A medida que Tiberio y yo cruzábamos nuestra ciudad, recuperé mi valor poco a poco. Llevaba quince años viviendo en Roma, la mayoría de los cuales en el Aventino. Ésas eran mis calles. Decidí que no me echarían de ellas por miedo.
Nuestros pies nos llevaron lejos de la orilla del río, en una dirección que raras veces seguía. Debimos de rodear la arboleda de los Plátanos, un parque público bastante vacío al lado de la calle que llevaba el mismo nombre, pero estaba tan distraída que después no recordaba nada de todo eso. Luego cruzamos la parte sur del monte principal, hasta que emergimos desde el Distrito Trece al Doce, al lado del cuartel general de los vigiles de la Cuarta Cohorte, donde Escauro y sus esbirros me habían entretenido. No llegamos a tocar el tema.
Durante un largo rato nos quedamos en silencio, mientras andábamos sin rumbo por la amplia calle de los Estanques Públicos, en dirección al Circo Máximo. Paramos antes de descender a la pista y, en su lugar, nos abrimos paso por encima de ella, otra vez a lo largo de la parte baja del monte, pasando los dos Templos de Venus y, al final, el del dios de los jardines, Vertumno, recubierto de flores y vegetación. Me acuerdo de que le comenté a Tiberio, acerca del Templo de Venus Verticordia, que sólo en Roma la diosa del amor y de la lujuria podía ser venerada en su advocación de promotora de la pureza sexual.
—Venus, la «transformadora de corazones», exaltaba la castidad como virtud en las mujeres, naturalmente —refunfuñé.
—La fidelidad en el amor —declaró Tiberio, revelando su lado tierno.
—¡Si crees en él!
—¿Usted no?
—Sí, claro. Mi marido me era fiel y yo a él.
—He notado que siempre habla bien de su matrimonio.
—Bueno, ¡fue corto!
—Y hace mucho tiempo. Sin embargo, sigue llevando su alianza.
Error. Léntulo y yo nunca nos habíamos molestado en ello. Le expliqué con ironía que había comprado el anillo sólo unos años antes, en una venta que habían organizado mis padres, y lo llevaba para parecer respetable en mi trabajo. A veces podría haber echado para atrás a los hombres, aunque no tenía ninguna gana de recordarle al mensajero que en alguna ocasión había parecido disponible. Ya era bastante malo que supiera que había llamado la atención de Andrónico.
—¿Alguna vez ha estado casado, Tiberio?
Sólo llevaba un sello cuyo símbolo era un fogoso caballo con cola de pez. Lo había visto al inspeccionar su mano herida.
—Una vez.
—Oh, ¿y nunca más?
—No he dicho eso.
Estaba empezando a sospechar que ese hombre evitaba decir bastantes cosas.
Nuestro paseo nos había llevado a la parte baja del empinado Clivus Publicius. Tuvimos que pasar por la casa donde había vivido el pequeño Lucio Basso, en el punto exacto donde el carro de Metelo y Nepote lo había atropellado. En el muro donde Tiberio había colgado su fatídico cartel que hacía el llamamiento a los testigos, la familia había colocado ahora una placa conmemorativa de tamaño exagerado. Debieron de gastarse todo el dinero de la indemnización que les había pagado el hijastro de Salvidia. Un mensaje conmovedor recordaba a Lucio: «Vivió tres años, cuatro meses y diez días. Una pequeña alma a la que le encantaba jugar ha vuelto con los dioses del inframundo. Las esperanzas de sus padres están destrozadas».
Tiberio murmuró impaciente que la familia Basso habría hecho mucho mejor utilizando el dinero para sus otros hijos. Me sentí obligada a murmurar que a lo mejor la placa les traía consuelo. Él repuso que ese tipo de consuelo estaba sobrevalorado.
Me hizo notar, con mucha rabia, que la puerta de la casa seguía estando abierta. No habían aprendido nada. Cualquier otro niño habría podido exponerse a los peligros de la calle.
—¡Me pregunto por qué nadie se molesta!
—¿Tiene hijos? —pregunté.
—¡No, nunca tuve la posibilidad de desatender a una prole inocente!
