XLVIII

Al final me quedé frita. Me desperté más tarde que de costumbre. Lavarme y cambiarme de ropa me ayudó a sentirme más segura de mí misma. Conseguí beber posea y comí lo que encontré: un trozo de pan, una tajada de carne en conserva, un puñado de uvas marchitas.

Me negué a tocar las dos manzanas: se quedarían en ese plato hasta que se pudrieran.

A pesar de sentirme como si estuviera de luto, me puse unos pendientes que me encantaban —mis afiligranadas rosetas etruscas— y un pañuelo colorido. Elegí unos zapatos cómodos y una túnica fuerte de lino pesado, y después me recogí el pelo de manera firme con más horquillas de hueso de lo habitual. Estaba preparándome para entrar en acción.

Un miembro del turno de día, que era para mí un completo desconocido, había dado el relevo a Rufiniano. Me permitió abandonar el edificio, aunque con estúpida reticencia, considerando que le dije que iba al puesto de guardia a visitar a Morelo. El hombre me acompañó, pero le di esquinazo a propósito al final de la plaza de la Fuente. Me dirigí al puesto sola. Me negué a dejarme escoltar por atontados. Si eso era lo mejor que se podía permitir el presupuesto público, prefería que no me escoltaran en absoluto.

Era tan pronto que por las calles no vi a nadie cruzarse conmigo ni oí a nadie detrás de mí. Con Andrónico tenía que tener cuidado con mis espaldas. Caminaba en medio de la calzada en todos los sitios donde la calle era lo bastante ancha para que tuviera relevancia, sin pasar demasiado cerca de puertas o escaleras. De vez en cuando perros callejeros pasaban bostezando. Esclavos públicos tristes barrían el suelo y también vi a un ladrón enfurruñado que volvía a casa decepcionado y con las manos vacías. Un par de bares que se quedaban abiertos toda la noche durante los festivales estaban sembrados de forasteros devastados por la resaca. Se estaban llevando a uno, que no parecía que se iba a recuperar, en el armazón de madera de algún constructor.

Morelo estaba en su cuartito de investigación, recogiendo informes. Andrónico no había sido localizado.

Lo que sí descubrí fue que Venusia había sido llevada allí desde Ariccia la noche anterior. A continuación había llegado una litera cubierta de la que había bajado una mujer descortés, llevando una carta que Morelo no había podido rechazar y que la autorizaba a ver a la prisionera.

—¿Laia Gratiana? ¡Qué pena! —Me compadecí de ella.

—Intenté evitar que los chicos se rascaran los traseros delante de ella, pero ¡Hades, éste es un cuartel operativo, Albia! ¿Qué esperaba?

—¿Qué pasó?

—No pude participar en la conversación. Fue breve y desagradable, a juzgar por el estado de la prisionera después. Tuve que llamar al médico para que le administrara licor de amapola, que se tomó con entusiasmo, naturalmente. La señora también emergió de la celda con pinta de diosa de la guerra, diciendo que había conseguido todo lo que necesitábamos.

—Siendo Laia, seguramente lo dijo como si cualquier idiota hubiera podido hacer el interrogatorio, ahorrándole la molestia.

—¡Exacto! Desde luego, no me lo iba a decir, Albia, porque siendo yo sólo el hombre encargado de localizar al asesino, habría sido demasiado amable de su parte, ¿no es así? Se fue de allí, ordenándome que le comunicara al edil que le daría todos los detalles en su oficina, hoy a media mañana. ¡Qué suerte tenía! Nadie debía ir a su casa a molestarla.

—Podría intentarlo —me ofrecí voluntaria, aunque sin demasiadas ganas.

—No pierda el tiempo —me aconsejó Morelo—. ¿Qué son otras dos o tres horas?

—Lo suficiente para que Andrónico vuelva a matar.

—Entonces, no habrá problema. El siguiente blanco de nuestro amiguito es usted, y está aquí, ¿no es así, querida?

No tenía fuerzas suficientes ni siquiera para ordenarle que no fuera paternalista.

—Bien calentita y segura en mi despacho privado —reflexionó Morelo—. Podríamos acostarnos juntos, si tiene que matar el tiempo.

El gran zoquete fofo intentaba levantarme el ánimo con ese ofrecimiento.

En lugar de acostarnos, me llevó a un comedor aceitoso donde los vigiles comían cuando se les acababa el turno: me sentó en un banco en una esquina, detrás de una muralla de hombres gigantes, y me dio un segundo almuerzo, esta vez de tamaño descomunal. Lo llamaba el romano completo. Tenía la sofisticación y la cantidad de comida que devorarían unos bárbaros antes de irse a hacer estragos durante tres días.

* * *

Tuve que quedarme sentada en el Armilustrio para que el indigesto festín bajara. No vi a Robigo. No había divisado ni un zorro desde la noche en la que había tenido lugar el ritual de las antorchas. Sabía que mi Robigo probablemente había sido sacrificado en el Circo.

