Tiberio se quedó de pie, con los pulgares colgados del cinturón, como asegurándose de que Laia hubiera abandonado el sitio. Cuando se giró y me vio, su cara pareció iluminarse. Yo estaba raspando con inocencia el musgo de la fuente en forma de concha. Dejé caer el palo y me limpié las manos.
—¡Oh, aquí está! —dije como quien no quiere la cosa.
Si temía que hubiera visto su momento con Laia Gratiana, no se sonrojó.
Lo seguí hasta el cuarto donde habían hablado y en el que nunca había estado con Andrónico. Seguramente fue decorado para los ediles. Emocionantes frescos representaban a héroes derramando la sangre de monstruos, observados por inexpresivas doncellas, en varias localizaciones rocosas: una de esas espeluznantes aventuras que la gente se cree que ocurren en el extranjero. Yo he estado en el extranjero y no he visto nada parecido. Ninguno de los personajes estaba totalmente vestido. Los bordes estaban decorados con bonitos follajes y lejanas alusiones al mar. Podía sobrellevarlo. Pero no por elección propia.
Me ofreció un sillón para señoras, aún caliente por el delgado trasero de Laia. Lo dejé y encontré una silla acolchada de tipo tijera. Tiberio se dejó caer en un asiento de piedra para hombres duros. No era exactamente de mármol.
Padre tenía varios mejores en una esquina del almacén de antigüedades.
Me quedé sentada en actitud sumisa, mientras mi compañero me transmitía todo lo que había oído decir a Laia. Inclinó la cabeza hacia atrás y me miró de soslayo, como si adivinara que había escuchado a escondidas.
Tiberio suspiró.
—Tenemos un problema.
—¿En serio?
—Andrónico se ha escapado…
—Sí, mientras usted se paseaba por el Aventino, intentando reunir valor, él se estaba comiendo con toda tranquilidad una manzana en mi piso y se apropiaba de mi última aguja.
—Me temo que simplemente salió de nuestra casa con una cesta de viejos documentos, diciendo que iba a tirarlos a la basura. El portero no había sido avisado, porque no queríamos que Andrónico se oliera lo que estaba por venir. Pero debe de haberlo intuido, porque no ha vuelto. Por lo menos, hemos encontrado y arrestado al farmacéutico que le proporcionó el veneno, y hemos avisado a los demás. Por lo visto, Andrónico no tuvo problemas en decir quién era. Decía que necesitaba la droga para ponerla en las flechas con las que iba a cazar ratas en el archivo.
—Todos los envenenadores dicen lo mismo —gruñí—. Pensaba que los farmacéuticos estarían entrenados para informar de locos que tienen problemas con las ratas.
—Ya lo conoce —contestó cansado Tiberio—. Un par de bromitas ingeniosas acerca del bicho increíblemente tenaz, esa mirada suya tan llena de confianza y convencería a cualquiera.
A mí, por ejemplo.
—Perdone —pidió disculpas Tiberio, a pesar de que no había proferido palabra.
Se hizo más brusco.
—Mire, no tengo tiempo para tener tanto cuidado con su vida amorosa. Debemos hacer planes. Usted no es la única persona a la que ha importunado Andrónico desde que ha huido. Laia Gratiana está en peligro. Tuvo la impresión de que alguien la estuvo siguiendo ayer y, cuando llegó a su casa después de la visita al puesto anoche, vio a un hombre acechando fuera de su piso. Está segura de que fue la misma persona que entrevió cuando atacaron a Ino. Me ha descrito la constitución de Andrónico y su color de piel.
Laia no despertaba en mí ninguna compasión. Por lo menos su acosador no había invadido su piso y no vivía sola. Siempre habría gente a su alrededor y, aparte del amplio personal de su casa, Tiberio dijo que a ella y al hermano se les proporcionaría una protección de día y de noche, ofrecida por el excelente equipo de las cohortes urbanas.
Bueno, ¡fenomenal para el culto de Ceres! Andrónico probablemente ni sabía de la existencia del hermano de Laia. Destaqué que lo único que había tenido yo había sido un par de vigiles casi inútiles. Tiberio me irritó diciendo que era porque me consideraban más diestra.
Pero después descubrí que el «problema» iba más allá de la simple protección de un par de casas hasta que fuera capturado el asesino. Esa noche había un alto riesgo de que Andrónico atacara de nuevo. A pesar de que la hubiesen seguido —presumiblemente porque Andrónico estaba furioso por haber alejado de él a Venusia—, Laia se expondría al peligro. Insistía en querer participar en un ritual nocturno que era el punto culminante de las Cerealias: las mujeres del culto pasearían por el Aventino, vestidas de blanco y con antorchas en la mano, representando la búsqueda de la diosa Ceres de su hija desaparecida. Me imaginé la escena y no podía creérmelo: unas mujeres que no tenían ningún sentido de la orientación, en el mejor de los casos, correrían en todas las direcciones llamando a Proserpina en cada cruce. Había muchos de ellos en el Aventino, la mayoría en zonas sórdidas, poco iluminadas y abandonadas.
—Tiberio, ¡no podemos permitirlo! No pasará nada si por una vez Laia Gratiana no participa y se queda tejiendo en el telar de su casa.
—Se niega en redondo.
Normal, ¿a quién le gusta tejer?
—Haga que su hermano la encierre en su casa.
—No, él cree que tiene un valor y un espíritu dignos de admiración. —El mensajero miró al suelo—. Naturalmente, esto tiene que ver con Fausto.
—¿Ella se ofrece como blanco para vengarse de su infidelidad? ¿Y si le pasa algo, toda la culpa será de él?
—Ella no lo ve de esa manera, por lo menos no de forma consciente. Pero tiene razón: como organizadores, los ediles son responsables de la seguridad de las mujeres del culto. Normalmente su único cometido es mantener a los borrachos lejos de ellas.
Tiberio apoyó su cara en las manos por un momento. Cuando volvió a alzarla, era particularmente satírico.
—Y, a veces, mantenerlas a ellas alejadas de los borrachos… Albia, esto será una pesadilla. Tenía que haberlo visto. Hay un montón de mujeres que no están a salvo manejando las antorchas en llamas y que, en mi opinión, han engullido en secreto vino enriquecido con sustancias dudosas. Corren de manera frenética, como bacantes, gritando como locas y amenazando con quemar toda la maldita región.
Ésa era una revelación deliciosamente íntima acerca de un ritual que la mayoría de la gente considera sosegado. Me reí un poco de su desesperación.
—Si es una fiesta tan loca, yo misma podría participar.
Tiberio se enderezó. Dijo que era la mejor idea que había tenido alguien hasta ahora. Él formaría parte del grupo que controlaba la zona y yo podría acompañarlo. Así podría velar por mi seguridad mientras le echaba una mano.