Sólo mucho más tarde, después de que me acompañasen a mi casa y me derrumbara en la cama, se me ocurrió pensar en lo raros que debíamos de parecer allí, en el Clivus Publicius, y en la suerte que habíamos tenido, después de todo. Tiberio no sólo tenía tos con expectoraciones, sino la cara magullada y cortada, como si hubiera participado en un encuentro profesional de boxeo. Mi tráquea estaba tan dolorida que apenas podía respirar y, de tanto correr, el sudor se me había metido en los ojos y se me había corrido el maquillaje. Él había perdido su manto al principio de la acción; yo nunca había tenido uno. Debimos de parecer incoherentes y agitados hasta a los pretorianos, que están acostumbrados a toparse con todo tipo de malos personajes que les ofrecen todo tipo de excusas baratas.
Gracias a su misteriosa influencia, Tiberio nos había salvado. Nos encontramos con unos vigiles. Me subieron a una silla y me escoltaron hasta la plaza de la Fuente. Un guardia se apostó en la calle. Mi cerebro estaba lleno de imágenes locas de la noche. No obstante, debí de quedarme profundamente dormida.
* * *
Al día siguiente me desperté sabiendo que no teníamos ningún plan. La situación parecía imposible. El día anterior, las mujeres del culto nos habían proporcionado un punto donde concentrar nuestra caza, pero aquel día los ritos tendrían todos lugar en el Circo Máximo. Aunque nuestra presa decidiera ir, en medio de doscientas mil personas, sería invisible. Desde luego, no cometería la estupidez de atacar durante las ceremonias. Por lo demás, Andrónico nos había demostrado que no temía a los vigiles, y con razón. Era ingenioso incluso sin recursos. Si pasara desapercibido en la ciudad, podría evitar la detención indefinidamente. Incluso podría huir de Roma. Teníamos que sacarlo de su escondrijo de alguna manera, y de forma rápida. Mientras intentaba levantarme, lavarme y ponerme ropa para un día normal, no se me ocurrió ninguna idea de cómo hacerlo.
Me fui a El Astrónomo. Tras sentarme muy tiesa en una de las mesas del interior, pedí a Junilio unos panecillos y mulsum caliente. Por su cuenta, me trajo los restos del plato principal de carne fría. En un plato grande, juntó lo que quedaba de varios cuencos de aceitunas con las últimas lonchas de salchicha de Lucania y unos trocitos de jamón ahumado, y con todo ello preparó comidas para llevar y tentempiés que colocó en la barra. Mi guardaespaldas se quedó de pie, tomando algo básico. Mientras comía de manera automática, caí en un estado de ensoñación.
Era un día cálido, con brisa, pero no fría. Era media mañana, ya que había dormido hasta tarde. Ningún otro cliente.
La vida parecía horrible. Ninguna esperanza, ninguna solución, ningún sentido.
Sin darme cuenta, Junilio se había metido en la cocina llevándose los platos para lavarlos. En cualquier caupona ésa era la rutina diaria. Se quedaría allí un buen rato, preparando las cosas para el ajetreo del mediodía. El vigil debió de salir al baño y después, siendo un hombre que no se podía quedar callado, empezó a hablar con o, por lo menos, a Junilio. Conmigo no estaba disfrutando ni mucho menos. Lo oía parlotear de las carreras u otro tedioso tema, con ocasionales gruñidos o frases breves de parte de mi primo, en medio de los sonidos de cortar y servir inherentes a la preparación de la comida. No podía verlos. Estaba sola. En mi calidad de pariente, me encargaría del bar en el caso de que entraran clientes y, además, estaba acostumbrada a servirme si quería algo, así que mi primo no se molestaría en asomarse para echar un vistazo. Junilio y el otro hombre estaban fuera de mi vista y separados de mí por unos cuantos pasos, cuando alguien se apoyó en una de las barras que daba a la calle, a poca distancia de mí.
Era Andrónico.