Afortunadamente, me quedaban las tardes. Tenía hambre de esta ociosidad. También odiaba esa impresión de estar a cargo del yôchien y sus silbatos tanto como adoraba entregarme a mí misma. Desfilar tras la bandera de la maestra era seguramente un destino cruel; jugar en el jardín con mi arco y mis flechas me recordaba mi auténtica naturaleza.
Había otras actividades maravillosas, vaciar la lavadora con Nishio-san y lamer la ropa que ella tendía —mordía las sábanas limpias salivando para sentir ese delicioso sabor a jabón en la boca.
Me vieron disfrutar tanto que, con motivo de mi cuarto aniversario, me regalaron un minúsculo recipiente para la colada que funcionaba con pilas. Había que llenarlo de agua, añadir una cucharada de detergente en polvo y tu pañuelo. Luego cerrabas la máquina, apretabas el botón y mirabas cómo el contenido daba vueltas. Luego había que abrir y vaciar.
A continuación, en lugar de coger el pañuelo para que se secara estúpidamente, lo guardaba en la boca y lo masticaba. Sólo lo escupía cuando el sabor de jabón había desaparecido. Entonces era conveniente volverlo a lavar, a causa de la saliva.
Tenía hambre de Nishio-san, de mi hermana y de mi madre: necesitaba que me tomaran en brazos, que me abrazaran con fuerza, tenía hambre de sus ojos posados sobre mí.
Tenía hambre de la mirada de mi padre, pero no de sus brazos. Mi vínculo con él era cerebral.
No tenía hambre de mi hermano, como tampoco la tenía de otros niños. No tenía nada contra ellos; no despertaban en mí ningún tipo de apetito.
Así pues, mi hambre de seres humanos era feliz: las tres diosas de mi panteón no me negaban su amor, mi padre no me negaba sus ojos y el resto de la humanidad no me molestaba demasiado.
Suplicando y engatusando a Nishio-san, podía conseguir de ella caramelos, pequeños paraguas de chocolate o, en ocasiones, incluso, oh milagro, un poco de umeshû: el alcohol era la cima de lo dulce, la prueba de su divinidad, el momento álgido de su existencia.
El licor de ciruela era un jarabe que te subía a la cabeza: no había nada mejor en el mundo.
Nishio-san no se dignaba darme umeshû a menudo.
—No es para niños.
—¿Por qué?
—Emborracha. Es para los adultos.
Extraño razonamiento. La embriaguez, yo sabía lo que era: me encantaba. ¿Por qué reservarla para los adultos?
Las prohibiciones nunca eran demasiado graves: bastaba con evitarlas. Me puse a vivir mi pasión por el alcohol en la misma clandestinidad que mi pasión por lo dulce.
Mis padres eran profesionales de lo mundano. Nuestra casa era escenario de innumerables cócteles. No se requería de mi presencia. Sin embargo, tenía derecho a pasar por allí, si eso me apetecía. Decía: «Yo soy Patrick». La gente se extasiaba y me dejaban en paz. Hechas las formalidades, me dirigía al bar.
Nadie me veía coger las copas de champán abandonadas y a medio vaciar. De entrada, el vino dorado con burbujas fue mi mejor amigo: aquellos burbujeantes sorbos, el placer del baile de las papilas, esa manera de emborrachar tan rápido y de un modo tan liviano, era lo ideal. La existencia estaba bien concebida: los invitados se marchaban, el champán se quedaba. Yo vaciaba las copas en mi gaznate.
Ebria a las mil maravillas, iba a dar vueltas al jardín. Daba menos vueltas que el cielo. La rotación universal era tan visible y tan sensible que gritaba de éxtasis.
En el yôchien, a veces tenía resaca. El cardillo belga andaba más torcido que los demás, y a una extraña cadencia. La autoridad me sometió a un test y se dictaminó que sufría de arritmia, lo cual me prohibía el acceso a algunas carreras admirables. Nadie sospechaba que el alcoholismo era la explicación de mi hándicap.
Sin querer glorificar el alcoholismo infantil, debo señalar que jamás supuso ningún problema para mí. Mi infancia se adaptaba muy bien a mis pasiones. No era una debilucha, mi cuerpo enclenque se curtía para la superhambre.