Mi padre y mi madre habían sido educados en la fe católica, que perdieron en el momento de nacer yo. Resultaría gloriosamente terrible que existiera una relación causa-efecto, pero, por desgracia, parece ser que mi aparición en este mundo no desempeñó ningún papel en esta pérdida mística: lo determinante fue su descubrimiento de Japón.

En su juventud, a mis padres les habían contado que el cristianismo —e incluso el catolicismo— era la única religión buena y verdadera. Los habían atiborrado con ese dogma. Llegaron al Kansai y se encontraron con una civilización sublime en la que, sin embargo, el cristianismo no había desempeñado ningún papel: consideraron que les habían engañado respecto a la religión y tiraron las frutas frescas con las pochas y, de paso, cualquier rastro de misticismo.

Eso no quitaba para que conocieran muy bien la Biblia, que afloraba constantemente en su lenguaje, pesca milagrosa por aquí, mujer de Putifar por allá, aceite de la viuda y multiplicación de los panes cada dos por tres.

Aquel texto fantasma y, no obstante, tan presente no podía sino apasionarme; a eso se añadía el miedo a ser sorprendida leyéndolo. —«¡Estás leyendo los Evangelios cuando existe Tintín!». Leía Tintín con placer y la Biblia con un espanto muy agradable.

Me gustaba ese terror que me recordaba el que experimentaba cuando seguía un itinerario conocido que me llevaba hacia lo desconocido, allá donde resonaba la potente y oscura voz que me decía frases cavernosas, «recuerda, soy yo quien vive, soy yo quien vive dentro de ti», aquello asustaba como una pesadilla diurna, mi única certeza era que aquella oscuridad parlante no me era ajena, si era Dios, significaba que Dios habitaba dentro de mí, y si no era Dios, significaba que aquello que no era Dios estaba creado para mí, lo cual equivalía a Dios, en fin, poco importaba aquella apologética, Dios estaba presente en el hecho de tener constantemente sed de la fuente, esa virulenta espera mil veces saciada, satisfecha hasta el éxtasis inagotable y que, sin embargo, nunca quitaba la sed, milagro del deseo culminante en el culminante goce.

Así pues, creía en Dios sin excluirme de él —y sin pronunciar su nombre, ya que había comprendido que, en casa, el tema no era recibido en olor de santidad. Era una fe secreta que vivía en silencio, una especie de cruce entre creencia paleocristiana y sintoísmo.