Los tres debieron de percibir mi apuro en el mismo momento. Los tres se dirigieron hacia mí. Oí un silbido, la señal con la que cualquier vigil cercano vendría corriendo. Junilio se apresuró de una manera sorprendente para un chico que tenía los brazos ocupados por una gran carga de vajilla, llena de un estofado que le había costado trabajo preparar. No le habría gustado tirarlo por los suelos. Aun así, siendo el que más cerca estaba, se tambaleó hacia delante y se interpuso con la olla, para que Andrónico, que tenía la clara intención de saltar la barra para llegar a mí, se lo pensara dos veces. Ya había probado los garbanzos de la comida y no querría tener que vérselas otra vez con ese asqueroso mejunje.
Andrónico tenía ahora la opción de escaparse por la otra calle, pero se decantó por el ataque directo. Se giró y corrió hacia los otros. Ellos se separaron instintivamente para ponerlo ante dos objetivos. Eligió a Morelo. Dando por sentado que el corpulento Morelo podía apañarse, Tiberio viró hacia El Astrónomo para comprobar que Andrónico no había hecho daño a alguien allí. Yo ya estaba lista. Morelo luchó brevemente con el fugitivo, pero después Andrónico le clavó algo y le hizo gritar. Consciente de las consecuencias de una aguja envenenada, Morelo se quedó petrificado por el miedo. Andrónico se fugó. Tiberio me echó un vistazo, dio rápido las gracias a Junilio y volvió atrás para ayudar.
Me precipité a la calle y también llegué hasta Morelo. Aún había una aguja clavada en su brazo. Ahora estaba boqueando, presa de un ataque de pánico. Arranqué la aguja, cogiéndola con cuidado por el ojo y sujetándola entre el pulgar y el índice. La dejé caer en una alcantarilla. Entonces, lo único que pude recordar sobre venenos fue un remedio popular contra mordeduras de serpientes y escorpiones: saqué mi cuchillito y corté el brazo enrojecido de Morelo para poder apretar y hacer salir la mayor cantidad de sangre posible. Tiberio lo sostuvo con su brazo, por si se desmayaba.
—Marte vengador, ¡ya estoy listo!
Tiberio y Junilio lo arrastraron a la caupona, donde se le podría atender mejor.
—Ya está, Morelo, sólo ha sido una picadura de mosquito. Albia le ha hecho mucho más daño.
—Sea valiente —lo insté, aunque no se lo podía reprochar—. Luche. Quédese con nosotros, Morelo. Pediré a mis tíos, los abogados, que me denuncien para que pueda obtener una indemnización. Querrá estar aquí el día que se la paguen, ¿verdad?
Sabía que estaba pálida. El mensajero no tenía mucho mejor aspecto. Nuestras miradas se cruzaron, mientras nos enfrentábamos desesperados a la posibilidad de que la ayuda a Morelo fuera superflua.
Ahora había vigiles por todos lados: escuadrones enteros debían de haber estado estacionados en las calles cercanas, peinando el área en busca de Andrónico. Pronto se reunió una muchedumbre, incluidos los falsos doctores, farmacéuticos, herreros, barberos y todos los demás charlatanes que se atribuyen conocimientos médicos y que esperan sacar algo de dinero de los accidentes que ocurren en la calle. Los porteadores de sillas llegaron corriendo, empujando para ser los primeros en la cola para transportar a casa a los heridos y cobrarles un plus por las manchas de sangre en el tapizado. Sólo nos faltaba un informante zarrapastroso que proporcionara consejos legales, pero ya estaba yo. La profesional.
Morelo estaba mascullando algo sobre su esposa e hijos, lo cual indicaba que se había rendido del todo. Junilio le trajo un vaso de agua que rechazó, así que lo bebí yo. Recordé que Andrónico me había dicho que había usado su última aguja envenenada con la zorra. Se lo dije. Morelo se tranquilizó un poco. Encima de su cabeza, Tiberio me estaba transmitiendo el silencioso mensaje de que él no se fiaría de nada de lo que pudiera haber dicho Andrónico, pero lo que más necesitaba Morelo eran palabras tranquilizadoras. Unas palabras cualquiera: por el tipo de trabajo que hacía, estaba acostumbrado a la falsedad. O estaba curado o en breve sentiría una fuerte necesidad de tumbarse y entonces por lo menos sabríamos que se iría en paz.
Decidí que sería mejor que nadie lo dijera.
* * *
Los vigiles empujaron a la muchedumbre hacia atrás y ordenaron a la gente que se fuera a su casa. Mientras organizaban el transporte de Morelo hasta el puesto de guardia, hablé con Tiberio.
—¡Esto ya ha ido mucho más allá de una broma!
—Sí. Quiero atraparlo hoy.
