XLII

Podría haberme quedado a pasar la noche con mi gente, como había sugerido Póstumo con tanta astucia, pero no estaba de humor para tener compañía, la suya o la de cualquiera.

Andrónico volvió a la plaza de la Fuente. Era casi como si supiera que prefería no verlo. Yo sentía que estaba intentando imponer su voluntad, lo cual nunca era un buen método para causar en mí una buena impresión. Estaba en mi piso, el de la segunda planta. Ni siquiera me había quitado la ropa, pero estaba tumbada en la cama, como si estuviera esperando a que pasara algo más esa noche.

En Roma, habría otras mujeres tumbadas en el centro de sus camas, con sus hombres insultándolas desde la habitación de al lado. Uno de los ritos de las Cerealias lo exigía como gesto de castidad: las mujeres debían protegerse de cualquier roce masculino y, para asegurarse, los hombres tenían que dormir en otro sitio. Como es lógico, ése era un rito para los ricos. Los pobres no tenían tantas camas.

Había oído que las mujeres que querían quedarse célibes para Ceres se tomaban un brebaje de cebada y poleo para suprimir su apetito sexual. Hasta se rumoreaba que llevaba también drogas, ya que se suponía que sólo con cereales y hierbajos no era posible vencer la lujuria femenina. Yo no necesitaba ni hierbas ni drogas. Nada peor que ver un hombre bajo otra luz para matar la pasión.

¿Sabíais que el aceite de poleo es venenoso incluso en dosis pequeñas? La gente cocina con él alegremente, o hace infusiones, y, sin embrago se dice que las matronas lo utilizan para causar abortos. Y puede matar. ¿El asesino misterioso estaba usando algún veneno parecido que se consigue con facilidad en casa? ¿O tenía la posibilidad de acceder a algo más sofisticado?

* * *

Fiel a su promesa, Andrónico volvió. No me sorprendí.

¿Cuántas veces se quedan las mujeres tumbadas, esperando la llegada de su amante, para al final quedar decepcionadas? Yo lo había hecho. Eso requiere un nivel de interés por una relación que yo había perdido de repente. En algún momento del viaje hacia Ariccia, o de vuelta de allí, la Vía Apia se había llevado toda mi atracción por el archivista. Aquella noche tenía un sincero deseo de ser casta. No tenía nada que ver con la religión, sino que reflejaba una sensatez renovada. Había perdido el deseo. Nuestro distanciamiento era permanente. Nunca más querría que Andrónico me tocara.

¿Él lo sabía? ¿Lo aceptaría? ¿Era el tipo de hombre que dejaría irse a una amante desafecta?

Lo oí golpear y gritar para que lo dejaran entrar y después Rodan gruñó su respuesta. Me acerqué a la puerta y la abrí en silencio sin delatar mi presencia. Si el archivista conseguía entrar en el edificio, estaba preparada para cerrar la puerta de un empujoncito y echarle el cerrojo, para luego ponerme a temblar, escondiéndome de él.

Es rara esta sutil transición entre estar totalmente obsesionada con un hombre y no querer saber nada de él.

—Las órdenes son órdenes —afirmó Rodan, como si fuera un funcionario intransigente.

Era un cambio y una auténtica hipocresía. Para él, las órdenes existían para olvidarse o ignorarse.

—Los dueños de este edificio son muy puntillosos. Una vez cierro la reja, no puedo dejar entrar a nadie.

—¿Y si viviera aquí?

—Pero no es el caso, ¿verdad?

A veces se me olvidaba que Rodan había trabajado durante muchos años para un casero, encargándose de hacer cumplir las normas. Sabía cómo mantenerse firme y además lo hacía con un nivel tan bajo de amenaza de violencia que acabaría con el valor de cualquiera.

—¡Estoy harto de esto!

Andrónico también parecía tener ganas de pelear. Yo estaba en contra de esa posibilidad. Rodan podría ser un gladiador fracasado, pero aún era lo bastante grande para hacer daño. El dolor probablemente haría aflorar la crueldad del archivista. Y pensando en mí, no quería tener que buscar a otro portero si Andrónico conseguía herir a Rodan. Era barato, demasiado tonto para robarnos y lo conocíamos desde hacía muchos años. A nadie le gustan los cambios.

Andrónico seguía echando pestes.

—Primero la mujer desaparece, luego se cree que es superior… Me gustaría matar a ese pestífero niñato que estaba con ella.

—Mejor no lo intente.

Ese debía de ser el tono que había utilizado Rodan en el pasado para asustar a los inquilinos que se retrasaban con el alquiler. Con la reja de por medio, estaba feliz de hacerse el duro. Era un ofrecimiento tranquilo y relajado a sacar las entrañas de alguien por un orificio inusual. Como un embalsamador egipcio, pero tú estando vivo, o por lo menos al principio.

—No voy a dejar que me tomen por tonto… ¡Alguien pagará por la molestia!

—Envíenos la factura —se mofó Rodan.

—¡Tú o ella! Me da igual quien sea.

La bravata de Andrónico pretendía dar miedo. No podía dejar de pensar que había adivinado que lo estaba escuchando.

* * *

Cuando estaba ya segura de que se había ido, salí de las sombras. Al bajar, vi colocadas en el suelo del vestíbulo un par de toscas lámparas de aceite que arrojaban su luz tenue en algunos puntos. Era suficiente para distinguir a Rodan, que estaba de pie al lado de la reja, mirando fuera como un toro, pero con un aspecto fofo en su túnica andrajosa. Me oyó y se giró, sin ni una sombra de sorpresa en la cara.

Intercambiamos una larga mirada.

—Gracias, Rodan. No lo dejes entrar —dije con tranquilidad—. Si alguna vez viene a buscarme, dile que no estoy. Invéntate cualquier excusa.

Rodan no dijo nada, sólo asintió con la cabeza.

* * *

Volví a mi casa. Me aseguré de que todas las puertas estuvieran atrancadas. No estaba exactamente asustada, pero aun así mi corazón palpitaba con fuerza.

Podría ser una tarea difícil conseguir salir de esa situación sin repercusiones. Pero tendría que hacerlo.