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Probablemente sería un fracaso. ¿Poner a una mujer como señuelo para un hombre que ya había enviado demasiados cuerpos prematuramente a la pira? Un desastre anunciado.

Pasé el resto del día en mi casa, se suponía que descansando. Mi escolta de vigiles me había llevado de vuelta a la plaza de la Fuente después de que el atontado me alcanzara. Más tarde me entregó a los baños de Prisca. Me encantaban las amenidades, pero mi objetivo real era hacer una propuesta a dos personas que creía que podían ayudarnos.

Zoé y Cloe, las mujeres que querían ser gladiadoras, se quedaron desconcertadas por la historia que les conté. Les dije la verdad acerca de Andrónico y del peligro que suponía, porque quería ser justa. Les expliqué que iba a por mí y también a por una de las mujeres del culto que estaría brincando por el Aventino esa noche. Había sabido por Tiberio que, para sentirse más tranquila, Laia había decidido ir con su amiga, Marcia Balbila. Y yo quería que tuvieran guardaespaldas.

—Hay dos. Estarán en la cuadriga, porque la sacerdotisa mayor ya es demasiado anciana. Así que siempre sabremos dónde estarán esas dos, aunque todas las demás corran por ahí como ovejas descarriadas. Es una noche sólo de mujeres, naturalmente, así que no podemos llenar las calles de tropas: estaría fuera de lugar. Pero nadie objetaría si los blancos tuvieran dos amazonas armadas.

—Esa cuadriga… —dijo Cloe, la más ingeniosa de las dos—. La he visto otros años. Está tirada por enormes serpientes, ¿no es así? ¿No nos podemos disfrazar de serpiente?

—No. Unos hombres muy fuertes se esconderán dentro de esos disfraces. Podrán arrastrar la cuadriga y ayudar en el caso de que el asesino fuera lo bastante estúpido para acercarse. Si lo hace, necesitamos que seáis rápidas. Recordad, hay que mantenerlo a distancia, no dejéis que os clave una aguja envenenada. O a las mujeres del culto que estarán acurrucadas en la cuadriga —me sentí obligada a añadir, ya que no tenía nada en contra de Marcia Balbila.

A Zoé todo eso le pareció muy sospechoso.

—¿Esas mujeres son lesbianas?

—¡Claro que no! Una está casada. La otra lo estuvo hace tiempo.

—Podría ser una tapadera.

—De verdad, no lo creo, Zoé. Marcia Balbila también tiene hijos, creo. —No podía creer que estuviera teniendo esta conversación con dos fortachonas que llevaban corazas y espadas—. Mira, de todas formas, la hermandad entre mujeres no es nada del otro mundo… ¿Y qué pasa contigo y Cloe?

Zoé se escandalizó.

—Sólo somos buenas amigas.

«Muy buenas», pensé.

—Lo mismo pasa con Laia y Marcia. Y si estuviera equivocada, no os asaltarían, son fieles la una a la otra.

—No queremos ser vistas en compañía de lesbianas. Tenemos que pensar en nuestra reputación.

—¡Eso no os preocupó cuando os dio por ser gladiadoras!

Arrastré a las quisquillosas amazonas hasta la casa de Marcia, donde las mujeres del culto se estaban preparando.

Se estaban poniendo sus vestidos griegos blancos y las falsas coronas de espigas, todas agitadas como si tuvieran que ir a un matrimonio. Como había insinuado el mensajero, las devotas damas hacían uso de unos grandes cuencos de plata, llenos de algún líquido que saturaba el aire de un olor aromático muy fuerte. Y creedme, no era ni tomillo ni romero.

Allí, para mi gran sorpresa, tuve la misma conversación con las dos respetables matronas que ya había tenido con Zoé y Cloe.

—No estén demasiado pegadas la una a la otra —las advertí con malicia—. No querrán que las amazonas se hagan una idea equivocada, ¿verdad? A mí, personalmente, me da igual lo que hace la gente, pero ellas tienen una mentalidad cerrada. ¡Nada de toqueteos!

Balbila y Gratiana parecían molestas, pero al salir oí como les entraba un ataque de risas nerviosas.

* * *

Llegué al templo con una silla de manos alquilada, para tener la reunión que había fijado con Tiberio.

El Templo de Ceres estaba lleno de gente esa noche, pero, en cuanto llegué, se separó de un grupo de hombres y se acercó. Se había afeitado de nuevo y estaba vestido de blanco, pero llevaba un manto negro. Para cumplir la ley, tenía que ir desarmado. Yo en su lugar la habría incumplido, pero, en su calidad de hombre del edil, supuse que no tenía elección.

Yo también iba de blanco. Sólo tenía un vestido blanco de verdad, pero resulta que estaba hecho con un delicado material velado. Por suerte, era lo bastante largo para cubrir mis gruesos botines, unos accesorios inapropiados que llevaban gasas con hilos de plata entretejidos, pero eran excelentes para dar patadas. Al no tener una corona de espigas, me había trenzado en el pelo una gargantilla de oro: me la habían colocado de manera profesional en los baños de Prisca y, ya que había tenido tiempo que perder, una chica me había maquillado y arreglado las cejas.

Mi aspecto acicalado dejó a Tiberio boquiabierto.

—¡Veo que tiene intención de destacar!

—Déme una antorcha y seré igual que las demás.

—Ninguna de ellas cree necesario ir con ropa transparente.

Tenía una gruesa túnica interior —aunque un poco corta, porque me había quedado sin largas— que convertía el vaporoso vestido en decente.

—¡Oh, cierre el pico! No tengo catorce años y usted no es mi madre.

Dejé que el mojigato siguiera mirándome. Habíamos ideado el plan de la ropa blanca para que pudiera perderme entre las mujeres del culto.

Su desaprobación me estaba poniendo de mal humor. Ya que pasaba la mayor parte de mi vida desaliñada por motivos de trabajo, de vez en cuando me gustaba lucir maquillaje y joyas. Admito que madre habría dicho que cuatro gargantillas eran demasiadas, pero ya era tarde: mi pulcro bolsito estaba lleno con dinero para emergencias y una pequeña pero letal arma que podía hacer pasar por un cuchillo para la fruta, en el caso de que alguien preguntara.

Toda mujer debería llevar su propio cuchillito de caza decorativo. Nunca sabes cuándo lo puedes necesitar.