LI

«Salve, diosa, preserva esta ciudad en la armonía y en la prosperidad. Tráenos todos los productos de la tierra, alimenta a nuestro ganado y a nuestros rebaños, obséquianos con las espigas, regálanos la cosecha. ¡Haz que haya paz, para que el que siembre pueda también recolectar! Sé clemente, tú, tres veces rogada, suprema entre las diosas».

Laia Gratiana se lo estaba pasando de maravilla envuelta por el humo del altar. Esa noche era la Ceres rubia. Tras unos solemnes conjuros en el templo, se había subido a una enorme cuadriga, fingiendo sacudir las riendas. Marcia Balbila estaba detrás de ella, relegada al papel de portadora de la antorcha. Mientras Laia se inclinaba hacia delante, chillando de manera acelerada, dos hombres dentro de unos grandes y enroscados disfraces de serpiente arrastraban el vehículo. Era una cosa enorme y pesada, e iba a toda velocidad. Las amigables serpientes tiraban del vehículo gracias a unas cuerdas ocultas, atadas a las ruedas.

Su tarea era conducirlo por el Aventino, parando en cada cruce, para que las celebrantes pudieran gritar fuerte en todas las direcciones. Al día siguiente, Proserpina volvería con su madre desde el inframundo de Plutón, con su granada a medio comer, y esta vez la representación sería mucho más tranquila. Aquella noche, mientras iba en busca de su niña, Ceres dejaba morir los cultivos en invierno.

Cada mujer del culto agarraba una larga antorcha en llamas con la que corría de un lado para otro, quejándose. Se habían hecho vestidos clásicos, con diferentes grados de éxito: la mayoría conseguía hacer un peplo, con la parte de arriba doblada y sujeta con broches en los hombros, mientras que las osadas dejaban los lados abiertos. Por suerte para el pudor, los vestidos griegos son voluminosos, así que, si se hacían de la manera correcta, los pliegues impedían que se asomaran los pechos. Los hombres en las barras de los bares esperaban lo contrario. Algunas mujeres querían ser tan auténticas que se dejaban el pelo suelto e iban descalzas en señal de duelo ritual, pero cualquiera que hubiese caminado antes por las calles del Aventino sabría que por lo menos tenía que llevar sandalias. La mayoría de las mujeres poseían un par de ellas que tenían un conveniente aspecto griego. Nunca sabes si tendrás que ponerte a galopar por el barrio en nombre de la antigua religión, ¿verdad?

Ninguna de las mujeres habría consultado un mapa de antemano. En el laberinto de callejones estrechos y sin nombre, eran propensas a separarse y perderse, con consecuencias funestas. Morelo había colocado vigiles, preparados para devolverlas a la manada como auténticos perros pastores.

Hice un último intento de evitar el fiasco.

—¡Es demasiado arriesgado! ¿No puede, sólo por una vez, renunciar a la representación?

—Es importante —afirmó Tiberio—. Ceres nos sacó de nuestra condición bárbara, educó a la humanidad, nos entregó la civilización. El objetivo es volver a aprender nuestra historia. De este modo, podríamos vivir felices y morir con una mayor esperanza.

Me reí.

—¡Alguien ha estado documentándose! Está defendiendo a su edil.

—No sea sarcástica, Albia. Tiene que gestionar los Juegos con cuidado y reverencia, reverencia a los dioses a través de actos de adoración. La intención es obtener favores por intercesión, hacer que Ceres sea benévola con Roma para garantizar una buena cosecha para la prosperidad de la ciudad.

—¡Buena suerte! —me reí entre dientes.

* * *

Tiberio, con el ceño fruncido, marchaba detrás de la cuadriga; yo, sin el ceño fruncido, caminaba a su lado. Zoé y Cloe se pusieron a los dos lados del carro. Los hombres dentro de los escamosos disfraces de serpiente vigilaban el frente. Laia y Marcia tenían una cierta protección por el mero hecho de que la plataforma de la cuadriga estaba en alto. Otros miembros del culto fluían alrededor, yendo a donde les llevaba su humor. Tenían el aire temerario de las mujeres achispadas, pero me sorprendió lo mucho que se controlaban. Tiberio se dignó sonreír y dijo que las princesas plebeyas conocen sus límites a la hora de beber.

En las carreteras accidentadas, la cuadriga era difícil de manejar. Tenía un fallo en el eje que hacía que se inclinara hacia un lado, otro factor que ralentizaba la marcha. Los hombres que la llevaban también se tenían que inclinar para forzarla a ir en línea recta. Si uno de ellos hacía mal los cálculos, sus altas cabezas de serpiente se chocaban sin querer. Las bestias carnavalescas estaban empezando a parecer harapientas y torcidas. Una había perdido su roja lengua bífida.

Dábamos vueltas por el Aventino, haciendo paradas frecuentes. En cada una de ellas, las mujeres chillaban llenas de ánimo. Al final la procesión se detuvo en una intersección particularmente maloliente donde ya se había reunido una muchedumbre expectante. Un hombre que fingía ser una anciana coja abordó a Ceres con un torrente de bromas asquerosas e insultos. Era parte del ritual: representaba a una antigua sirviente, Baubo, hija de Pan y Eco, la única persona que había conseguido hacer sonreír a la deprimida Ceres durante su búsqueda.

Tiberio se apoyó en una barra y pidió bebidas.

—Tenemos para rato… No sabe, Albia, qué esfuerzo supone contratar a una persona para el papel del insultador. Hasta teníamos una cláusula en el contrato que enumeraba los términos aceptables y cuántas veces está autorizado a usar los peores improperios. Fausto tuvo que quedarse horas y horas escuchando a actores que le contaban chistes vulgares.