* * *
Tiberio siguió caminando y yo iba deprisa detrás de él. Subimos a las alturas, a través de pequeñas callejuelas con mercados y fuentes en los cruces, bajo la imponente mole del gran Templo de Diana del Aventino, pasando por más callejones y caminos apartados, hasta volver a mi barrio. La mayor parte del tiempo que pasamos juntos apenas me daba cuenta de la presencia de mi compañero. Estaba perdida en reflexiones internas: algunas veces eran de ésas sin importancia que sirven para vaciar el cerebro de preocupaciones, pero otras, más frecuentes, eran más oscuras. Caminamos. Estaba reclamando mi derecho a hacerlo, tras una larga noche y una mañana de desazón. Desenmascarar a Andrónico me había afectado. Lo que había hecho ese cruel asesino me había dejado desolada y falta de fe. Peor, antes de tranquilizarme con aquel paseo, había estado profundamente asustada.
Incluso Tiberio quería avisarme de que no fuera complaciente.
—Hasta que no esté encadenado, guárdese sus salidas ingeniosas para sí, Albia. Si ha dicho o hecho algo que pudiera alterarlo…
—¡Soy yo! Por desgracia, lo he abandonado. No me lo perdonará.
No tenía sentido darle más vueltas al final de mi aventura amorosa. Pero sí mencioné que mi hermano había sido peligrosamente impertinente con Andrónico la noche anterior: tal vez del mismo modo que había despertado su odio el descaro del joven Lupo, un chiquillo que actuaba con naturalidad, sin darse cuenta de que podía ser peligroso para su vida. Tiberio pensaba que Póstumo debía quedarse en casa, sólo para estar seguro.
Para mi caso particular no ofreció ningún consejo. Era un tipo sabio.
* * *
Por todos lados había un alegre pero relajado ambiente festivo. La gente estaba comiendo. No hubo ninguna insinuación de que Tiberio y yo hiciéramos lo mismo juntos. En su lugar, me dejó en El Astrónomo, donde le dije que Junilio cuidaría de mí. Con cara cansada, Tiberio dijo que tenía que irse a su casa. Había sido un gesto amable quedarse conmigo al salir del puesto, aunque sabía muy bien por qué lo había hecho. Él también necesitaba tiempo para prepararse para la siguiente acción.
—Andrónico ha estado en casa, ocupado con tareas para Tulio. Es hora de enfrentarme a él y de llevar a cabo una detención.
Sin querer, pensé en Andrónico, que estaría trabajando sin ganas con el tío del edil, mientras se acercaba su justo castigo. Tulio sabría lo que estaba pasando. Estaría al tanto del registro de la habitación y de las pruebas encontradas. Mientras Tiberio estaba cerrando el caso, Tulio debió de acceder a vigilar a Andrónico. ¿Qué estaría haciendo? ¿Listados? ¿Fechas y precios de alquiler? ¿Revisión de viejos contratos que ahora podían usarse para envolver raspas o simplemente tirados a la basura? Presumiblemente, un emprendedor curtido debía ser capaz de mantener ocupado a su archivista, sin que éste se diera cuenta de que la acusación oficial había llegado a su recta final.
No tenía ganas de ver a Andrónico encerrado ni de saber lo que le pasaría en el sistema judicial. Sólo podía haber un final para un liberto que había sido juzgado culpable de homicidio, sobre todo si dos de los ciudadanos a los que había matado —Viator y Salvidia— habían sido ricos. La pena por el asesinato era la muerte. Él no era tan importante como para que su proceso se prolongara. La acusación sería implacable, su defensa exigua. Era difícil que pudiera contar con los tradicionales testigos de carácter para abogar por él. La justicia sería rápida. Sólo había un posible resultado: lo mandarían a la arena para ser despedazado por las fieras.
Me aseguraría de estar lejos de Roma ese día.
—No deje que le carcoma la mente —dijo Tiberio con dureza—. Se acabó. Ya puede dejarlo en mis manos.
Magnífico, palabras valientes. Una declaración que siempre suena convincente y nunca falla, ¿no es así?
