruscamente: nos marchábamos de Japón. Traslado a Pekín.

Por mucho que supiera desde hacía tiempo que semejante drama iba a producirse, no estaba preparada. ¿Acaso podía uno armarse contra el fin del mundo? Abandonar a Nishio-san, ser arrancada de aquel universo de perfección, partir hacia lo desconocido: era para vomitar.

Viví los últimos días con una impresión de caos absoluto. Aquel país que, desde hacía cincuenta años, temía la llegada del gigantesco terremoto que le habían anunciado no se daba cuenta de la inminencia de la catástrofe: ¿acaso el suelo no se estaba ya moviendo por el hecho de que mi persona iba a ser catapultada tan lejos? No había límites para mi espanto interior.

Llegó el momento fatídico: fue necesario subir al coche que salía hacia el aeropuerto. Delante de mi casa, Nishio-san se arrodilló en la mismísima calle. Me tomó entre sus brazos y me abrazó tan fuerte como se puede abrazar a un niño.

Me encontré dentro del coche cuya puerta fue cerrada. Por la ventanilla, vi a Nishio-san, todavía arrodillada, posar su frente sobre la calzada. Permaneció en aquella posición mientras se mantuvo en nuestro campo de visión. Luego, ya no hubo Nishio-san.

Así concluyó la historia de mi divinidad.