XLIV

Cuando Tiberio entró en el cuartito de los interrogatorios, vi que había abandonado el blanco impecable de la otra noche a favor de una túnica más callejera: era como si la hubiera robado de algún baño mientras se estaba lavando algún esclavo de los que trabajan en la construcción de las calles. Lo que me dejó de verdad de piedra fue que se había afeitado la barba. Era casi irreconocible.

La visión arreglada tomó asiento al otro lado de la mesa de Morelo. Me había quedado sentada allí mucho menos tiempo de lo que me había esperado. Aunque cuando llegó no parecía tener prisa, seguro que al hablarle Morelo de mí había salido disparado. Estaba inesperadamente agradecida.

Lo estuve observando. El afeitado había revelado una buena cara, una que podría ser vista todos los días. Ni demasiado insignificante ni demasiado hermosa para merecer confianza. Con unos pequeños retoques perdonables, un escultor la podría convertir en noble. Nariz recta, boca firme, mandíbula fuerte, expresión astuta, esos atentos ojos grises que ya conocía. La piel morena de la clase trabajadora romana que se pasaba gran parte del día en la calle.

Aguantó mis ojos observadores, aunque se sonrojó con pudor. Eso era bueno. Hoy necesitaba que me gustara o, por lo menos, que no me disgustara activamente.

—Se afeita bien.

Como era habitual, ignoró mi piropo.

—La he estado buscando. —Se inclinó hacia delante, hincando los codos en la mesa y apoyando la barbilla encima de sus manos—. Tengo cosas de las que hablar.

—Yo también. —Reconocí que ahora trabajaríamos juntos otra vez, después de nuestra riña reciente—. Estuve en Anecia.

—No debería haber ido. Estoy trayendo a la mujer de vuelta a Roma.

—No vendrá.

—No tiene elección. Custodia oficial.

—Bueno, lo intenté. No parece propensa a soltar nada.

—No, a mí tampoco —convino Tiberio con tono triste—. Morelo se ocupará de ella. Quiero que la tenga aquí, en el puesto. —Al ver mi expresión, añadió enseguida—: Puede quedarse bajo custodia un par de noches, por seguridad, sin métodos brutales. Así nunca se consigue la verdad. Siempre ha vivido en ambientes confortables. Las vistas y los ruidos del cuartel deberían ser suficientes para que se asuste y confiese. A alguien. —Se refería a mí.

—Laia Gratiana —dije—. La criada hablaría con Laia si quisiera hablar.

Tiberio alzó las cejas y vi un destello que decía que había tenido una idea inteligente. Así que nos llevábamos bien otra vez.

* * *

Aguanté una pausa importante. Tiberio empezó a juguetear con los estilos y las plumas, las cosas que Morelo me había pedido que no rompiera. Ambos nos sentíamos incómodos.

Estábamos buscando la manera de empezar una oscura conversación.

Seguí con la criada y abordé el tema de forma indirecta.

—Dudo que Venusia haya hecho algo malo, pero está cubriendo a alguien. —El mensajero dejó de juguetear—. A lo mejor soy la única persona en el Imperio que lo cree, pero incluso si no consigues cerrar el trato que habías planeado, un viaje largo nunca se revela inútil. Te deja mucho tiempo para pensar.

Tiberio volvió a apoyarse en el respaldo, con los brazos cruzados.

—¿Quiere confiarme esas reflexiones?

Me preparé para compartir todas mis deprimentes conclusiones. Me sentía como Kylo, pero con la gran diferencia de que yo comprendía las implicaciones.

—Voy a empezar por Ariccia. Viajé hasta allí al día siguiente de los idus. Le hice a la criada un interrogatorio largo y francamente tedioso. No me dijo nada, al menos no de forma directa. Venusia es…

Buscaba las palabras porque quería ser justa con ella. Sentía algo de simpatía por lo que ahora veía como un apuro personal. Tiberio me lanzó una sonrisa irónica.

—Sí. La he conocido.

—¿Hace poco?

—No, aunque no hace años.

—¿Entonces usted no es su amante secreto?

