LII

Cuando conseguí alcanzarlos, vi a Tiberio mirando ansioso hacia atrás desde la cuadriga, como si hubiera vislumbrado a nuestra presa o algún otro riesgo. El vehículo dio una sacudida y se paró de repente. El actor que hacía el papel de Baubo seguía intentando ganarse el sueldo. Ahora estaban representando una escena tradicional en la que la vieja bruja se quejaba como si tuviera dolores de parto —ayudada por la muchedumbre que coreaba «¡Empuja!»—, y después levantaba sus faldas y descubría sus partes íntimas (¿era eso lo que le había parecido tan divertido a Ceres? Debía de tener la risa fácil). Entonces, Baubo paría un hijo para Ceres que esa noche, para obtener un efecto aún más cómico, era representado por un cochinillo envuelto en paños. El diálogo era igual de refinado que la representación. Laia Gratiana parecía apenada, pero fue incitada a sonreír por los ruidosos espectadores que no sabían que era demasiado altiva.

Yo tenía preocupaciones más serias. La multitud había aumentado y ahora incluía a un chico que reconocí horrorizada. Se había subido a la columna de un soportal para ver mejor y estaba colgando de ella, sujetándose con un solo brazo. Por lo menos así lo había visto. Póstumo estaba allí, mirando con los ojos como platos y con toda su solemne y curiosa inteligencia. Estaba absorbiendo con mucho cuidado cada detalle y cada obscenidad. Queridos dioses, mi hermano tenía una tableta encerada y un estilo: haciendo caso omiso a su peligrosa posición, se estaba apuntando los chistes. Baubo se había dado cuenta y estaba furioso por el incumplimiento de los derechos de autor.

Alguien más vio eso. Póstumo no había visto a Andrónico, pero Andrónico lo miraba con fijeza. De repente, vi como el archivista empezaba a moverse en dirección a mi hermano.

Estaba demasiado lejos. Intenté gritar, pero había mucho ruido. Empecé a empujar a la muchedumbre, asaltada por olores y manos que me agarraban, y utilizando mi antorcha para abrirme camino. Había poco sitio para blandirla, pero golpeé algunos pies y costillas mientras pasaba.

Vi una mano que agarraba a Póstumo desde abajo. Muerta de miedo, me subí de un salto a una enorme maceta fuera de una tienda y vi que era Tiberio, con Morelo justo detrás de él. Póstumo fue bajado mientras se retorcía furioso, porque había perdido su tableta de apuntes. Sentí alivio cuando vi a mi hermano pasar de mano en mano, como una víctima salvada de un edificio en llamas, en la clásica maniobra de los vigiles. En algún momento, al final de esa fila, Póstumo recibiría una reprimenda. Si Morelo hubiera dicho a sus hombres quién era Póstumo, lo habrían escoltado hasta su casa, con la esperanza de obtener una recompensa de nuestros agradecidos padres. Si padre hubiera estado ordenando su bodega, incluso habrían podido recibir un trago de vino.

Andrónico se había esfumado de nuevo. Empecé a empujar por aquí y por allá, buscándolo. Oí a Morelo gritar a algunos de sus hombres: «¡Seguid buscando al rojo!», y conseguí llegar hasta Tiberio y Morelo. Unos gestos frenéticos indicaban dónde podía estar Andrónico, así que nos abrimos paso en esa dirección. Debió de saltar en medio de la parafernalia que había en la acera delante de una tienda, dando una patada a un enorme tarro lleno de grasa para lámparas. Eso apestaba y, a medida que se desparramaba por la calle, los adoquines se hacían resbaladizos. Ahora la gente también estaba lanzando frutos secos con la intención de hacer daño a otros con esos pequeños y duros misiles.

La cuadriga se hundió y después volvió a ponerse en marcha, ayudada una vez más por la gente. Ahora retomaron el grito de «¡Empuja!» del episodio anterior de Baubo, como si el momento penoso del vehículo hubiera ensombrecido el parto. Era una multitud más grande, empujaba más fuerte y cuando, de repente, el pesado vehículo salió disparado hacia delante, como un bebé que se escurre de las manos de su madre, uno de los hombres disfrazados de serpiente resbaló en la grasa y perdió el equilibrio. Se cayó y gritó de dolor mientras una rueda le pasaba por encima. La cuadriga dio un bandazo de manera espectacular y su eje se rompió.

Laia y Marcia salieron volando. Las amazonas corrieron a proteger a Laia, mientras que Morelo se acercó, agarró a Marcia y la arrastró hasta el portal de un bloque de apartamentos. Más cerca de mí, Tiberio por fin se dirigió hacia Andrónico. Me precipité, pisando o dando codazos a todos los que encontraba en mi camino. Justo cuando Tiberio lo estaba alcanzando, la bota del mensajero resbaló encima de unos frutos secos. Estaba corriendo tan rápido que no pudo pararse y se derrumbó cuan largo era encima de los adoquines. Andrónico le cayó encima, dándole puñetazos sin parar con toda la extensión del brazo. El jadeante mensajero apenas se podía defender. Aún tenía la antorcha, así que corrí directa a él, blandiéndola como un arma en amplios arcos.

