A la mañana siguiente quería estar fuera de casa, en algún sitio donde la gente no pudiera encontrarme.
Me fui a los baños, en parte para seguir pensando. No fue una buena idea. Física y mentalmente estaba tan agotada por los acontecimientos del día anterior que mi mente iba a la deriva.
De eso saqué dos cosas positivas. Uno, estaba limpia. Una informante debería empezar un día duro sintiéndose limpia. Dos, me repuse lo suficiente para decidir los pasos que tenía que seguir. Abandoné las interminables especulaciones acerca del asesinato de Ino, la posición de Venusia, las locas conexiones con el edil y su antiguo adulterio. En su lugar, usaría un truco de los informantes que raras veces falla: ir hacia atrás y volver a examinar todos los sucesos que aún tenían preguntas sin respuesta.
Primero fui a ver a Casiana Clara. Ella podía despejar enseguida mis dudas sobre el supuesto intento de agresión de parte del edil que me había contado Andrónico. Pero el Destino estaba en mi contra. No estaba en casa. Me dijeron que se había marchado de Roma (¿otra fugitiva?). Clara no se había refugiado en un santuario, sino que se había ido a una propiedad que pertenecía a su futuro segundo marido, bastante al sur, en una playa de la Campaña.
Sólo podía preguntarme si era para permitirle conocer mejor a su novio o si había una explicación más oscura. Desde luego, estaba muy lejos para que pudiera viajar hasta allí y pensé que el lugar podía haberse elegido justo por ese motivo. Nadie en la casa quería darme más explicaciones. Tampoco me permitieron entrar para hacer preguntas a sus padres. Me limité a maldecir al portero, un insípido funcionario que colgaba sus pulgares del cinturón de un modo que expresaba que estaba acostumbrado a ser maldecido y que le importaba un pimiento.
Tuve más éxito con mi siguiente intento. Volví a subir por el monte, gastando aún más el cuero de mis zapatos, mientras me abría camino hacia el puesto de guardia de la Cuarta Cohorte. Por suerte, ese día había elegido un calzado cómodo. Quería suplicar a los vigiles que me dejaran interrogar al hijo de Celendina, Kylo. Siempre que no lo hubiesen juzgado y condenado a una muerte horrible por matricidio.
Aún lo tenían allí. Y, de hecho, parecía como si hubiesen dejado caer en silencio cualquier acusación contra él. Los hombres duros de vez en cuando tenían que tomarse un descanso de su papel de matones. Kylo era el último alevín que había llegado al patio de ejercicios. Había sido absorbido por el cuerpo de vigiles. Se reían de él, pero también le daban comida y cobijo, y lo dejaban pasearse por los lindes cuando había grupos holgazaneando en el patio. Hasta salía de copas con ellos.
Si consiguieran que adelgazara y hacer que se moviera, hasta podría convertirse en bombero, aunque para eso había un largo camino. Mientras tanto, estaban usando a Kylo como hombre de confianza, para que vigilara las celdas desnudas donde encerraban a los prisioneros provisionales. El enorme jovencito parecía más aterrador de lo que probablemente era en realidad y cumplía con solemnidad su cometido. Era muy capaz de dominar a los borrachos y acallar a los pirómanos indignados. Si los vigiles decidieran adoptarlo, sería lo mejor para él. Hasta que algún oficial entrometido, que sintiera la necesidad de hacer algo, reabriera la cuestión, Kylo podría tener un trabajo de por vida allí. De una manera burda, los vigiles se habían convertido en su familia adoptiva.
No les importaba que lo viera. Nos sentamos en el suelo, en el patio interior. Uno de los vigiles supervisaba el interrogatorio: estaba agachado encima de un cubo sin girar, no hacía caso a lo que decíamos y se pasaba el tiempo hurgándose la nariz. De todas formas, Morelo también pululaba por allí: se había apoyado en una columna y fingía estar tallando un palo. Cualquier cosa que descubriera, la quería saber él también.
Gracias al trato que había recibido en ese lugar, Kylo ya no era el prisionero aterrorizado que había visto aquel día. El joven se había calmado y ahora se sentía más seguro en compañía de la gente.
Le hablé con tono muy amable.
—Kylo, te acuerdas de tu madre, ¿verdad?
Asintió con la cabeza. Un ligero ceño de inquietud arrugó su frente, pero nada serio.
—¿Piensas en ella?
Se le cayó una pequeña baba, pero se la secó con el brazo.
—A ella le gustaría pensar que lo haces. Debes de echarla muchísimo de menos. Yo la conocí, ¿sabes? Tuvimos una conversación muy agradable en un funeral. Pensé que era una señora maravillosa.
Kylo parecía estar incómodo, pero hasta ese momento había entendido que tenía que hablar conmigo y no fugarse. Proseguí, manteniendo un tono de voz bajo.