Le conté mi conversación con Andrónico en el bar. Tiberio y yo estábamos apoyados en una de las barras. La gente se apiñaba alrededor de las mesas para vendar y agobiar a Morelo. En la otra barra habían aparecido un par de clientes habituales de El Astrónomo y estaban pidiendo que les sirvieran, como si ni siquiera hubieran notado lo que estaba pasando. No tenían intención de permitir que una emergencia de cualquier tipo interfiriera en sus derechos de clientes habituales. El flemático Junilio les sirvió sus pedidos.
Tiberio recorrió desanimado la historia de Andrónico, intentando encontrar un indicio que explicara su actitud.
—Siempre se le trató de manera especial; a lo mejor ése fue el problema. Tulio lo consideraba inteligente en extremo, lo cual es cierto en muchos aspectos. Se le educó y formó para que fuera un buen oficinista.
—Cuando Fausto llegó tras la muerte de sus padres, ¿cambiaron las cosas para Andrónico?
—A lo mejor desde el punto de vista de Andrónico fue así. Tulio seguía tratándolo de la misma manera, como un esclavo de primer orden, pero creía que era lo máximo a lo que iba a llegar Andrónico, ya que un sobrino era un sobrino.
—La familia.
De repente, Tiberio se abrió y me confesó:
—Albia, la ironía está en qué la de Andrónico podría ser una reivindicación legítima. ¿Ha notado las orejas tan peculiares que tiene?
Trágicamente sí. Las había mordisqueado. Andrónico tenía unas orejas cuyas puntas se iban de manera insólita hacia delante, casi como si, cuando era un bebé, una niñera estúpida hubiera doblado sus lóbulos.
—El tío Tulio.
—¿Qué?
—Tulio las tiene idénticas —me dijo Tiberio con voz sombría—. Hay varios esclavos en nuestra casa que han heredado ese parecido.
—¿Tulio es su padre?
No era tan insólito. Legalmente, no cambiaría nada, porque en Roma los niños heredaban el estatus de su madre. Algunos propietarios de esclavos reconocían a sus hijos si sentían verdadero afecto por las partes en juego, aunque no existía una obligación. Supuse que Tulio era un hombre duro.
—¡Imagínese la historia que se podía haber montado a partir de eso la mente perturbada de Andrónico! —reflexionó Tiberio.
Pensé que no percatarse de esa posible paternidad indicaba que Andrónico no era tan listo como él mismo se creía. ¿El hijo natural del rico señor? Sus celos hacia el sobrino habrían explotado.
* * *
Se llevaron a Morelo en un carro. Tiberio intercambió unas palabras discretas con algunos de los vigiles y luego volvió conmigo.
—La voy a acompañar a su casa para asegurarme de que llegue sana y salva.
Me sentía débil y estaba tan trastornada por los acontecimientos que no quise discutir.
Nos fuimos andando hasta la plaza de la Fuente, con un par de vigiles siguiéndonos de cerca. No podía evitar mirar nerviosamente a mi alrededor. A pesar de que no vi a nadie al acecho, intuí que Andrónico no debía de estar muy lejos. Caminamos en silencio.
Fuera de la vieja lavandería, el callejón estaba igual que siempre. Las pocas tiendas decrépitas que estaban al otro lado de la calle tenían las persianas abiertas, pero estaban vacías. Las que quedaban un poco más abajo, en el mismo lado, parecían igual de adormecidas. Mantas desaliñadas colgaban de los balcones. Los niños Mythembal estaban saltando en unos charcos —charcos que probablemente estaban hechos de orina de animales—, pero se fueron corriendo cuando nos acercamos. Hacía un poco de sol, lo cual en un parque sería agradable, pero aquí sólo calentaba el muladar, cocía sus asquerosos contenidos y vivificaba a las larvas. Olores de procesos industriales, raspas y estiércol fresco resplandecían encima del empedrado irregular.
Alguien de fuera consideraría aquel sitio ominoso. Para mí era sucio, frío y húmedo, pero tristemente normal.
Tiberio me dejó delante de la tienda del alfarero. Me dijo con tranquilidad que debería pasar el día en mi propio piso, cerrando las puertas con llave y no dejando entrar a nadie por mi seguridad. Me lo dijo con tono severo y decidió esperar hasta que asintiera de mala gana con la cabeza, para confirmar que estaba de acuerdo con las instrucciones.
—Haga lo que le estoy diciendo, Albia. ¡Quédese en casa!
—Por el amor de los dioses, usted es un tirano.
Escogí sola mi camino para cruzar la suciedad de la calzada. No había señales de vigiles destacados para vigilarme. Vi a Rodan, que por algún motivo estaba sentado en un taburete en el viejo patio: allí habría podido ver a cualquier visitante si sus pegajosos ojos hubieran estado abiertos, pero parecía profundamente dormido.
