Estaba extraordinariamente mal hecha. Unas fotografías en la playa así lo atestiguan: una cabeza enorme sobre unos hombros débiles, brazos demasiado largos, un tronco excesivamente grande, unas piernas minúsculas, enclenques y patizambas, el pecho hundido, el vientre hinchado y proyectado hacia delante a causa de una dramática escoliosis, la desproporción reinando como dueña y señora —parecía una anormal.
Me daba lo mismo. Nishio-san decía que era muy hermosa, con eso me bastaba.
En casa, vivía atiborrada de belleza humana gracias al espectáculo de mi madre y de mi hermana. Mamá era un esplendor conocido, una religión revelada a la luz de las masas. Me quedaba boquiabierta ante ella como ante una estatua, pero me cebaba todavía más con la hermosura de Juliette, que me resultaba más accesible. Dos años mayor que yo, una encantadora cabecita sobre un cuerpo delicado, fino, con cabellos de hada y expresiones de una frescura desgarradora, llevaba a la perfección su nombre de niña fatal.
Consumir belleza no la alteraba: podía mirar a mi madre durante horas, podía devorar con los ojos a mi hermana sin que le faltara ningún trozo. Lo mismo ocurría con el placer de contemplar las montañas, los bosques, el cielo y la tierra.