Si mi padre no hubiera sido siempre el hombre más ocupado del mundo, supongo que lo habría visto entrar más a menudo en la cocina con actitud tensa y revolverlo todo a la búsqueda de algún alimento prohibido a la fuerza, ya que se suponía que comer entre horas no le estaba permitido a aquel bulímico empedernido. Las raras veces en las que pude observarlo dejarse vencer por esa tentación, acababa por huir, llevándose consigo un confuso puñado de alimentos, pan, cacachuetes, cualquier cosa —el contenido de una mano avergonzada.

Papá es un mártir alimentario. Es un individuo al cual el hambre le fue inyectada a la fuerza desde el exterior y luego reprimida a perpetuidad. Él, que fue un niño delicado, sensible y enclenque, fue obligado a comer en nombre de un chantaje afectivo de tales dimensiones que le llevó a abrazar la causa de sus verdugos (sobre todo su abuela materna) y a imprimir a su estómago las dimensiones del universo.

Es un hombre al que le jugaron una mala pasada: le impusieron la obsesión de comer y, cuando estuvo bien poseído, le pusieron a régimen hasta el final de sus días. Mi pobre padre conoció este absurdo destino: la contrariedad es su patrimonio.

Come a una velocidad espeluznante, no mastica nada, y lo hace con tanta angustia que parece no experimentar ningún placer. Siempre me sorprende cuando oigo que alguien lo califica de bon vivant. Sus curvas le engañan: es la ansiedad personificada, incapaz de disfrutar del presente.

Mi madre decidió muy rápidamente que yo era mi padre. Allí donde había parecido, ella vio identidad. A los tres años, yo recibía a las hordas de invitados de mis padres afirmando en un tono fatigado: «Yo soy Patrick». La gente se quedaba estupefacta.

En realidad, estaba tan acostumbrada a que, al presentar a sus tres hijos, mi madre acabara con la más pequeña diciendo: «Y ella es Patrick», que me adelantaba a ella. Así pues, llevaba vestidos, el pelo largo y rizado y me llamaba Patrick.

Su error me molestaba. Sabía perfectamente que yo no era Patrick. Y no sólo porque yo no era ningún señor. Si bien era cierto que me parecía más a mi padre que a mi madre, no por ello la diferencia entre él y yo dejaba de ser menos fundamental.

Por más que mi padre fuera cónsul, no dejaba de ser un esclavo. En primer lugar, de sí mismo: nunca he conocido a nadie exigir de sí mismo tanto trabajo, esfuerzo, rendimiento, obligaciones. También era esclavo de su manera de alimentarse: perpetuamente hambriento, esperando con dolorosa impaciencia una pitanza que no era escasa pero que, a juzgar por la velocidad supersónica con la que era engullida, lo parecía. Y, por último, esclavo de su incomprensible concepción de la vida, que quizá era, por otra parte, una ausencia de concepción, lo que no impedía que fuera esclavo de ella.

Si bien mi madre no era la jefa de mi padre, sí era la administradora de su esclavitud alimentaria. Ella ostentaba el poder nutricional. Semejante situación suele ser corriente en las familias. Sin embargo, me da la impresión de que, en el caso de mis padres, este poder tuvo un impacto mayor. Ambos mantenían una relación obsesiva con los alimentos —siendo el caso materno todavía más difícil de delimitar.

Yo, en cambio, era lo opuesto a un esclavo, puesto que era Dios. Reinaba sobre el universo y en particular sobre el placer, prerrogativa de prerrogativas que me mantenía ocupada durante todo el día. Mamá me racionaba lo dulce pero eso no era grave: las ocasiones de disfrute eran numerosas, bastaba que yo las provocara.

No por ello dejaba de parecerme irritante que mi madre me identificara con mi padre. Éste, demasiado satisfecho de que le atribuyeran un doble, suscribió sus puntos de vista y también declaró que yo era él. En mi cabeza, yo pataleaba, incapaz como era de demostrar su confusión.

Me habría gustado señalarles quién era, quién estaba convencida de ser. Era el desencadenamiento, el ser, la ausencia radical de no-ser, el río en su más alto caudal, el dispensador de existencia, el poder a implorar.

Esa convicción me venía de los motivos expuestos en mi tratado sobre la metafísica de los tubos, pero también de la superhambre. Había comprendido que era la única en ser alcanzada por ella. Mi padre era bulímico, mi madre estaba obsesionada con los alimentos, mis dos hermanos mayores eran normales, al igual que todas las personas que gravitaban a nuestro alrededor. Yo era la única que estaba en posesión de aquel tesoro, que sería la fuente de ambigua vergüenza a partir de mis seis años, pero que, a los tres, a los cuatro, se me aparecía como lo que era: una supremacía, la señal de una elección.

La superhambre no era la posibilidad de sentir más placer, era la posesión del principio mismo del disfrute, que es el infinito. Yo era el yacimiento de esa necesidad tan grandiosa que todo acababa estando a mi alcance.