Extrañamente, incluso en un espacio reducido como aquél, apenas tenía miedo de estar a solas con él. Era más fácil tenerlo delante que sentirme amenazada por una presencia invisible. En cualquier caso, lo conocía. Incluso con un asesino, eso parecía cambiar las cosas. Habéis sido amigos, así que no te hará daño. Creerá que lo puedes ayudar. Una vez lo quisiste, así que no te puede matar. Entre todas las personas a las que amenaza, tú estarás a salvo.
—¡Oh, aquí estás! —exclamó.
Estaba apoyado con el codo encima de esas placas de mármol de forma irregular y color pastel que conforman el diseño loco de la mayoría de las barras de bar. Me estaba mirando como siempre: esos ojos grandes e inocentes, la frente arrugada, la luminosa mirada conspiratoria. Los últimos días podrían no haber existido. Volvía a ser juvenil y voluble, e interpretaba el papel del hombre que me había enamorado. Sólo que esta vez no hubo atracción.
Hablé con voz serena.
—¡Me sorprende verte aquí, Andrónico!
—¿Por qué? No he hecho nada malo.
Siempre estaría convencido de ello. Era la esencia de su locura, la enfermedad de su alma. No tenía remordimientos.
—Sabes lo que has hecho. Has matado a cinco personas, que sepamos. Viator, el chico, Salvidia, la anciana, la criada. ¿Hay más?
Se encogió de hombros. Parecía indiferente.
—¿Admites que mataste a esas personas?
—¿Por qué no? Ninguno de ellos es una gran pérdida. No llores. Esos fiambres se lo merecían.
—¿Hubo otros antes? ¿O empezaste al enterarte de los asesinatos con aguja en la reunión de los ediles? ¿Fue eso lo que te dio la idea?
Como no contestaba, insistí:
—Andrónico, ¿hubo otros?
Se encogió de hombros de nuevo.
—No, solo ésos.
Nunca sabría si decía la verdad.
—Entonces, ¿me lo estás confesando, Andrónico? ¿Cinco personas te ofendieron y por eso las mataste? Sabías que se estaban utilizando agujas envenenadas por toda Roma. ¿Pensaste que podías hacer algo parecido y ocultar de esta manera tus delitos?
—No he sido yo, sólo te estaba tomando el pelo.
—Sí que has sido tú.
—¿Y a ti qué te importa?
—¡Es que odio las injusticias! —le recriminé. Su falta de empatía me exasperaba: no había manera de razonar con él—. La vida de todas esas personas se acabó antes de tiempo y por motivos fútiles. Sólo porque eres un bastardo sin sentimientos, irresponsable y extremadamente insensible. Encantador en apariencia, pero en realidad deshonesto, arrogante y cruel en exceso.
Mi agitación lo desconcertó. Mi pérdida de compostura lo obligó a decir:
—Si eso es cierto, entonces te pido disculpas por todo ello.
Ya podía ver sus pensamientos, buscando excusas, inventando alguna nueva historia que colarme.
—He tenido una vida difícil, Albia. No tienes ni idea.
—Tonterías. Yo sí sé qué es una vida difícil. Nunca fuiste abandonado, privado de comida, golpeado y maltratado. ¿Qué sabes tú del aislamiento y la desesperación? ¿Frío glacial, insultos, miedo constante y miseria? Tú jamás tuviste que pasar por eso. Siempre tuviste un techo y comida, jamás te sentiste inseguro. Comparado conmigo, Andrónico, como liberto crecido en un hogar confortable y que ha tenido todas las oportunidades, fuiste jodidamente afortunado.
Nunca aceptaría mi comparación. Era totalmente egocéntrico.
* * *
Intentaba que no se diera cuenta de que estaba buscando a alguien que me ayudara. Creo que, por primera vez en la historia, nadie venía andando por ninguna de las dos calles en cuyo cruce se hallaba El Astrónomo. Si intentaba llamar la atención de Junilio y del vigil, Andrónico podía alcanzarme con facilidad antes de que entendieran qué quería. Nada en mi mesa podía convertirse en un arma satisfactoria.
—Estoy intentando comprender el motivo, Andrónico. ¿Por qué estás tan resentido e infeliz? Eres simpático y talentoso, haces bien tu trabajo y tienes un buen puesto en un templo prestigioso. —Me sobrevino un pensamiento—. Tengo la impresión de que tu vida se torció cuando Manlio Fausto se convirtió en edil. Tú y él ya habíais tenido un altercado a propósito del puesto de secretario que te había negado. Lo consideras un vago y un inútil, alguien favorecido por su tío y que tiene una buena posición simplemente por ser quién es. ¿No es así?
—Perspicaz, como siempre —contestó Andrónico, que lo convirtió en uno de los piropos que ahora odio—. Lo has clavado, querida Albia. ¿Por qué él? ¿El más respetado de toda Roma? Los ediles están entre los primeros cien empleados públicos. ¿Qué ha hecho él para merecerlo?