A media mañana me acerqué a la oficina de los ediles. Un esclavo preocupado me dijo que Laia Gratiana ya había llegado, pero se había encerrado con Tiberio y no se les podía molestar. Si hubiese sido más soportable, habría irrumpido de todas formas, pero en su caso decidí renunciar a la opción descarada. Esperaría hasta que se hubiera ido la miserable arpía y le pediría la información directamente al mensajero. Ya era bastante malo tener que aguantarlo a él.

No había ningún otro sitio donde habría querido estar, así que esperé en el patio. Me sentía mal por estar en el cuartel general de los ediles sin Andrónico. Me alegré de estar sola mientras me enfrentaba a ese dolor. Aun así, mataría a un demonio. Ésa sólo era una oficina pública. Al igual que en todas ellas, los muebles estaban mugrientos y los bastardos te dejaban abandonada.

Había rechazado los refrescos ofrecidos, lo cual fue un error, porque pronto empecé a tener una sed terrible a consecuencia del almuerzo de los vigiles. Había comido lonchas de jamón ahumado e incluso las rebanadas de pan estaban saladas: era comida para hombres que sudaban el alma en los incendios. Tras alejar a los mosquitos que solían estar cerca de la fuente, bebí un trago de agua y después, ya que el chorro salía muy flojo, encontré un palo y empecé a toquetear el agujero para que pudiera fluir mejor. En mi familia tenemos la costumbre, vayamos donde vayamos, de mejorar las instalaciones de agua de la gente, nos lo pidan o no. Tienes que asegurarte de no bloquear la cosa del todo por error o, por lo menos, no cuando estén mirando.

Laia y Tiberio debieron de tomar algún refresco, porque mientras estaba inclinada operando mi magia con el agua, un esclavo recogió sus sobras. Al irse con la bandeja, dejó la puerta abierta tras de sí. Entonces pude oír un murmullo bajito. Sabiendo que era información confidencial, intenté no escuchar, pero no me esforcé demasiado.

Morelo tenía encerrada a Venusia en una celda pequeña, vacía y apestosa, donde a sus oídos llegaban horribles ruidos de hombres torturados, gritos de borrachos y otros desagradables sonidos que ni siquiera sabía identificar. El pánico se había adueñado de ella. La mera aparición de Laia Gratiana, haciendo el papel de la señora preocupada que podría utilizar su influencia para liberar a su criada, había sido suficiente para quebrantarla. Entre lágrimas, Venusia había confesado la que, según ella, era toda la historia: Andrónico la había conocido y seducido, y le había tomado el pelo. Hasta había estafado a esa tonta mujer sus ahorros de toda una vida. Laia le dio a Tiberio detalles, horriblemente familiares para mí, acerca de la táctica utilizada por el archivista. Por lo visto, hasta había llevado a Venusia al mismo restaurante donde me había llevado a mí.

Cuando se había dado cuenta de que su amante había empezado a perder el interés, Venusia se había vuelto exigente: lo había amenazado con decir a Laia que estaba fastidiando al edil. Su respuesta había sido el ataque que había matado a Ino. Aterrorizada, Venusia había confesado sus miedos a Laia y, sin hablarle de la relación real que mantenía en ese momento, la habían enviado a Ariccia. Oí el comentario de Tiberio de que habría sido mejor pedir consejo antes, por si la opinión oficial hubiera sido diferente a causa de la investigación. En ese momento alguien, probablemente el mismo Tiberio, debió de ver la puerta abierta y la cerró.

Yo seguí haciendo un trabajo elegante en el mantenimiento de la fuente. No necesitaba oír lo que venía después. Podía divertirme imaginando las respuestas de Laia a todos los que osaban sugerir que debería haber pedido consejo.

* * *

Al final, la puerta se volvió a abrir. Laia saltó fuera la primera y exclamó:

—No tiene sentido discutir. ¡Lo haré! —como si se refiriera a comerse las pelotas tostadas del mensajero en un panecillo.

Debió de llevarse como acompañante a la criada mayor que yo conocía, porque la vi salir deprisa, puede que para organizar la silla de Laia que había divisado fuera, en la calle, al llegar. Tiberio, hermético, acompañó a Laia hasta el atrio desde donde podía abandonar el edificio. La condujo por la galería que tenía una cierta cantidad de hojas entrelazadas entre las columnas. Yo me quedé al lado de la fuente, en una esquina, y ninguno de los dos se percató de mi presencia. Por lo tanto, fui testigo secreto de su despedida: Tiberio se inclinó y le dio a Laia Gratiana un beso intencionado en la mejilla. Tras un momento de hesitación, ella le devolvió el favor, aunque con un pico rabioso. Entonces, al alejarse, hizo girar sus faldas y se marchó sin una palabra más por parte de los dos.

Eso sí que no me lo esperaba. Era fácil pensar que Tiberio haría de intermediario de confianza, ya que Laia no soportaba a Manlio Fausto. Pero el beso en la mejilla es una formalidad para los íntimos: está estrictamente reservada para compañeros de trabajo, amigos y familiares. Semejantes despedidas no deberían ocurrir en Roma entre una mujer de su estatus, miembro de élite del culto de Ceres, y un hombre que era poco más que el recadero de otra persona.