La ausencia de hambre es un drama que nadie ha estudiado.
Al igual que esas enfermedades huérfanas por las que la investigación no se interesa, la no-hambre no corre el riesgo de despertar curiosidad: aparte de la población de Vanuatu, no afecta a nadie más.
Nuestra sobrealimentación occidental no tiene nada que ver con eso. Basta salir a la calle para ver a gente muriéndose de hambre. Y, para ganarnos el pan, tenemos que trabajar. En nosotros, el apetito es algo vivo.
En Vanuatu el apetito no existe. Allí se come por complacencia, con el fin de que la naturaleza, que en ese lugar resulta ser la única ama de casa, no se sienta excesivamente ofendida. Ella es la que se encarga de todo: el pescado se pone a guisar sobre una piedra ardiente por el sol, y punto. Y evidentemente está riquísimo, sin esfuerzo alguno —«no hay derecho», tiene uno ganas de quejarse.
¿Para qué inventar postres si el bosque proporciona frutas tan buenas, tan sutiles que comparadas con ellas nuestras golosinas son repugnantes y vulgares? ¿Para qué inventar salsas si el zumo de los caracoles de mar mezclado con la leche de coco tiene un sabor que relega nuestras salsas al rango de repugnantes mayonesas? No es necesario ningún arte para abrir un erizo de mar acabado de coger y para disfrutar con su enloquecedora carne cruda. Algunas guayabas habrán macerado por accidente en el agujero en el que hayan caído: habrá con qué emborracharse. Es demasiado fácil.
Observé un poco a los tres habitantes de esa despensa llamada Vanuatu: eran amables, corteses, civilizados. No destilaban ni el menor síntoma de agresividad: sentías que te hallabas ante una gente profundamente pacífica. Pero tenías la impresión de que estaban un poco hartos: como si nada les interesara. Su vida era un paseo a perpetuidad. Faltaba en ella el sentido de una búsqueda.