Casi le da algo. Estaba visiblemente horrorizado.

—¡No! ¿Por qué, tiene uno?

—Llegué a pensar que sí, aunque no es el hombre que me habían animado a identificar. Según Andrónico, es su querido jefe, el edil. —Tiberio respiró hondo—. Dice que Fausto flirteó con la criada y luego la abandonó por la esposa de su patrón, lo que hizo que Venusia destrozara su matrimonio por culpa de los celos. Esta es la versión de Andrónico. La mía es diferente.

Estaba observando a Tiberio de cerca: estaba conteniendo una respuesta malhumorada. Nuestras miradas se cruzaron. Seguía absteniéndose de comentarios. En su lugar, estaba analizando mis emociones mientras especulaba. Me gustaba el hecho de que se quedara a la espera de mi veredicto, me gustaba que confiara en mi capacidad de llegar a uno por mi cuenta.

—Pregunté a Venusia si conoce a Andrónico y lo negó. Creo que me mintió. Creo que lo conoce muy bien. Dijo que nos vio pasear juntos por ahí y tuve la impresión de que no le gustaba.

—¿Lo que significa…? —preguntó Tiberio.

—Andrónico ha maquinado una relación con ella. —Mi compañero frunció la boca de manera enigmática—. Por desgracia, puedo imaginar su táctica. Se ganó su confianza y después intentó sonsacarle lo que sabe sobre Fausto.

—¿Lo consiguió?

—No estoy segura. Conoce la antigua aventura, pero desde hace poco: se lo oyó decir a Laia. Es un manipulador —admití—. Venusia puede haber pensado que era amor, pero Andrónico habla de ella de manera cruel. La desprecia, como hace con mucha gente. —Intenté no pensar en que, a pesar de compartir tantas risas, tal vez me despreciaba a mí también.

—El desdén, típico de él. —Tiberio casi habló para sí mismo—. Albia, intenté advertirla de que no se involucrara con él. Salta de una mujer a otra, lo ha hecho desde que era adolescente. Me dijeron que empezó muy pronto. ¿Para qué escarba, de todas formas? ¿Para chantajear?

—Supongo.

—No funcionaría. Fausto no tiene nada que perder. Laia Gratiana ya piensa que es basura. A su tío le da igual. Su patrón y la esposa de éste llevan muertos mucho tiempo.

No estaba tan convencida.

—Pero podría hacer la vida difícil a su edil. Los escándalos nunca son buenos. Sacar a la luz un adulterio, incluso ahora, mancillaría su mandato y podría traerle serios problemas con el emperador. A lo mejor Fausto se cree que es agua pasada, pero ya sabe que los desechos acaban saliendo a la superficie, y además con el mismo hedor. Andrónico cree que puede controlar a la gente a través de cualquier información privada que no debería tener.

Tiberio frunció el ceño.

—Precisamente por ese motivo se le denegó el puesto de secretario.

—Eso le amargó la vida y no puede evitar perorar constantemente sobre ello… Pero déjeme acabar. Su imaginación trastornada fue a peor. Andrónico quería convencerme de que Fausto tenía tanta sed de venganza por culpa del chivatazo de Venusia que se quedó al acecho y la atacó. Quería que nos creyéramos que mató a la otra criada, Ino, por equivocación.

—¡Oh, por el amor de los dioses! Flavia Albia, usted no se cree toda esta basura, ¿verdad?

—No. —Dejé pasar un segundo antes de añadir—: Ahora ya no.

—¿Qué quiere decir?

Hice otra vez una pequeña pausa y después lo provoqué por una vez.

—Debe tener cuidado. ¡Le acusó primero a usted!

—Entonces es un idiota.

—Sí, tiene suerte de que eso fue lo que pensé.

—¡Gracias!

Tiberio dejó caer los brazos en la mesa. Le cogí la muñeca. Hoy no tenía vendas, así que, sin entrometerme demasiado, pude inspeccionar la herida que le había ocasionado mientras giraba su mano para ver ambos lados. Se estaba curando y por fin se estaba formando una costra.