Al llegar al soportal, miré hacia atrás. Tiberio levantó un arma en señal de despedida y luego gritó:
—¡Es mejor que vuelva al trabajo, muchacha! ¡Ya es hora de que haga algo útil para sus clientes en su precioso despacho!
Un momento antes me había dicho que me debería quedar descansando. De verdad sabía cómo irritarme. Y toda la calle debió de oírlo. Equivalía a una difamación. Me metí dentro murmurando.
* * *
Tiberio estaba haciéndose igual de contradictorio que el archivista. Con sus primeras estrictas instrucciones grabadas en mi mente, la idea de dejarme caer directamente en mi cama tenía un gran atractivo. Sin embargo, rebelde como siempre, decidí hacer antes un salto arriba. Si hubiera algún mensaje en el despacho, podría bajarlo y trabajar en él. Yo decidiría cómo hacer mi trabajo.
Empecé a subir, sintiendo un terrible cansancio en las piernas a medida que ascendía las diferentes plantas. Para mi asombro, el basurero había quitado todas las viejas ánforas del último rellano. Lo había estado agobiando durante años. Me irritó ver que alguien —¿él?— había estado en mi despacho. La puerta exterior estaba abierta. Y no sólo eso: al otro lado de la habitación, la puerta del balcón también lo estaba. Me pregunté si mi padre no habría llamado por fin a alguien para que echara un vistazo a su inestabilidad, ya que las cuerdas ya no impedían el paso. Desde la habitación sólo se podía ver una parte del balcón, la parte cercana a la puerta. Un material extraño ondeaba con la brisa que lo removía sin parar, debido a la altura de la vivienda. Al ver revolotear esa tela llamativa, pensé que había una mujer sentada allí fuera, hasta que reconocí mi propia estola, una que siempre dejaba en el despacho para cuando tenía frío.
Me acerqué. La estola había sido atada al asa de una de las viejas ánforas. ¡Por Hades! ¿Qué significaba todo eso? Las ánforas, cinco objetos pesados y polvorientos, estaban todas allí fuera. Hasta aquí había llegado el chico con la limpieza. Solamente las había arrastrado fuera. Tendría que volverlas a meter dentro, porque su peso excesivo suponía un peligro. Apuesto que había tenido la intención de empujarlas por allí y dejarlas caer al callejón, pero no lo había conseguido. Sabía que era mejor no intentarlo.
A todos nos encantaba ese balcón. No sabría decir cuántas cálidas tardes había pasado allí con los miembros de mi familia, en grupos de uno, de dos o de tres, simplemente para pasar un rato agradable o como sosiego en los tiempos difíciles. Siempre lo había adorado. Me venció la tentación y puse el pie en él.
Parecía bastante sólido. Es verdad, en los puntos donde estaba unido al edificio había enormes grietas que habrían sido suficientes para horrorizar a padre o al tío Lucio. ¡Oh, pero qué maravilloso sería si alguna vez lo arreglaran! Realmente había echado de menos tenerlo.
Aquello era, y siempre había sido, lo mejor del Edificio del Águila. Las dos habitaciones deprimentes, acurrucadas bajo el tejado, resultaban casi atractivas gracias a su presencia. Podías ver a millas de distancia. La vista era fabulosa. Miré una vez más por encima de los tejados rojos. Por alguna anomalía en los planos, podías mirar a través de un gran hueco entre los numerosos edificios y ver la campiña, más allá del río Tíber. Podías oír el lejano murmullo de la vida en Roma, captar su exótica mezcla de fragancias, sentirte parte de una gran ciudad y, a la vez, aislada en tu casita. La sensación del sol en mi cara era maravillosa.
Me aventuré hasta la barandilla y miré hacia abajo. El callejón estaba lleno de hombres. Uno, al verme aparecer allí arriba, empezó a gesticular de manera vehemente, moviendo con insistencia ambos brazos hacia los lados. Otros empezaron a mirar hacia arriba, señalando y gritando. No oía sus palabras.
De repente, lo entendí todo. Sin querer me había involucrado en un estúpido plan masculino.
Tenía que quitarme de allí. Era peligroso. Estaba arriesgando el plan. Esos tontos, Morelo y Tiberio, deberían habérmelo dicho. Pero, aunque lo hubieran hecho, a lo mejor habría subido a echar un vistazo igualmente. Me conocía muy bien y sabía que no les habría hecho caso. Ahora era demasiado tarde. Teníamos un problema.
En cuanto volví a pisar el umbral de la puerta, una mirada rápida a las cuerdas me lo aclaró todo. Las habían cortado de un tajo, presumiblemente con un hacha.
No debía estar allí. Tiberio me había traído de vuelta a la plaza de la Fuente por un motivo y debí haber seguido sus primeras instrucciones.
Le habían tendido una trampa a Andrónico. Y me habían utilizado de señuelo.