—¡Andrónico! ¿Por qué no te enfrentas a una mujer?

Se fue hacia atrás, lejos de la llama, manteniendo los pies en su sitio. Estaba furiosa y quería que lo supiera. Acicalada en los baños de Prisca y con mi atuendo, debí de ser una imagen impactante. Parecía desconcertado.

Enarbolaba la antorcha, y de verdad tenía intención de quemarlo. Lo habría matado si hubiera podido. Tiberio me paró. Aún en el suelo, me agarró del tobillo y negó con la cabeza. Me liberé de su presa, pero para entonces Andrónico había retrocedido, había maldecido, se había girado y había desaparecido entre la gente.

Tiberio se puso de pie con dificultad.

—Déjelo, ya lo cogeremos…

Estaba malherido y tenía un corte cerca del ojo que necesitaba que lo limpiasen. Verifiqué que Andrónico había desaparecido. Arrastré a Tiberio fuera de la muchedumbre y nos refugiamos en el portal donde Morelo había empujado a Marcia Balbila: un rancio hueco de escalera que conducía al típico bloque de viviendas múltiples y que apestaba a humedad, abandono y orina sin recoger en un enorme contenedor.

—¡Cerbero!

—¡Y con cascabeles en la cola!

Retrocedimos con rapidez. Morelo y Marcia aún estaban allí, atareados, y no exactamente con una discusión sobre el control del orden público. Pensé que tendría que rescatarla, pero luego me di cuenta de que era ella la que hacía la mayor parte del trabajo. Morelo se limitaba a reclinarse en una barandilla, con los ojos cerrados y pensando que era su día afortunado. Menos mal que había tenido el sano juicio de ponerse a un lado el hacha, porque si no se habría destripado a sí mismo en plena acción. Les dejé la antorcha, por si necesitaban más luz.

Ya se acabó la abstinencia del festival.

* * *

Fuera, Tiberio y yo encontramos sitio cerca de un muro donde nos pudimos apoyar. Se limpió una parte de la sangre con el brazo. Dejamos que nuestra respiración se sosegara. Le di un pañuelo que tenía doblado en mi bolsito y se lo puso en el corte del ojo.

Estuvimos mirando cómo se despejaba la calle poco a poco. La cuadriga destrozada fue remolcada por algunos vigiles. Laia Gratiana debió de ser rescatada y acompañada a su casa. Hasta las mujeres del culto habían dado por terminada la tarde.

Zoé y Cloe estaban cuidando de los dos hombres disfrazados de serpiente: vimos que se iban juntos a un bar. El que había sido atropellado tuvo que apoyarse en ambas mujeres, pero, a pesar de alguna posible costilla rota, estaba claramente preparado para cualquier cosa que le pudiera deparar la noche. Ambos hombres tenían la inocente seriedad de los tipos que se creen que han encontrado a un par de candidatas propicias. Zoé y Cloe los iban a desplumar a bebidas. Bueno, es lo que suponía. ¿Quién sabe?

—¡Curioso cuarteto! —sonrió Tiberio.

—¡Una espantosa oportunidad para malentendidos! ¿Y qué me dice de los otros dos, Morelo y Marcia? —dije pensativa.

El mensajero y yo nos miramos. No pudimos evitarlo: nos doblamos y reímos hasta quedarnos otra vez sin aliento.

* * *

Alguien nos estaba mirando.

Fui yo quien percibió la mirada acusadora. Fui yo quien lo vio primero. Se suponía que teníamos que estar persiguiéndolo, pero ¿cuánto tiempo llevaba observándonos? No podía saber el motivo de la histérica hilaridad que nos hacía agarrarnos los estómagos y reírnos hasta llorar. Me estaba mirando como un hombre que acababa de encontrar a su nueva novia en la cama con su abuelo.

Se había quedado inmóvil delante de una tienda cerrada. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, sacudió la cabeza con desprecio y se alejó de nosotros. Me fui corriendo detrás de él, sin darle explicaciones a Tiberio, aunque él ya estaba siguiéndome tan de cerca que podría haberme pisado el borde del vestido y haberme hecho caer.

Estábamos cerca del enorme Templo de Juno Regina, la Juno exótica del Aventino, traída de Veyes cuando Roma había conquistado a los etruscos, no la magnífica versión griega que vivía en el Capitolio. Andrónico corrió bordeando el edificio y luego pasó delante de la fachada del pequeño Templo de la Libertad, supuestamente la biblioteca más antigua de Roma y el lugar donde liberan a los esclavos. Nunca había demasiada gente por allí. Zigzagueó a través de unos grupitos de personas, probablemente sin darse cuenta de que, en todos los sitios donde las linternas arrojaban suficiente luz, su luminosa cabeza castaña revelaba su presencia. Tal vez lo sabía y le daba igual. Disfrutaba de la persecución, porque se sentía invencible. Esa noche, nadie todavía había conseguido atraparlo. ¿Por qué debería temer que lo capturasen?