—Debí hacerle caso. —Su tono era tranquilo—. Necesitaba aire. Estuve en cama un tiempo corto. Una mañana estuvieron corriendo rumores de envenenamientos, pero me recuperé y los decepcioné.

—Oí que no se sentía demasiado bien.

En realidad, eso no fue con exactitud lo que había oído. Dejé su mano de repente y aparté la mirada de esa nueva, recién afeitada versión del mensajero.

—Era extrañamente autodestructivo para Andrónico insistir en que el asesino misterioso venía de vuestra casa.

—Así es él. Estúpidamente impulsivo. Usted nunca habría pensado en ello si él no hubiese tocado el tema. —Tiberio anticipó a las claras lo que yo iba a decir a continuación.

—Sabe cómo crear una historia. Su razonamiento era que usted o Fausto, al estar familiarizados con todas los sitios clave, tenían facilidad para encontrar víctimas en la calle. Pero él también se pasea con libertad entre vuestra casa y el templo. Nadie sigue sus movimientos o, por lo menos, no mucho. —Sabía que de vez en cuando Tiberio lo hacía—. Y cuando empecé a hacerme preguntas… —respiré hondo—. Andrónico se convirtió en mi principal sospechoso.

Aquí estaba. Ya lo había dicho. Ya había hecho la acusación que no me había dejado en paz durante todo el viaje por la Vía Apia el día anterior.

* * *

Adusto como era, al principio Tiberio ni parpadeó. Aquél no era un hombre propenso a los aspavientos.

Debió de darse cuenta de lo seca que se había quedado mi boca por los nervios. Sin decir una palabra, se levantó, cogió una jarra de una repisa y salió, para volver con agua. Encontró vasos y seleccionó el menos picado de una deforme colección que tenía Morelo en una cesta en el suelo. Tras llenarlos, bebimos despacio, pero nuestro humor de amarga preocupación nos impidió disfrutar. Eso quería decir que cualquiera podía saborear el gusto a lodo del agua que salía de la fuente de los vigiles y con la que llenaban sus cubos.

En aquel punto, la situación cambió. El mensajero rebuscó en su riñonera, uno de esos ultrasofísticados artilugios de cuero que los hombres utilizan para llevar su dinero, sus tablillas de apuntes y sus cuchillos de tallar. Me parece que su única ventaja es que se convierten en excelentes regalos cuando no sabes qué comprar para el cumpleaños de algún familiar. Los hombres son tan tiquismiquis con estas cosas que siempre quieren escogerlos ellos mismos. Pero eso tiene su solución. ¿Tenía Tiberio a alguien con quien poder acordar de antemano un regalo «secreto» de aniversario o de Saturnales? No sé por qué, pero lo dudaba, aunque parecía un hombre al que le encantaría hacerlo.

Sacó un par de objetos y con una mano colocó el primero en la mesa frente a mí. El otro se lo quedó. Era un frasquito redondo de cristal, con un cordel alrededor del cuello para poderlo llevar. Cristal verde, cordel marrón, ninguna marca distintiva. Una tienda cerca de los baños de Prisca los vendía a montones. Eso se repetía por toda Roma y por todo el Imperio. El típico frasquito que se usa para lavarse.

—¿Le dice algo?

—A lo mejor. Andrónico tenía uno parecido la otra mañana. Supuse que era aceite de baño. La mayoría de la gente se lleva su propio aceite, si se lo puede permitir.

—¿Podría afirmar con seguridad que este bote es suyo?

—No sin caer en perjurio. Perdone, soy el típico testigo inútil.

Los informantes odian que les metan en el genérico grupo de inútiles con los que ellos mismos se topan en las investigaciones. Avergonzada, cogí el frasquito y le quité el tapón para olerlo.

Tiberio gritó «¡Cuidado!», así que estuve a punto de dejarlo caer al suelo. No sé cuál era su contenido, pero desde luego no era aceite. Algún líquido menos denso, con un olor extraño que podría ser químico o derivado de alguna planta. Había abierto la mano para ponerme un poquito, pero fui precavida y no llegué a hacer. Tiberio me pidió que se lo devolviera y lo cerró, siempre con una mano.

