Exigencia, sí. A menudo, la vieja oposición entre cantidad y calidad es tremendamente estúpida; el superhambriento no sólo tiene más apetito, tiene sobre todo apetitos más difíciles. Existe una escala de valores en la que lo más genera lo mejor: los grandes enamorados lo saben, los artistas obsesivos también. La cima de la delicadeza tiene a su mejor aliado en la sobreabundancia.
Sé de lo que hablo. Niña superhambrienta de dulce, no dejaba de buscar mi pitanza: mi búsqueda de lo dulce era mi búsqueda del Grial. Mi madre reprobaba y reprimía aquella pasión y pretendía engañarme dándome, en lugar del chocolate suplicado, un queso que me resultaba repulsivo, huevos duros que me indignaban y manzanas sosas que me resultaban indiferentes.
Y mi hambre no sólo no mordía el anzuelo sino que se agravaba. Por el hecho de recibir aquello que no deseaba, todavía tenía más hambre. Me encontraba en la aberrante situación de ser una hambrienta a la que tienen que obligar a comer.
Sólo la superhambre se pervierte en hambre de cualquier cosa. En su estado primigenio y no contrariado, la superhambre sabe muy bien lo que quiere: quiere lo mejor, lo deleitable, lo espléndido, y se encarga de descubrirlo en cada dominio del placer.
Cuando me quejaba de la prohibición de dulces, mi madre me decía: «Se te pasará». Error. No se me pasó. Al alcanzar mi independencia alimentaria, empecé a nutrirme exclusivamente de golosinas. Y en eso sigo. Y me va de maravilla. Nunca me he encontrado mejor. Nunca es tarde si la dicha es buena.
«Demasiado dulce»: la expresión me parece tan absurda como «demasiado bonito» o «demasiado enamorado». No existen cosas demasiado hermosas: sólo existen percepciones cuyo apetito de belleza es mediocre. Y que no me vengan con el barroco opuesto a lo clásico: aquellos que no ven la sobreabundancia que explota en el mismísimo corazón del sentido de la medida tienen una percepción muy pobre.
—Tengo hambre —le decía a mi madre rechazando sus ofrendas engañabobos.
—No, no tienes hambre. Si tuvieras hambre, te comerías lo que te doy —la oí decir miles de veces.
—¡Tengo hambre! —protestaba yo.
—Es una buena enfermedad —concluía ella invariablemente.
Aquel desenlace de no-recibir siempre me desconcertaba. Una enfermedad. Buena. ¡Lo que hay que oír!
Más tarde aprendí la etimología de la palabra «enfermedad». Era «dificultad para decir»[1]. El enfermo era aquel que tenía dificultades para decir algo. Su cuerpo hablaba en su lugar en forma de enfermedad. Una idea fascinante, que sugería que si uno conseguía decir, dejaría de sufrir.
Si el hambre era una buena enfermedad, ¿cuál era esa cosa buena que había que decir y que me curaría de ella? ¿Qué clase de misterio escondía? ¿Qué enigma era necesario resolver para no sentir la llamada de lo dulce hasta ese punto?
A los tres años, a los cuatro años, no estaba en condiciones de hacerme esta clase de preguntas. No obstante, sin saberlo, buscaba a tientas para hallar la respuesta —y me quemaba, ya que fue entonces cuando empecé a contarme cuentos a mí misma.
¿Qué es una historia cuando uno tiene cuatro años? Es un concentrado de vida, de sensaciones fuertes. Una princesa encerrada era torturada. Unos niños abandonados eran reducidos a la más dolorosa de las miserias. A un héroe se le concedía el don de volar por el cielo. Unas ranas me tragaban y saltaba dentro de su estómago.
Cuando Rimbaud, cuyo talento tanto le debe a la infancia, se refiere con asco a la poesía «horriblemente insulsa» de sus contemporáneos, su reivindicación es la del niño que exige algo potente, vertiginoso, insoportable, asqueroso, raro, ya que, al fin y al cabo, «a nuestro deseo le falta una música sabia».
El fondo de las historias que me contaba a mí misma no importaba tanto como la forma, que nunca fue escrita: no obstante, sería impropio calificarlas de orales, ya que, dentro de mi cabeza, aquel murmullo nunca llegó a manifestarse a través de la voz. Tampoco eran historias pensadas, ya que en ellas el sonido tenía una importancia capital —el sonido a cero decibelios, que sólo es suma de vibraciones de cuerdas mudas y ritmos puramente craneales, a los que sólo se puede comparar el ruido de las estaciones de metro desiertas cuando no pasa ningún tren. Es con esa especie de sordo mugido como mejor estimula el espíritu.
El estilo era febril. Febril era el príncipe obsesionado con descubrir las zonas de espanto de la princesa, febriles eran los niños que sustraían a la naturaleza para subsistir, febril era el caótico despegue del héroe, febril era la digestión de la rana en cuyo vientre yo vivía. Era esa manera de ser febril lo que me llevaba al trance en mis historias interiores.
Cuando a base de búsquedas clandestinas descubría chucherías, nubes u ositos de goma, me aislaba y masticaba lo robado con ardor, y mi cerebro secuestrado por la urgencia del placer provocaba cortocircuitos, tan alto era el voltaje de mi éxtasis que no respetaba las normas del contador eléctrico, y me hundía en la embriaguez para ascender mejor a través de su géiser terminal.