No soy ajena al tema que me ocupa. Lo que me fascina de Vanuatu es ver en él la expresión geográfica de lo opuesto a mí. El hambre soy yo.
El sueño de los físicos consiste en lograr explicar el universo a través de una única ley. Al parecer, resulta muy difícil. Suponiendo que yo sea un universo, me rijo por esta única ley: el hambre.
No se trata de tener el monopolio del hambre; es la cualidad humana mejor compartida. No obstante, tengo la pretensión de ser una campeona en este dominio. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, siempre me he muerto de hambre.
Pertenezco a un medio acomodado: en casa nunca faltó de nada. Eso me hace entender esa hambre como una especificidad personal: no tiene una explicación social.
Conviene precisar, además, que mi hambre debe entenderse en su sentido más amplio: si sólo se hubiera tratado de hambre de alimentos no habría sido tan grave. ¿Pero existe realmente eso de tener sólo hambre de alimentos? ¿Existe un hambre de estómago que no sea el indicio de un hambre generalizada? Por hambre yo entiendo esa falta espantosa de todo el ser, ese vacío atenazador, esa aspiración no tanto a la utópica plenitud como a la simple realidad: allí donde no hay nada, imploro que exista algo.
Durante mucho tiempo deseé descubrir en mí un Vanuatu. A los veinte años, leer de la pluma de Cátulo el verso por el cual se exhorta en vano: «Deja de desear», me permitió entrever que si semejante poeta no lo había logrado, menos lo conseguiría yo.
El hambre es deseo. Es un deseo más amplio que el deseo. No es voluntad, que es una forma de fuerza. Tampoco es debilidad, ya que el hambre no conoce la pasividad. El hambriento es un ser que busca.
Si Cátulo recomienda resignación es precisamente porque él no se resigna. Hay en el hambre una dinámica que prohíbe aceptar el propio estado. Es un deseo que resulta intolerable.
Alguien podrá decirme que el deseo de Cátulo, que está relacionado con la falta de amor, la obsesión debida a la ausencia de la amada, no tiene nada que ver. Sin embargo, mi lenguaje detecta en él un registro idéntico. El hambre de verdad, que no es un capricho de carpanta, el hambre que despechuga y vacía el alma de su sustancia, es la escalera que conduce al amor. Los grandes enamorados fueron educados en la escuela del hambre.
Los seres que nacieron saciados —hay muchos— nunca conocerán esa angustia permanente, esa espera activa, esa febrilidad, esa miseria que despierta día y noche. El hombre se construye a partir de lo que ha conocido en el transcurso de los primeros meses de vida: si no ha experimentado hambre, será uno de los raros elegidos, o de esos raros malditos que no edificarán su existencia en torno a la carencia.
Quizá sea la expresión más cercana a la gracia o a la desgracia de los jansenistas: no sabemos por qué algunos nacen hambrientos y otros saciados. Es una lotería.
A mí me tocó el gordo. No sé si semejante destino resulta envidiable, pero no dudo que tengo en este dominio una competencia extraordinaria. Si Nietzsche hablaba de superhombre, me autorizo a hablar de superhambre.
Superhombre no lo soy; superhambrienta lo soy más que nadie.
Siempre he tenido un excelente apetito, especialmente por lo dulce. Desde luego, tengo que admitir que he conocido campeones del hambre de estómago muy superiores a mí, empezando por mi padre. Pero, en lo que respecta a lo dulce, desafío a cualquier competidor.
Como era de temer, esa hambre trajo consigo los peores contagios: desde muy joven, tuve la lamentable impresión de no recibir nunca la porción congrua. Cuando la pastilla de chocolate había desaparecido de mi mano, cuando el juego terminaba sin ansia, cuando la historia se acababa de un modo tan insuficiente, cuando la peonza dejaba de girar, cuando ya no había más páginas en el libro que, sin embargo, apenas me parecía iniciado, algo se rebelaba dentro de mí. ¡Qué pasa! ¡Menuda estafa!
¿A quién pretendían engañar? ¡Como si fuera suficiente una pastilla de chocolate, una partida ganada demasiado fácilmente, una historia concluida sin peligro, una rotación interrumpida absurdamente, un libro que parecía confundir Roma con Santiago!
Merecía la pena organizar acontecimientos tan grandiosos como las golosinas, los juegos, los cuentos, los juguetes y, last but not least, los libros, si era para dejarnos hasta ese punto con nuestra hambre.
Insisto en «hasta ese punto»: no defiendo del todo la saciedad. Es bueno que el alma conserve una parte de su deseo. Pero entre sentirse saciado y tomarme directamente el pelo había un margen.
Los casos más flagrantes eran los cuentos de hadas. Un fabuloso creador de historias sacaba de la nada inicios formidables: allí donde nada existía, instalaba mecanismos sublimes, astucias narrativas que ponían la miel en los labios del espíritu. Había botas de siete leguas, calabazas transformistas, animales provistos de una hermosa voz y de un rico vocabulario, vestidos color luna, sapos que pretendían ser príncipes. ¿Y todo para qué? Para descubrir que el sapo era realmente un príncipe y que por consiguiente era necesario casarse con él y tener muchos hijos.
¿De quién pretendían burlarse?
Era un complot cuyo secreto objetivo debía de ser la frustración.
«Alguien» (¿quién? Nunca lo supe) intentaba engañar mi hambre. Era un escándalo. Por desgracia, a mi indignación le sucedió muy rápidamente la vergüenza, cuando comprobé que los demás niños se conformaban con aquella situación —peor aún, ni siquiera veían qué problema había.
Vergüenza típica de la primera infancia: en lugar de sentirse orgulloso de su mayor nivel de exigencia, vivirlo como una singularidad culpable, ya que el ideal consiste en parecerse en la mayor medida posible a los individuos de tu edad.