—Albia, es usted una chica tonta. Hay que probarlo.

—¿Cómo?

—Por respeto a usted, sobre alguna criatura que le parezca asquerosa. ¿Qué tal los pichones?

—Inténtelo con una rata. ¿Espera resultados letales?

—¿Y usted no?

—¿Dónde lo encontró?

—Su habitación se ha registrado esta mañana.

—Así que, ¿ya sabía la verdad?

—No la «sabía». Tenía sospechas. A causa de nuestras peleas permanentes, intenté no condenarlo hasta que no estuviera obligado a hacerlo.

—Bueno, no queremos ser injustos con un asesino en serie, ¿verdad? ¡Dioses! Es mucho más fácil acusar a un completo desconocido.

Tiberio parecía estar preocupado por mí.

—¿No se ha convertido en algo demasiado personal para usted? ¿Quiere quedarse al margen?

—Quiero verlo todo.

—Es difícil. —El mensajero habló en voz baja y parecía afectado también.

—Se debe hacer —contesté, apretando los dientes y con tono apagado—. A ver, ¿qué más hay en su botín de pruebas?

Expuesto con el gesto de un prestidigitador, su segundo objeto era mi estuche de hueso para las agujas.

—Eso es mío —dije con voz ronca.

Me sentí sofocada y luego mareada, aunque tampoco me sorprendí demasiado.

—No lo proteja, Albia.

—No quiero hacerlo. Debe de haberlo cogido.

Me quedé en silencio, recordando la tarde en que había cosido el ribete. Andrónico había estado examinando mi costurero, con los ojos castaños brillando por la curiosidad: lo había abierto y había observado su contenido. Debió de sustraérmelo en ese momento, delante de mis narices.

Quité la tapita, un diminuto trocito de un viejo papiro, y lo sacudí, consciente de que mi compañero estaba muerto de miedo, pero esta vez iba a dejar caer el contenido encima de la mesa con mucho cuidado. No salió nada, el estuche estaba vacío. Tiberio me preguntó cuántas agujas había tenido.

—Una en el estuche y otra en casa. Incluso dos son un lujo. ¿Sabe cuánto valen las agujas?

En mi cabeza oí a Andrónico decir: «La costura nunca me ha llamado»… Como tantas de sus afirmaciones, ésa también había tenido un doble sentido.

Tiberio confirmó con voz tranquila:

—En otros sitios se han utilizado agujas envenenadas para cometer asesinatos idénticos a éstos. Una se encontró clavada en una víctima por el Esquilino. Notó un pinchazo y se giró inesperadamente, cosa que hizo que el agresor se fuera y dejara allí la aguja. Ese lunático fue capturado por casualidad, así que podemos estar seguros de que el culpable de las muertes del Aventino es otra persona. El método se conoce desde hace tiempo, pero se ha ocultado deliberadamente a la ciudadanía.

—¡Oh, ese maldito secretismo! Ha actuado mal, Tiberio. Alguien que lo sabía podía utilizar la idea para que pareciera que las muertes las había causado una epidemia general. Eso desviaría la atención.

—Sí.

—Andrónico debe de saberlo.

—Yo nunca se lo dije, Albia.

—¿Está seguro? Una vez Andrónico me dijo que tomaba notas en las reuniones de los cuatro ediles. Debió de enterarse de la táctica cuando estuvieron hablando de las muertes por aguja.

—Eso encaja.

Tiberio vació su vaso, lo volvió a rellenar y lo vació otra vez. Se apoyó de nuevo en los codos para poderse acercar a mí. Las mañanas de los vigiles eran tranquilas. No había ruidos de gente en la galería y tampoco más allá, en el patio de reuniones. Y a pesar de estar solos en el cuarto de los interrogatorios, Tiberio bajó la voz instintivamente:

—Entonces, Flavia Albia, admitámoslo: ambos estamos convencidos de que el asesino de las agujas del Aventino es nuestro archivista, Andrónico.