LVII

Una nube de polvo invadió la habitación y me envolvió. Me quedé suspendida encima de un espacio vacío. Unas fuertes manos me agarraron antes de que perdiera el equilibrio. Tiberio tiró de mí y me puso a salvo. Uno de nosotros estaba llorando por la conmoción: hasta podría haber sido él.

Oímos unos ruidos terribles cuando el balcón aterrizó con todo su peso. Hubo vocerío abajo en el callejón. Y después, silencio.

El mensajero me giró para inspeccionarme. Pidió disculpas. Pedí disculpas. Él por no informarme del plan y yo por no entenderlo. Eso ya estaba hecho. Ninguno de los dos tocaría más el tema.

Me dijo que tenía que bajar. Comprendí el motivo. Debía seguirlo en cuanto pudiera. Me dejó. Cuando se alejaron sus pasos apremiantes, no pude aguantar estar allí sola y, a pesar de sentirme aún frágil, fui detrás de él.

En la plaza de la Fuente había una montaña de escombros, pero nada terrible para la vista. Los vigiles habían tapado el cuerpo. Por suerte, nadie más había resultado herido. Tiberio vino con rapidez para confirmarme que todo había acabado: fue considerado de su parte.

Me llevaron a casa de mi padre, donde pasé la noche y todo el día siguiente. Incluso después de que el despacho fuera arreglado, pasaría un tiempo hasta que quisiera volver, quizá no lo hiciera nunca. Mi piso también estaba lleno de recuerdos. Necesitaba readaptarme antes de poderme sentir cómoda allí dentro.

* * *

Las Cerealias se estaban acabando, así que esa noche, en el Circo, tendría lugar una gran carrera de cuadrigas. Sería el último evento de los Juegos que tendría que supervisar el edil. Envió entradas para mi familia, pero nadie fue. Me quedé en la casa tranquila hasta el día siguiente después de comer. Todos se iban a ir a nuestra villa en la playa y me iban a llevar con ellos.

Había cosas que necesitaba recoger de mi piso. Fui yo sola, esa misma tarde, recorriendo con tranquilidad las Escaleras de Casio. Primero, pasé por el puesto de los vigiles, donde me dijeron que Morelo estaba tocado, pero que había sobrevivido. Estaba en su casa y, como me dijeron que su recuperación era lenta, le dejé recuerdos y decidí no molestar a su mujer, Pulia. En busca de tranquilidad, me dirigí al recinto vacío del Armilustrio. Me senté en el banco de siempre y me quedé reflexionando un largo rato.

Seguía allí y estaba empezando a aborrecer mi soledad, cuando oí unos pasos. No miré. Una mujer sola debería evitar el contacto visual con desconocidos. Pero eso no quiere decir que el sujeto fuera un desconocido. Conocía al hombre. Sabía exactamente quién era, aunque nunca antes lo había visto vestido de un blanco tan resplandeciente, con las amplias franjas púrpuras rematando su exuberante toga. Estaba guapo. Muy guapo. Podía llevar togas con confianza. Como era habitual, no tenía guardaespaldas, pero tampoco los necesitaba. En virtud de su alto cargo, su persona era sacrosanta.

Cuando por fin lo miré, sabía que tendría ojos grises y que, al final de su brazo izquierdo, doblado de manera relajada para aguantar los pesados pliegues de la toga, habría una mano con una cicatriz permanente. Él era, como me esperaba, Tiberio Manlio Fausto, el edil plebeyo.