La superhambre trajo consigo la supersed. Rápidamente, descubrí una increíble facultad dentro de mí: la potomanía.
Adorar el alcohol no me impedía venerar el agua, a la que tan unida me sentía. El agua iba dirigida a una sed distinta a la del alcohol: mientras este último apelaba a mi necesidad de ardor, de guerra, de baile, de sensaciones fuertes, el agua, en cambio, le murmuraba alocadas promesas al desierto ancestral contenido en mi garganta. Si descendía un poco dentro de mí, enseguida redescubría territorios de una apabullante aridez, orillas que llevaban miles de años esperando la crecida del Nilo. Experimentar la revelación de aquel estiaje me proporcionó una eterna sed de agua.
Los textos místicos rebosan de sedes insaciables: resulta molesto, ya que se trata de una metáfora. En la realidad, el gran místico bebía juntando las manos algunos sorbos de una fuente o de palabras divinas, y se acabó.
La sed que yo aprendí, en cambio, no tenía nada de metafórica: cuando sufría un ataque de potomanía, podía beber hasta el fin de los tiempos. En la fuente de los templos, allí donde el agua renovada permanentemente era la mejor, llenaba sin cesar el cucharón de madera y bebía el milagro mil veces inagotable. El único límite era mi capacidad, que resultaba ser inmensa: no sospechamos lo que pueden llegar a contener esos pequeños bidones.
Lo que el agua me decía era maravilloso: «Si quieres, puedes beberme. Ni un sorbo de mí te será negado. Y ya que tanto me amas, te concedo un don, el de tener un constante deseo de mí. Contrariamente a esa pobre gente que deja de tener sed a medida que bebe, tú, cuanto más me bebas, mayor será tu deseo de mí, y más vivo tu placer de saciarlo. Un destino fabuloso ha querido que yo sea para ti el soberano bien, precisamente aquel cuya absoluta generosidad te será concedida. No temas, nadie vendrá a decirte que te detengas, puedes continuar, soy tu prerrogativa, escrito está que te será concedida sin medida, sólo a ti que contienes la suficiente sed para satisfacerme».
El agua tenía el sabor de la piedra de la fuente: era tan buena que, de no haber tenido siempre la boca llena, habría deseado gritar. Su helada dentellada me perforaba la garganta y hacía que se me saltaran las lágrimas.
Lástima que a menudo pasaran peregrinos a quien debía prestar el único cucharón de madera. No sólo me resultaba irritante ser interrumpida, sino también serlo por algo tan insignificante. Cada uno llenaba directamente del surtidor el cucharón gigante, tomaba un sorbo y vaciaba el recipiente. Merecía la pena. El colmo llegaba con aquellos que escupían el agua al suelo. Qué insulto.
Para ellos, el paso por la fuente sólo era un ritual de purificación al término del cual irían a rezar en el templo sintoísta. Para mí, el templo era la fuente, y beber era la oración, el acceso directo a lo sagrado. ¿Y por qué conformarse con un sorbo de lo sagrado cuando hay tanto por beber? De todas las bellezas, el agua era la más milagrosa. Era la única que no consumías únicamente con los ojos y que, sin embargo, no disminuía. Bebía litros y seguía quedando la misma cantidad.
El agua desalteraba sin alterarse y sin alterar mi sed. Me enseñaba el auténtico infinito, que no es una idea o una noción, sino una experiencia.
Nishio-san rezaba sin convicción. Le pedí que me explicara la religión sintoísta. Dudó, y luego pareció decidir que no iba a complicarse la vida con largos discursos, y me respondió:
—El principio es que todo aquello que es hermoso es Dios.
Excelente. Me pareció sorprendente que Nishio-san no se sintiera más entusiasta. Más adelante, me enteré de que ese principio había elegido como belleza suprema al Emperador, que era más bien feo, y entendí mejor la blandura religiosa de mi aya. Pero en aquella época no lo sabía, e incorporé inmediatamente aquel principio, al igual que incorporé lo sagrada que era el agua.
Incorporación transitoria: de regreso a casa, me instalaba en el servicio y me convertía en fuente.