Para empezar, seguro que viviría con menos plenitud. Sabía que iba a marcharme de Japón, lo cual no dejaría de constituir un monumental fracaso. A los cuatro años, había abandonado ya la edad sagrada, y no era una divinidad, pese a que Nishio-san todavía intentaba convencerme de lo contrario. Si bien conservaba vivo dentro de mí el sentimiento de mi asociación divina, en el yôchien y otros lugares comprobaba diariamente las pruebas de que, a ojos de los demás, había pasado a formar parte de la especie común. A las primeras de cambio, el paso del tiempo anunció su color de naufragio.

No tenía amigos entre los cardillos ni pretendía tenerlos. Desde el asunto de la canción-dominó, la tampopogumi me miraba mal. No me importaba lo más mínimo.

Por desgracia, fugarse estaba fuera de lugar y padecía los recreos junto a los demás. Si un columpio quedaba libre, corría a aislarme y ya no lo soltaba, ya que se trataba de una posición estratégica muy codiciada.

Un día, mientras descansaba cómodamente sentada en el columpio, me di cuenta de que el enemigo me rodeaba por todos lados. Los que me rodeaban no eran sólo los alumnos de la tampopogumi, sino los niños de toda la escuela —todos los niños de entre tres y diez años de la región de Shukuga me observaban con frialdad. Cómplice, el columpio se inmovilizó.

La multitud infantil se abalanzó sobre mí. Oponer resistencia no habría servido de nada: me dejé agarrar como una agobiada estrella de rock. Me tumbaron en el suelo y unas manos de propietarios desconocidos me desnudaron. Reinaba un silencio de muerte. Una vez desnuda, me observaron con atención. No hubo ningún comentario.

Una de las sargentos se acercó vociferando y, cuando vio mi estado, les gritó a los chicos:

—¿Por qué habéis hecho esto? —les preguntó temblando de cólera.

—Queríamos ver si era totalmente blanca —dijo un improvisado portavoz.

La maestra, furiosa, les gritó que aquello estaba muy mal, que habían deshonrado a su país, etc., y luego se acercó a mi desnudez tumbada, se arrodilló y ordenó a los niños que me devolvieran mi ropa. Sin decir palabra, fulano trajo un calcetín, mengano la falda y así sucesivamente, un poco desolados de restituir aquel botín de guerra, pero disciplinados y solemnes. El adulto volvía a ponerme cada prenda por orden de llegada; estuve sucesivamente desnuda con un calcetín, luego desnuda con un calcetín y la pequeña falda, etc., hasta que el edificio inicial quedó totalmente reconstituido.

Los chicos recibieron la orden de disculparse: juntos pronunciaron con voz monocorde un «gomen masai» de tribunal militar ante mi seria indiferencia. Luego, se marcharon corriendo con la música a otra parte.

—¿Estás bien? —preguntó la sargento.

—Sí —dije con altivez.

—¿Quieres marcharte a casa?

Acepté, pensando que menos daba una piedra. Telefonearon a mi madre, que vino a recogerme.

Mamá y Nishio-san admiraron mi frialdad ante la adversidad: no parecía excesivamente afectada por el ultraje sufrido. En mi fuero interno, sentía de un modo confuso que si mis agresores hubieran sido adultos, mi reacción habría sido distinta. Pero había sido desnudada por niños de mi edad: sólo se trataba de uno de los riesgos de la guerra.