—¡Ganar votos y ser eficiente en su trabajo! Así funciona el sistema, ya lo sabes. Creo que lo que más te molesta es que se te resiste demasiado —le dije—. Te tiene calado. Nunca hará lo que tú quieres. ¿Las cosas terribles que hiciste a esas otras personas fueron causadas sólo por los celos que sientes hacia él?
Cuando le hacía una pregunta incómoda, simplemente no me contestaba.
* * *
Sin más recursos para pedir ayuda, me estaba quedando sin temas de conversación. No tenía ninguna gana de hablar con él: para mí era un esfuerzo concentrarme en una discusión con alguien cuya mente funcionaba de manera tan diferente a las demás. No osaba quitarle los ojos de encima. Sabía que era pesada.
—Tengo entendido que encontraste mi piso. Y antes, me quitaste el estuche de las agujas.
—Sólo un recuerdo de ti —declaró Andrónico, como si fuera un trofeo de una amante—. Puedo devolvértelo, si quieres.
Decidida a parar su juego, perdí la paciencia y le dije en tono brusco:
—No mientas. No puedes hacerlo. Ahora lo tiene Tiberio.
Vi cómo Andrónico estaba empezando a reajustar su historia, exactamente cómo me había dicho Tiberio.
—No pasa nada. Nos llevamos bien. Puedo pedírselo en cualquier momento.
—No te lo dará, lo necesita como prueba.
—¡A ti sí que te lo daría! —dijo Andrónico, sonriendo de una manera que me daba igual.
—¿Aún tienes mis agujas?
—A lo mejor no. ¿Quién sabe?
Sí las tenía. Con suerte, no habría tenido la oportunidad de recubrirlas con nada peligroso. Le dije con total normalidad:
—Bueno, te ofrecería algo de beber, pero ya sabes que tengo que vigilarte, por si decides saltar esta barra y clavarme una aguja envenenada.
Me lanzó una sonrisa muy, muy dulce.
—Ya usé la última. Para matar a la zorra.
Otra vez estaba mintiendo, porque sabía que había entrado en mi piso y había cogido la aguja del lazo después de cargarse a la zorra.
—Tuve que ayudarla, ¿no es así? Lo hice por ti, Albia.
—Ya lo sé.
A pesar de mi rabia, me quedé en silencio. ¿Qué sentido tenía decir que preferiría no tener semejante consideración de parte de un asesino? No lo había necesitado. Podía haber encontrado sola la manera de hacer lo que hacía falta. Cuando el zorro herido estaba en el rellano, podía haber sido más valiente, haberlo asfixiado con la escoba, haber llevado a cabo ese gesto humano.
—Sí, ésa fue tu única acción decente.
—¡Y sabes muy bien que fue horrible! Un trabajo inapropiado para mujeres —insistió Andrónico.
Eso me hizo reaccionar. Algunos creen que todo mi trabajo es inapropiado para mujeres. Odio esa actitud.
—Según tú, una mujer se debería limitar a someterse y admirar con respeto a los hombres. Cierra el pico y abre tu mente.
—Yo nunca te he tratado así, Albia.
—Lo que me hiciste fue peor. No me cazaste con un objetivo particular, como a Venusia, a la que sonsacaste información sobre Fausto y a la que dejaste sin ahorros. Yo te gustaba. Quiero creerlo. Querías ser mi amigo y lo querías de verdad. Sin embargo, me mentiste, me engañaste, me manipulaste y jugaste conmigo.
—¡Eres muy dura conmigo! —sonrió con descaro.
—Por lo menos no me robaste mis ahorros de toda la vida.
Fingió desconcierto. Y luego dijo algo que me dejó sin palabras:
—¿Me estás diciendo que lo nuestro se ha acabado?
—Claro que sí. Sé realista. Nuestra supuesta amistad murió en el momento mismo en el que descubrí tu verdadera naturaleza.
Andrónico frunció el ceño, lleno de celos.
—¿Entonces hay otro?
Nunca cambiaría. La culpa no podía ser suya. Nunca aceptaría que había quedado mal, que se había condenado a los ojos de una mujer astuta. Iría por la vida —por lo que quedaba de ella—, siempre culpando a los demás. Cuando acusaba a alguien con demasiada furia, luego lo eliminaba. Planeaba su destrucción, preparaba en secreto su arma, acechaba, lo atacaba, luego disfrutaba de su muerte, como si de alguna manera hubiera asumido una responsabilidad, no la de vengar sus propios desaires imaginarios, sino la de limpiar la sociedad.
Por rechazarlo, me mataría también a mí, si pudiera.
* * *
De repente, ocurrieron dos cosas.
Junilio hizo aparición llevando una enorme olla de cerámica, llena de los horribles garbanzos que El Astrónomo ofrecía todos los días.
Dos hombres que conocíamos estaban viniendo hacia la caupona: Morelo y Tiberio.