—Tú sabes quién soy yo, ¿no es así? Me llaman Flavia Albia.
Mantuvo la mirada fija en el suelo.
—Ya me has visto antes, Kylo. Vine a hablar contigo aquí. Tus nuevos amigos, los vigiles, me conocen todos y también son mis amigos. Pero tú y yo nunca nos habíamos visto antes de que muriera tu madre, ¿verdad? Así que cuando le pasó eso, ¿cómo es que dijiste mi nombre a la gente?
De repente Kylo miró en mi dirección.
—¿Vives aquí?
Parecía que podía hablar y además a la perfección, si quería. No me costaba trabajo entenderlo.
—No, Kylo, tengo mi propia casa. ¿Por qué?
—Tenía que ir a buscarte.
—¿Cuándo tu madre estaba mal?
—Se tumbó. Dijo: «Me siento rara, Kylo. Kylo, ve a por Flavia Albia», pero no sabía adónde tenía que ir.
—Kylo, esto es importante. ¿Dijo tu madre por qué me necesitaba?
Parecía perplejo.
—Kylo, ¿te mencionó que me había conocido esa tarde?
Se quedó pensando. Esperé con calma.
—Siempre me contaba adónde iba. Me lo contaba como un cuento.
—Entonces, ¿cómo era ese cuento, Kylo? ¿Te acuerdas?
—Oh, me gustan los cuentos. Siempre los recuerdo.
—A mí también me gustan. ¿Me podrías contar ése?
Al principio parecía desconfiado, pero mi apacible sonrisa lo tranquilizó. Kylo se enderezó y contó de manera muy formal lo que había pasado, como si fuera un cuentacuentos callejero con un sombrero para las monedas a los pies. Hizo pequeños gestos para introducir nuevos interlocutores y hasta cambió su voz de acuerdo con sus intervenciones.
—Ella dijo: «He conocido a una investigadora. Bonita criatura. Mejor de lo que esperaba».
Oí cómo Morelo resoplaba un poco más allá. Kylo lo fulminó con la mirada, como si fuera un niño travieso que molestaba en clase.
—Yo contesté: «Oh, eso es muy interesante, madre». Entonces ella me dijo: «Cuando me iba, un hombre estaba esperando en la carretera, cerca de las tumbas. Me preguntó: “¿Ha visto a Flavia Albia en el funeral de Salvidia?”, pero no me gustó nada y le dije que se perdiera. ¡Me irritó mucho, Kylo, se lo dije de verdad!». Ese —dijo Kylo— es todo el cuento que me contó mi madre aquel día.
Intenté no sentirme desconcertada por la conexión conmigo.
—¡Apuesto que cuando tu madre decidía que alguien no le gustaba, se lo decía sin cortarse ni un pelo!
Kylo y yo nos reímos al pensar en ello.
—Y, Kylo, una última cosa. Cuando tu madre empezó a sentirse rara, ¿te dijo que pensaba que alguien le había hecho algo?
—Ah, sí.
—¿Qué dijo. Kylo?
—¿Debería decírtelo?
—Sí, por favor.
—Dijo: «Debe de haber sido él, ese tipejo asqueroso. Me punzó. El mismo que me preguntó si había visto a Albia». ¿Fue ese hombre? —preguntó Kylo.
—Sí. Me temo que es muy probable que haya sido él, Kylo. Pero no te preocupes. Lo cogeremos y lo castigaremos.
—¡Ese tipejo asqueroso! —rugió Kylo con todas sus fuerzas, lo que nos sobresaltó a todos.
—Ese tipejo asqueroso —repetí en un tono mucho más tranquilo.
* * *
Morelo se animó y me acompañó a la puerta.
—¿Está preocupada?
—¿Yo? No.
—No se haga la valiente, porque esto es serio, Albia. La buscaba. Quizá Celendina le salvó la vida aquel día.
—A cambio de la suya.
—Así que, sí, es serio. Debe usted de conocerlo. ¿Por qué la buscaría un bastardo pervertido como ése, Albia?
—No lo sé. —Tenía una idea—. Bueno, cuide bien del hijo, Morelo.
—Si lo pusiéramos detrás de las rejas, yo temería que usted se colara y lo dejara libre.
—¡Eso es, ríase de mí!
—Lo haría, Albia.
—Oh, sí.
Nos quedamos así un rato, ambos pensando en otras cosas.
Eso no me había permitido identificarlo. Kylo no había visto al hombre. Pero basándonos en lo que ya sabíamos, nos proporcionaba un móvil. Un asesino psicópata había hecho una simple pregunta: «¿Ha visto a Albia?». A Celendina no le había gustado su actitud. Sola, al anochecer, en una carretera en el exterior de una necrópolis, su primera reacción podría haber sido de alarma. A lo mejor había sido muy insistente, con la arrogancia y la urgencia de un loco. Ella había sido brusca. Así que él se había sentido desairado por la respuesta cortante de una anciana cansada, preocupada por el hijo que había dejado solo.