* * *
El Astrónomo me facilitó el sosiego habitual. Muchos clientes solitarios habían encontrado el olvido allí. Un vaso de vino me ayudó a recobrar del todo la confianza. Un segundo bajó inadvertido. Otro me hizo desafiante en extremo. Creo que es un efecto conocido.
Me fui a casa de mis padres para avisarlos de que debían mantener a Póstumo en casa durante un tiempo. Más fácil decirlo que hacerlo, me informaron irritados. Mi hermano se había sentido fascinado por los rituales nocturnos llevados a cabo durante las Cerealias. Se escabullía cuando le daba la gana. Les dije que se dejaran de tonterías, porque el mocoso había irritado al asesino de las agujas y que, si querían evitar una fatalidad, tenían que conseguir que obedeciera sus órdenes. Podría haber añadido que cuidar de un niño de once años no debía de ser difícil y que me había quedado perpleja por la falta de disciplina con la que se le educaba en aquella casa superficial. Mis palabras se hicieron descabelladas y mi lógica, incomprensible.
Me insinuaron que tal vez sería mejor que me acostara un ratito con tranquilidad, arriba, en el jardín de la azotea.
Extrañamente, acepté. Dormí durante horas. Nadie me molestó. ¿Quién se atrevería?
* * *
Cuando me desperté en el sofá cama, congelada y desanimada, pude adivinar por el cambio de luz que había transcurrido toda la tarde. Los ruidos del río, el jaleo diario de las descargas, los estruendos, los gritos de los estibadores y los chirridos de las poleas ahora se habían reducido. Los sonidos de la calle abajo eran diferentes a los del día: casi ningún cencerro de burro y conversaciones más relajadas. Un mirlo cantaba en un tejado cercano, marcando su territorio.
El aire se estaba llenando de olor a aceite caliente y hierbas, a medida que se empezaba a cocinar en las casas y en las cocinas comerciales. Si hubiera seguido allí mucho más, habría estado obligada a quedarme a cenar y me habrían presionado. Me escabullí, avergonzada, y me escondí en mi propio nido, pasando antes por los baños de Prisca. Por una vez, acababan de abrir. Estaban atareados, lo cual me evitó tener que hablar.
En la plaza de la Fuente no había rastro de Rodan. Me abrí camino a través del piso de la familia Mythembal. Había niños llorando en habitaciones que no podía ver. Oí las protestas nocturnas mientras su cansada madre intentaba lavarlos con agua fría, y cada uno se resistía con obstinación hasta que se dormía en el acto. Ocupados con su desesperado ritual familiar, ni siquiera se dieron cuenta de que estaba allí. Me fui directa a mi habitación al final del pasillo, salí a la pasarela encima del patio, subí las estrechas escaleras y entré en mi refugio. De repente me di cuenta de las ganas que tenía de estar en mi casa, sola, en ese silencio total donde sólo se movían las motas de polvo. Seguí manteniendo mi cerebro vacío. No había nada más que pensar.
En el piso había una pequeña zona donde podía preparar comida. Sumergí un vaso en un cubo de agua fría y bebí con ganas. Me giré hacia la sala principal, casi sin darme cuenta de que lo estaba haciendo. Me quedé mirando.
Esa estancia estaba decorada con un sofá que servía de cama, su reposapiés con patitas de bronce a juego, un par de elegantes baúles taraceados, una alfombra en el suelo, una lámpara colgante, recuerdos y cuadros en las paredes. En lo alto, tenía dos ventanas cuadradas que daban al exterior.
Esa tarde aún quedaba suficiente luz para poder notar si había algo raro. No faltaba nada. Ninguna de mis cosas parecía haber sido cambiada de sitio. Pero tenía una sensación. Es como cuando los ratones se instalan detrás de la despensa y sientes su presencia incluso antes de divisarlos por el rabillo del ojo, mucho antes de ver los excrementos que los delatan y percibir su olor.
Tenía una fuente de cristal con tres manzanas dentro la última vez que la había visto. Ahora había dos. Mi costurero, que no había tocado desde el día de mi cumpleaños, parecía haberse movido un poquito. La tapa seguía en su sitio, pero cuando me acerqué y la levanté, el trocito de lazo en el que había clavado mi aguja ahora no estaba.
En mi ausencia, alguien había estado en mi piso.