Se movía más rápido de lo que daba a entender su trote relajado. Nosotros no avanzábamos. Llegó a la calle larga que lo llevaría a los templos de Minerva y Diana. Ahora empezó a dar saltos, a pararse de golpe por culpa de las mercancías apiladas frente a las tiendas y a darles patadas, así que nuestro progreso fue entorpecido por los dueños furiosos que salían corriendo a colocarlas en su sitio. Jarras rodantes y cubos esparcidos se interponían en nuestro camino. Tenderos enfadados nos tiraban de las túnicas, gesticulando en diferentes idiomas extranjeros y pidiendo justicia, mientras nos separábamos de ellos y nos íbamos corriendo.

Se metió en las calles traseras. Huyó por callejones recubiertos de estiércol que estaban llenos de montañas de basura de hacía años. Esquivaba fuentes donde holgazaneaban borrachos harapientos. Desaparecía en portales oscuros y estrechos que podían no tener salida. Las putas a las que había empujado volvían a concentrarse, listas para insultarnos mientras corríamos tras él. Los perros a los que había molestado se desperezaban y consideraban la posibilidad de arrancarnos algún trozo a mordiscos. Tuvimos suerte, porque estaban demasiado ocupados meando para molestarse. Al tropezarme con unos desechos, Tiberio me agarró de la mano. Cuando él resbaló sobre un tramo de cieno, erguido como un patinador en algún paraje congelado del norte, yo lo sujeté.

Andrónico cruzó la calle del Laurel Mayor. Los carros de reparto estaban todos por ahí, ahora que los actos del festival se habían acabado. Nos confundió por un momento, serpenteando entre ellos. Luego se metió en una calle lateral y se fue corriendo, pasando por bares y talleres, y tirando al suelo un puesto de verduras del que salieron torrentes de coles que nos dificultaron el paso.

Salió lanzado hacia el Clivus Publicius, muy por delante de nosotros. Lo perdimos de vista. De repente lo vimos otra vez, ahora encima de una mula asustada que había desenganchado de un carro desatendido. Cabalgaba la bestia aterrada, bajando a toda prisa por el monte y alejándose de nosotros, mientras profería improperios, con la cara radiante de felicidad y una mano hacia arriba, como si estuviera sujetando un estandarte triunfal. Irónicamente, estábamos sólo a pocos pasos del sitio donde el carro había matado a Lucio Basso.

Él sabía que estaba fuera de peligro. Justo cuando estábamos recobrando las fuerzas para seguir, una macabra tropa de la guardia pretoriana pasó de largo. Los brutos altos y togados eran inconfundibles, con botas de soldado que sobresalían de sus túnicas y las espadas debajo de su ropa. Nunca llevan la armadura completa dentro de la ciudad, pero tampoco la necesitan. Probablemente los habían enviado a ejecutar a algún filósofo al que Domiciano se había opuesto por hacer campaña para un mundo mejor, pero nosotros seríamos el aperitivo, justo para ponerlos a tono antes de llevar a cabo su sangriento cometido.

Incapaces de detenernos a tiempo y en la ausencia de pilares detrás de los que escondernos, chocamos contra ese noble escuadrón de la muerte. Los hombretones aburridos se enfurruñaron enseguida por nuestra culpa. La gente jadeante que corre debe de estar huyendo de un delito. La gente que da explicaciones poco convincentes debería pasar un tiempo en una celda para corregir su versión, con la ayuda de una dieta de hambre salpicada de risitas del torturador. Y en cuanto a las mujeres en la calle que llevan vestidos velados, necesitan una buena inspección y aquéllos eran los héroes que se encargarían de ello, uno detrás del otro o varios a la vez, en el caso de que no hubiera tiempo para hacer cola. Si Tiberio pusiera objeciones a mi tratamiento, recibiría una atención similar. En el Campo Pretoriano había un listado de indemnizaciones donde la gente que tenía quejas de malos tratos solía descubrir que no sólo no iba a recibir una recompensa, sino que tendría que pagar por esos viejos mitos militares que eran «insultar a un oficial romano» y «uniformes dañados».

Estábamos metidos en un lío. Supuse que los razonamientos rápidos me tocarían a mí, pero mi cansado cerebro se negaba a colaborar. Por lo tanto, me sorprendí cuando Tiberio se enderezó, apartó al centurión —una bestia lenta y tiñosa—, le dijo pocas palabras, le enseñó su sello y me hizo una seña para que me acercara y me quedara a salvo a su lado. Me estaban enseñando nuevas palabras groseras y me sobaban en exceso. Uno de los hombres tenía un brillante truco: era capaz de quitar la ropa a las mujeres sin que ellas se dieran cuenta de lo que iba a hacer.

Tintinearon monedas. El centurión dijo con remilgo:

—¡Que tenga entonces una buena noche, señor! —Me miró como si diera por sentado que yo era alguna pieza desaliñada por la que Tiberio había pagado por horas en un salón de belleza.

Ninguno de nosotros tenía fuerzas para ponerlo en su sitio. Estaba demasiado preocupada por mi atuendo. Tenía que recuperar del desagüe uno de los broches que había sujetado mi vestido en el hombro.

Los guardias se fueron a hacer su importante trabajo para el emperador. Nos dejaron tirados en la oscura acera, como dos sacos entregados en el sitio equivocado.