—Usted cayó bien a Celendina, Albia. Intentó protegerla.
—Le estoy agradecida. Pero habría preferido que no sufriera por ello. Morelo, ¿cree que la siguió hasta su casa?
—Puede ser. A juzgar por los otros casos, si la hubiera herido cerca del cementerio, no habría podido llegar a casa antes de que hiciera efecto el veneno.
—Entonces, alguien en el barrio podría haberlo visto.
—¡Júpiter! Voy a intentarlo —gruñó Morelo—. Por usted. No sé cómo me convence para hacer esas cosas. Pero enviaré a un par de chicos a la calle, para que llamen a las puertas y pregunten.
Le di las gracias. Y lo hice con tono amable.
* * *
—Morelo, otra cosa. He intentado hablar con esa chica cuyo marido es una de las víctimas. Se ha marchado de la ciudad por algún motivo que podría ser relevante. A lo mejor usted podría despejar mis dudas. ¿Ha conocido a Manlio Fausto?
Morelo asintió. No dijo nada, pero la mirada que me lanzó era claramente extraña.
—¿Es lascivo? ¿Va a la caza de mujeres?
—¿Fausto?
—¿Está sordo o lo hace adrede? ¿Lo hace?
—No.
—¿Es todo lo que tiene que decirme?
Morelo dijo con dureza:
—Manlio Fausto, el edil plebeyo, no manosea, agarra, acaricia, estruja, excita o inserta su santificado muñequito en mujeres.
—¿Entonces le gustan los chicos? —repliqué.
—Lo dudo. Lo dudo mucho. Es normal. Pero le gusta guardárselo para sí —declaró Morelo—. ¡Qué hombre más sabio!
* * *
Estaba a punto de irme, pero me demoré.
Morelo me miró escéptico. Suspiré como toda respuesta. Nos entendimos. Era tan lento que, en comparación, hasta un caracol parecía temerario, pero después de medio día reflexionando sobre un punto, tenía modestas capacidades de razonamiento.
—¿Qué?
—Morelo, creo que he cometido un terrible error.
—Mientras la miro a la cara, estoy teniendo una horrible corazonada… Júpiter —dijo de nuevo—. Creo que me voy a mear encima… Usted sabe quién es.
Una afirmación, no una pregunta.
—No sé qué hacer, Morelo. No tengo pruebas, solamente esa sensación punzante de cuando ves la respuesta. La respuesta que le ha estado gritando a usted todo el tiempo.
—¡Oh, esa respuesta y yo somos viejos amigos! Vuelva dentro —ordenó Morelo.
Se había animado como nunca. No puedo decir que se había avivado, pero su mirada expresaba un tenue destello de interés.
—Ya sabe con quién tiene que hablar. Puede usar mi despacho. Mi turno ha terminado.
Nada podía interferir con eso. El turno principal de los vigiles duraba toda la noche y por la mañana estaban desesperados por irse a casa. Aparte del hecho de que Morelo tenía una esposa, tres niños y ese cachorrito anaranjado, los cuales querrían todos subírsele encima, el hombre estaba muerto de cansancio.
—Paso por su casa. Se lo diré.
—Podría no estar allí.
—Estará. Han estado despiertos hasta medianoche, viendo esas obras. El dios negro del inframundo irrumpiendo en la escena en su magnífica cuadriga y llevándose a la hermosa virgen mientras está recogiendo flores. ¿Quién se perdería eso? Todos los espectadores están ansiosos, esperando ver una violación de verdad de una virgen de verdad. Caballos de verdad resoplando. Gritos de verdad. Sangre de verdad. El mejor teatro romano.
—Por lo que sé, y no sea bruto, ni siquiera en nombre de la cultura enseñan desfloraciones de doncellas en vivo en las solemnes obras religiosas.
Morelo me cogió de la barbilla.
—Impresionantes, las Cerealias de este año. He oído que ese muchacho listo, Fausto, quiere popularizarlas, enseñar algo escandaloso para atraer más espectadores… Espere en mi cuarto. Hay un bonito mapa que puede mirar, así no necesitará leer ningún pergamino confidencial. Si juega con mi estilo, no rompa la punta o le quitaré la asignación para el vestuario.
Sabía a cuento de qué venía esa afirmación adormecida. Al de aligerar la atmósfera, a su modo duro. Al de decirme que, mientras esperaba, allí estaría a salvo.
Lo vi esfumarse por la calle, y según sus patrones, estaba a punto de ponerse a correr.