—Gestionando los ritos con cuidado y reverencia —le recordé toda seria—. Supongo que si quiere que sea un año memorable, necesitará hacerlo increíblemente obsceno. ¿Es usted el encargado de revisar el escabroso guión? Si hubiese traído mi tableta de apuntes, habría podido hacer el recuento de los «joder» por usted.

—Flavia Albia, pórtese de manera más recatada.

—Como me dijo usted una vez, no soy una jovencita agradable.

—Lo es cuando quiere. Limítese a ser natural, ¿quiere?

—¡Aguafiestas! —murmuré, aunque no lo pensaba de verdad.

Me sentí como un perro castigado, pero con ninguna intención de someterme. Si fuera un perro, sería un terrier de la Britania, obstinado y de temperamento fuerte. A lo mejor Tiberio no los conocía, pero nunca pueden ser dominados. Deciden solos a quién respetar y, una vez escogida la persona, le demuestran una lealtad terca e inquebrantable. Gracias a los dioses, Tiberio y yo nunca tendríamos una relación de ese tipo.

* * *

Dejó su bebida. ¿Qué hombre hace eso?

También me abandonó a mí y tardé un buen rato en descubrir el porqué. La muchedumbre se hacía cada vez más numerosa en aquella intersección, porque los que conocían la escena de Baubo habían acudido adrede. El actor que hacía el papel de la vieja y maleducada bruja se había subido a la rueda de la cuadriga para evitar ser arrastrado fuera del alcance del oído de la diosa por la multitud de fiesteros, mientras que Laia casi seguro que podía oír muy poco de la alcahuetería con esas orejas en forma de concha de las que colgaban, me di cuenta, unos pendientes caros en extremo. Ella y Marcia estaban empezando a preocuparse por la enorme cantidad de gente que había rodeado su vehículo, pero divisé un grupo de hombres —evidentemente los vigiles— que se había puesto de espaldas a ellas y empujaba hacia atrás a los curiosos.

Estaban tan concentrados en controlar a la muchedumbre que no se habían percatado de un peligro mayor: intentando subir como un cangrejo a la rueda opuesta a la de Baubo, había alguien con una cabeza caoba que me era familiar. Tiberio debió de verlo y se estaba abriendo paso de la mejor manera posible a través de la animada aglomeración de espectadores. Nunca llegaría. No tenía sentido intentar seguirlo, así que escalé la barra del bar de manera muy poco elegante y me puse de pie. Empecé a chocar dos jarras de metal encima de mi cabeza y chillé con todas mis fuerzas para alertar a las guardaespaldas amazonas.

Cloe era la que más cerca estaba. Siendo la más masculina de la pareja, era bajita, ancha e intrépida. Cloe se lanzó encima de Andrónico. Él se agarró a la cuadriga. Ella se le pegó. La decorada cuadriga de Ceres empezó a moverse de manera tan violenta que las dos mujeres que estaban dentro empezaron a chillar y se asomaron por encima de la carrocería dorada. Todo el mérito fue de Marcia Balbila: agarró bien su larga antorcha ritual y aporreó a Andrónico con el extremo inferior, como una lavandera con un batidor de madera. Creo que apuntaba a su cara, lo cual habría sido perfecto, pero sólo le golpeó el hombro. Hizo que se desprendiera: se cayó al suelo, con Cloe encima de él, aplastándolo. Marcia perdió el valor y empezó a chillar como una histérica. Laia demostró su valentía y la hizo parar con un bofetón, pero le dio tan fuerte que temí que le hubiera roto algún diente. Perdió el equilibrio y se cayó detrás de la cuadriga.

Tiberio había alcanzado el vehículo. Hizo señas furiosas a los dos porteadores disfrazados de serpiente. Oí que les gritaba: «¡Vamos! ¡Vamos!». Empezaron a tirar. La cuadriga se tambaleó hacia delante unos pasos.

Apareció Zoé y se encontró a Cloe haciendo una llave de cabeza a Andrónico, mientras con la otra mano tiraba a Marcia Balbila a sus pies, llena de admiración por su proeza con la antorcha. Marcia dio un traspiés, como si estuviera borracha, y se cayó encima de Cloe. Zoé se lo tomó a mal. Siempre peleona, maldijo y se abalanzó sobre Cloe, que tuvo la agilidad de empujar a Marcia fuera de su camino. Mientras se peleaban con sus espadas de madera, para el deleite histérico de la muchedumbre, Andrónico se liberó.

Huyó y yo intenté gritar a la gente que lo detuviera. Era inútil. Aquello era el Aventino. Siempre que gritas «¡Al ladrón!», la gente se mete instintivamente en tu camino para impedirte pillar al culpable, mientras éste se escapa muerto de risa.

Me bajaron de la barra unos hombres entusiastas a los que les gustaba ver a una mujer con un vestido semitransparente bailar subida allí encima. Estaban demasiado extasiados para que me preocupase seriamente. Me liberé de sus garras y me abrí camino, a través de la gente encantada, hacia el lugar de la acción.

Vi a Tiberio subirse de un salto a la parte trasera de la cuadriga, mientras la oleada de gente avanzaba y ayudaba a empujarla. Tuvieron tanto éxito que salió disparada, traqueteando a la mayor velocidad que había tenido esa noche. Todos se arremolinaron alrededor de ella, excepto yo. Me dejaron sola, en una calle ya oscura y desierta, con la antorcha de Marcia Balbila que estaba a punto de apagarse. La recogí del suelo y la hice girar hasta que la llama se avivó. Sujetándola en alto, seguí con paso firme a los demás, guiándome por una sombra que había divisado: alguien que iba detrás del convoy, acechando con discreción, para que nadie se percatara de su presencia. Sabía que era Andrónico.

Lo perdí de vista. Debió de mezclarse con la multitud.