Andrónico era el asesino. Ahora que alguien más tenía mis mismas sospechas, todo parecía terriblemente obvio. Para disipar mi pánico, recurrí a la risita nerviosa:
—¡Oh, no puede ser un asesino, sus ojos brillan!
El mensajero permanecía sentado y en tensión, mientras yo me enfrentaba a la verdad. Estaba atascada. Él lo sabía. Por primera vez me paraba a pensar directamente en las implicaciones personales. No tardé mucho, porque el terror ya me había visitado la noche anterior. No era la primera vez que entregaba mi corazón a un hombre que luego traicionaba mi confianza, pero aquélla había sido la más siniestra con diferencia.
—La historia de mi vida —admití con amargura—. Un ser despreciable me seduce y tardo demasiado en darme cuenta…
A juzgar por su expresión, Tiberio ya había conocido a mujeres amargadas y tenía poca paciencia con mi autocompasión, pero lo que dijo fue:
—Desde mi punto de vista, Andrónico se enamoró de verdad de usted.
Me exacerbé.
—¡Y yo de él, de una manera asombrosa, imperdonable y ridícula!
—Exacto.
—Pero una serie de accidentes —y también mi incomodidad, hay que decirlo— impidieron que la cosa acabara peor. Por lo menos nunca me acosté con él.
Quería que Tiberio lo supiera. ¿Por qué? ¿Qué le importaba?
Hizo caso omiso de mis palabras. Tal vez se sintió incómodo.
—Estoy furiosa. Robó algo mío para utilizarlo en sus terribles ataques… Peor, ¡era algo que me había regalado mi querida hermanita! Era un estuche de agujas muy bueno y lo asociaba con Julia, pero ahora nunca más seré capaz de utilizarlo.
Tiberio me lo quitó de las manos. De todas formas, lo necesitaba como prueba.
* * *
Hundí mi cara en las manos, rabiando contra mí misma.
—¡Qué lío! Eso es lo que todos esperan cuando haces un trabajo tradicionalmente masculino. Oh, Juno, si eres una mujer honesta, es lo que tú misma temes. La incompetencia total y absoluta. Te enredarás en algún caso terrible; lo empeorarás; te acostarás con un asesino; te comprometerás a ti misma y a tus futuras posibilidades de trabajar, e incluso te arriesgarás a no condenarlo…
Debo decir que, mientras echaba pestes, Tiberio me estaba escuchando con cara inescrutable. Dudo que se diera cuenta de que había pocas personas a las que revelaría esas emociones tan profundas. De verdad confiaba en él.
Había alejado su silla de la mesa, los brazos extendidos, mientras se preparaba para escucharme, como si aquello fuera una desagradable formalidad por la que tenía que pasar.
Terminé. Me quedé en silencio. Puso una cara que parecía razonable y hasta ladeó ligeramente la cabeza.
—Me ha dicho —me corrigió— que no se acostó con él.
—Está siendo pedante.
—Mejor que estar histérico —dijo el cerdo miserable. Después de un rato añadió con voz seria—: Usted se equivocó. Duró unas semanas. Algunos tenemos que aceptar el hecho de haber vivido al lado de esta criatura durante años. Nadie se había dado cuenta de su verdadera naturaleza antes de que usted empezara a investigar. Yo incluso intenté que los vigiles la detuvieran.
—¡Paz!
—Gracias. Entonces, Flavia, ¿podemos reconstruir juntos la secuencia de los acontecimientos?
* * *
Empecé a resumir y el mensajero asentía con la cabeza después de cada punto. Había notado que siempre lo hacía en las reuniones. Daba la impresión de estar esperando pillar a la gente, pero ahora me daba cuenta de que, simplemente, le gustaba escuchar antes a todos, por si eso afectaba a su propia contribución. Si sentía la necesidad de intervenir antes, lo hacía.
—Empezaré por el punto en el que entré en escena por primera vez —relaté—. Andrónico mató a Salvidia porque había ido a la oficina de los ediles y lo había agredido verbalmente. Estaba furiosa por ese cartel que llamaba a los testigos de la muerte de Lucio Basso.
—¡Culpa mía!
—Culpa suya —convine implacable. Tiberio había escrito el cartel—. Andrónico tenía razón cuando decía que él no había tenido la culpa: sólo fue el hombre que ella se encontró en la oficina, pero la reacción violenta de Salvidia lo afectó profundamente. Fue injusta. Lo invadió la furia, como le sucede siempre, así que se vengó matándola. Entonces, yo aparecí en la oficina y es probable que quisiera que dejara de investigar. Recuerdo que no paraba de repetirme: «Así que ya no tienes por qué perder más tiempo con eso, ¿no?». Supongo que fue al funeral y me buscó con la intención de asegurarse de que no había descubierto nada en su contra. Encontró a la anciana fuera de la necrópolis. Celendina se resistió de un modo que él consideró insultante, así que la siguió hasta su casa y también la mató.
—Morelo cree que usted se escapó por los pelos aquella noche.
—Andrónico podía haberme matado en cualquier momento.
—¡Sí, pero pronto ya no pudo resistírsele! —Déjese de bromitas estúpidas.
