Mamá consideraba necesario contrariarme, ya que yo era mi padre y mi padre debía ser contrariado. «Es para que no te vuelvas como tu padre», me decía. Aquello carecía de lógica, ya que, según ella, yo ya era Patrick.
Además, mi padre no se sentía especialmente atraído por lo dulce. Y, por otro lado, no tenía ninguna pretensión de divinidad. Disparidades tan flagrantes, sin embargo, no abrieron los ojos de mi madre respecto a mi diferencia fundamental.
Si Dios comiera, comería azúcar. Los sacrificios humanos o animales siempre me han parecido una auténtica aberración: ¡qué despilfarro de sangre para un ser que se habría sentido la mar de feliz con una avalancha de caramelos!
Conviene matizar. Dentro de las golosinas, las hay más o menos metafísicas. Una larga investigación me ha llevado a la siguiente constatación: el alimento teologal es el chocolate.
Podría multiplicar las pruebas científicas, empezando por la teobromina, que es el único que la contiene y cuya etimología es llamativa de por sí. Pero eso me daría la sensación de estar, de algún modo, insultando al chocolate. Su divinidad me parece más destacada que las apologéticas.
¿Acaso no basta tener en la boca un chocolate del bueno no sólo para creer en Dios sino también para sentirse en su presencia? Dios no es el chocolate, es el reencuentro entre el chocolate y un paladar capaz de apreciarlo.
Dios era yo en estado de placer o de placer potencial: así pues, nunca dejaba de ser yo.
Aunque mi divinidad no era comprendida de un modo consciente por mis padres, a veces sí tenía la impresión de que una oscura parte de su cerebro estaba al corriente y la aceptaba. Yo gozaba de un estatus especial. Así, cuando llegó la hora de escolarizarme, no me matricularon en la escuela americana, a la que iban mi hermano y mi hermana; me inscribieron en el yôchien, el Kindergarden japonés de la esquina.
Así pues, aterricé en la tampopogumi (clase de los cardillos). Me entregaron el uniforme: falda azul marino, chaqueta azul marino, gorra azul marino y una pequeña cartera sujeta a la espalda. En verano, aquella indumentaria era sustituida por una bata que cubría todo el cuerpo como una tienda de campaña, culminada por un sombrero de paja puntiagudo: me parecía ir disfrazada de tejado. Yo era como una casa de varios pisos.
Todo esto parece la mar de mono, pero resultaba abyecto. Desde el primer día, experimenté una ilimitada aversión por el yôchien. La tampopogumi era la antesala del ejército. Yo estaba de acuerdo en hacer la guerra, pero marcar el paso de la oca, a toque de pito, obedecer las voces acompasadas de sargentos disfrazadas de maestras, estaba por debajo de mi dignidad y debería haber estado por debajo de la dignidad de los demás.
Yo era la única no-nipona del yôchien. Eso, sin embargo, no me llevará a afirmar que mis condiscípulos se conformaran con semejante situación. Además, resultaría infame pensar que, con el pretexto de pertenecer a uno u otro pueblo, uno mantiene relaciones con la esclavitud.
En realidad, sospecho que los demás niños lo vivieron igual que yo: fingíamos. Las fotografías de la época así lo demuestran: se me ve sonreír junto a mis compañeros, se me ve coser tranquilamente en las clases de costura, con la mirada fija sobre mis labores que terminaba aplicadamente. Sin embargo, recuerdo perfectamente mis pensamientos en el seno de la tampopogumi: estaba permanentemente indignada, furiosa y aterrorizada al mismo tiempo. Las maestras eran todo lo contrario que mi dulce aya Nishio-san y por eso las odiaba. La suavidad de sus rostros era una traición añadida.
Recuerdo una escena. Una de las sargentos estaba empeñada en que cantáramos, en perfecto coro, una cancioncilla llena de entusiasmo, pregonando nuestra alegría por ser unos disciplinados y sonrientes cardillos. De entrada, yo había decidido que cantar esa canción iba en contra de mis principios y me aproveché del efecto coral para simular el canto del mismo modo que simulaba la complacencia escolar: mi boca esbozaba la letra sin que ninguna cuerda vocal colaborase. Me sentía muy orgullosa de aquella estratagema, que constituía una forma de desobediencia la mar de cómoda.
La maestra debió de darse cuenta de mi triquiñuela ya que, un día, dijo:
—Vamos a cambiar el ejercicio: cada alumno cantará dos frases del himno de los cardillos y luego dejará que su vecino tome el relevo, y así sucesivamente hasta el final.
En esta ocasión, la alarma no sonó enseguida en mi cabeza. Decidí hacer una excepción a mi regla y, por una vez, cantar de verdad. Poco a poco, fui tomando conciencia de que no me sabía la letra en absoluto: mi cerebro había rechazado hasta tal punto el himno de los cardillos que no había retenido ni una sola palabra. Cuando fingían, mis labios no imitaban lo que deberían haber pronunciado, se movían de cualquier manera en una especie de anárquico mutismo.
Mientras tanto, la canción seguía avanzando inexorablemente, como una hilera de fichas de dominó. Aparte de un terremoto, la única cosa que habría podido salvarme habría sido la irrupción, antes de que llegara mi turno, de otro simulador. Dejé de respirar.
No hubo ningún otro listillo y el momento fatídico llegó: abrí la boca y nada salió de ella. El himno de los cardillos, que hasta aquel momento había corrido alegremente de labios en labios y a un ritmo mantenido, cayó en un abismo de silencio que llevaba mi nombre. Todas las miradas se volvieron hacia mí, empezando por la de la maestra. Falsamente amable, fingió creer que había tenido un minúsculo lapsus de memoria y pretendió volver a incorporarme a la rueda apuntándome la primera palabra de mi fragmento de canción.
Inútil. Estaba paralizada. Ni siquiera pude repetir la palabra. Tenía demasiadas ganas de vomitar. Ella insistió, sin resultado. Me concedió una palabra suplementaria, en vano. Me preguntó si me dolía la garganta, no respondí.
Lo peor fue cuando me preguntó si entendía lo que me estaba diciendo. De este modo sugería que, de haber sido yo japonesa, no habría habido problema —que si hubiera hablado su idioma, habría cantado como las demás.
Sin embargo, yo hablaba japonés. Simplemente me sentía incapaz de demostrarlo en aquel momento: había perdido la voz. Eso tampoco era capaz de decirlo. Y, en los ojos de los cardillos, leí el siguiente y terrible mensaje: «¿Cómo es posible que todavía no nos hubiéramos dado cuenta de que no era nipona?».
El episodio concluyó con la atroz indulgencia de la maestra hacia esa pequeña extranjera que no tenía la competencia de los excelentes cardillos nacionales. El cardillo belga debía de ser un subcardillo. Y el siguiente niño cantó lo que yo no había podido cantar.