—No estaba bromeando —contestó Tiberio en un tono amable—. En casa, nos hablaba de usted como de una criatura deliciosa. Teníamos esperanzas de que pudiera reformar el lado irresponsable de su carácter, aunque me gustaría confesarle que nunca lo quise para usted.
Me sentí desconcertada, así que proseguí:
—Antes de estos ataques, había matado a Julio Viator. ¿Por qué? Cuando Casiana Clara estaba sentada en el jardín de su casa, durante esa cena, y Andrónico la encontró, ¿puede ser que fuera él el hombre que pensó que ella, como me dijo de forma muy vulgar, «lo estaba pidiendo»? ¿La agredió él? Intenté convencerla con todas mis fuerzas para que hiciera una declaración oficial…
Tiberio sacudió la cabeza para interrumpirme:
—No hace falta. Puede dejar que la chica olvide el incidente, siempre que le sea posible olvidar de verdad un hecho que condujo a la muerte de su marido. Yo estaba en la galería, al otro lado del jardín, volviendo de los servicios. Andrónico no me oyó. Lo vi todo. Y sí, intentó violarla. Tenía muy poca experiencia y la agresión la turbó profundamente.
—Así que, ¿él malinterpretó la situación? ¿Ella chilló? —Asintió—. ¿Viator salió corriendo, vio a su mujer forcejear, se puso furioso y, como las demás víctimas, expresó sus sentimientos con más vehemencia de la que Andrónico puede tolerar?
—En realidad, Viator lo golpeó.
—¡Oh, ahora veo que esa fue la sentencia de muerte de Viator!
—Parece que ése fue su primer asesinato —concluyó Tiberio con tono abatido—. Un buen puñetazo por parte de un hombre atlético hizo que se convirtiera en un asesino. Tras la agresión a Casiana Clara, Andrónico cayó en extrema desgracia en nuestra casa durante unas semanas —me dijo—. Tulio le advirtió. Esa vez, estuvo muy cerca de que lo echaran para siempre.
—¿Esa vez?
—Tiene un largo historial de problemas de comportamiento. Las reprimendas no surten efecto en él. Nunca reconoce haber hecho nada malo. Si lo presionas, culpa a otras personas. Cuando lo conoces, puedes observar cómo su astuto cerebro inventa excusas mientras se gana tu confianza.
Tiberio hablaba de ello con cara de cansancio: tuve la impresión de que había estado involucrado en el intento de rehabilitación del acusado.
—A Tulio, al que le gusta la vida tranquila, se lo gana con ese encanto suyo.
—¿Y Fausto?
—Lo tiene calado.
—Un día Andrónico me llevó a vuestra casa —confesé, consciente de que Tiberio levantaría una ceja con severidad. Pero en ese momento lo aceptó con resignación—. Me pareció que a los demás miembros del personal les caía bien.
—Así es cómo se sale con la suya —aclaró Tiberio frunciendo el ceño—. Usted y yo lo vemos como un predador, pero la mayoría de la gente no nota nada raro. Sabe cómo pasar desapercibido. Ha estado ocultando su agresividad y su falta de remordimiento, y eso que estaban a la vista de todos.
—Cuando le dije que su marido había sido asesinado, Casiana Clara sintió mucho miedo de que alguien pudiera ir también a por ella. Entonces me pareció un poco exagerado. Pero ahora me doy cuenta de que tenía razón. Si él teme que ella declare en su contra, lo hará. La gente lo amenaza y él simplemente los borra de la faz de la tierra. ¿A Casiana Clara la enviaron fuera de Roma para protegerla? ¿El edil avisó a su familia?
—Sí. A las dos preguntas.
Era un alivio.
—¿Y qué pasa con Lupo? —pregunté para acabar.
—¿Lupo?
—El chico de las ostras.
Tiberio intervino de inmediato:
—Solemos comprar nuestro marisco de ese puesto. Lupo era un muchacho descarado, lo recuerdo. Le gustaba bromear con los clientes, el típico vendedor ambulante, a veces irritante: sólo demasiado joven para darse cuenta de cuán inapropiados eran sus comentarios. El pórtico está cerca del templo, así que, si nadie más estaba de ese lado del monte y Andrónico estaba en el archivo, lo mandábamos a recoger el pedido. En una ocasión, volvió a casa muy amargado, quejándose de que un chico había sido maleducado. Se lo tomó como una ofensa personal, como hace siempre. Se negó a volver allí.
—Pero, por lo visto, volvió, y a menudo —concluí con tono triste—. Cuando interrogué a la familia, dijeron que no habían visto a nadie el día que fue asesinado, pero si les enseñáramos a Andrónico, podrían recordarlo.
—Podrían.
Tiberio se levantó. El tema lo estaba afectando. A mí también, así que me puse de pie con torpeza. Me sentía entumecida, cansada y desanimada. Comentó que estar encerrados en ese cuartito olvidado durante tanto tiempo no podía ser bueno para nuestros cerebros y propuso que dejáramos el puesto y nos fuéramos a un sitio nuevo para cambiar de aires.
Tiberio se paró en la puerta y me miró de cerca. Veía que era reacia a ir.
—¿Todo bien?
—Sí.
—No lo creo.
—Estaré bien.
Esperó un momento, pero cuando vio que levantaba la barbilla, me condujo al pórtico y nos fuimos andando.