XLI

Tardamos un día entero en volver a Roma. En parte fue culpa del tráfico, pero también tuvimos nuestros propios retrasos. Para cuando empezamos a subir por el Aventino y el carro rodó hasta la antigua lavandería, las tres gallinas se habían reducido a dos. Dos muy asustadas.

A causa de esto, Félix, el cochero, estaba de un humor asqueroso. Les tenía cariño a esos pollitos. Descargó a Póstumo conmigo, fingiendo que tenía que llevar el carro para otro lado y no podía llevar a mi hermano a casa. Póstumo bajó resignado, con Hurón colgando de su cuello. Hurón había dejado de volverse loco. Para desgracia de Diddle, Hurón había conseguido su objetivo.

* * *

Me sentía agotada. Estaba lista para derrumbarme encima de mi cama, pero antes tenía que acompañar a mi hermano a casa de mis padres. Mi cerebro había estado echando humo y mientras tanto me había visto obligada a solucionar crisis con hombres y mascotas. Había viajado mucho con mis padres y estaba acostumbrada a las peleas entre mis compañeros, pero nunca hasta ahora había tenido que capturar aves histéricas. De todas formas, las cosas siempre se tranquilizan cuando la gente se queda exhausta. Sólo hay que saber cuándo sacar la cesta de los refrigerios. El único mérito de un largo viaje con un cochero antipático y un chico que vive en su mundo es que tienes la posibilidad de ordenar tus ideas.

Las mías se deslizaron a su sitio casi por sí solas y los resultados me inquietaron. Ya no creía que el edil había matado a la criada ni a ninguna de las otras personas que habían muerto en el Aventino en circunstancias misteriosas. No era nuestro hombre. Eso quería decir que mi amigo Andrónico estaba sembrando cizaña, aunque sostuviera todo lo contrario. Me pregunté si de verdad no sería mejor ir a conocer al edil para poderlo evaluar en persona, pero Andrónico también había intentado implicar al mensajero, Tiberio, y estaba de igual modo convencida de que era un error, así que ¿para qué molestarme? A la gente como yo le conviene evitar a todos los magistrados. Desde luego, era una mala idea presentarse delante de alguien que está inmerso en el festival más importante de su mandato y acusarlo de haber cometido una serie de asesinatos atroces. Lo que sabía sobre Manlio Fausto me sugería que eso lo irritaría mucho. Sobre todo si no lo había hecho.

Si era inocente, mi carrera estaría acabada, ya que seguiría trabajando en una ciudad donde todos los oficiales estarían al tanto de mi afirmación escandalosa. No era prudente. Hasta tenía familiares que me pondrían en una situación embarazosa, pues afirmarían que ese edil tendría derecho legítimo a una indemnización por desacreditarlo. Había tipos tan deseosos de hacerse un nombre que, en una prometedora «causa célebre», correrían a denunciarme en nombre de Manlio Fausto…

Yo misma había realizado muchas acciones estúpidas, pero nunca hasta ahora instigada por alguien. Me gustaba cometer mis propios errores.

No había motivo para pensar que alguien de la casa de Fausto-Tulio estuviera implicado de forma directa en los asesinatos y, con franqueza, estaba empezando a irritarme el hecho de que el archivista lo insinuara. Andrónico guardaba un rencor evidente a las personas con las que vivía, pero eso no tenía ninguna relevancia en mi investigación, así que habría sido mejor si se lo hubiese guardado para sí.

Había conocido a gente así antes, gente que pensaba que mi trabajo era un gran juego. Para ellos, intentar enviarme tras pistas falsas era un reto, a menudo una broma. Sus teorías eran como ideas mal formadas, sin sentido, descabelladas, cocinadas en un bar, donde de hecho muchas veces salían a la superficie. Las ignoraba, por lo menos cuando era sensata.

Me di cuenta demasiado tarde de que había sido inducida a confiar en el criterio de Andrónico por lo que sentía por él. Estaba furiosa conmigo misma. Me había portado como una tonta.

No lo estaba culpando por el viaje inútil. Alguien tenía que preguntar a Venusia si había visto algo. Tenía ganas de comunicar en algún momento a Tiberio que, a pesar de burlarse de mis habilidades, había llegado hasta esos extremos —un viaje de dos días y unas veinte millas—, siempre que volviéramos a tocar el tema, lo cual parecía poco probable.

Tal vez teníamos que vernos. Tenía preguntas que podría contestarme y una idea que verificar. Como os he dicho, había estado pensando mucho.

* * *

En cuanto llegamos a la plaza de la Fuente, Rodan subió corriendo a decirme que Andrónico había pasado por allí. Me habría gustado tener un poco de tiempo para recuperarme.

Quería reajustarme, a la vista de las dudas que me habían asaltado. Desde luego, no me había pasado el viaje meditando sobre las esferas etéreas de la filosofía astronómica.

—Ese amiguito suyo ha estado aquí —refunfuñó Rodan, de manera tan ruda que deduje que habían hablado de mi desaparición. Debí dejar una nota—. Es un irritante bastardo.

En ese mismo momento apareció de nuevo Andrónico. Allí estaba, agotada, con una pequeña colección de bultos a mis pies en el suelo y un agitado niño de once años, más Hurón, más Rodan con su mirada intrigada. Las mujeres tienen que apañarse en semejantes situaciones y aplazar las exigencias de sus amantes. Andrónico podía ver mi apuro y aun así se me echaba encima. Me chocó ver que era como un perro que no podía soportar estar solo. Tenía los mismos celos egocéntricos y, según descubrí, era igualmente propenso a poner caras largas y a odiarme por irme sin decirle nada y sin llevármelo de la correa.

—Tuve que asistir a un evento familiar, después necesitaba interrogar a esa criada, Venusia. Fue todo bastante inesperado, pero ahora estoy aquí, así que espero que me puedas perdonar.

—Era su cumpleaños —anunció Póstumo.

Imagino que pensó que el detalle sería útil.

—¿Y éste quién es? —preguntó Andrónico, con un brillo en los ojos y señalando.

Gracias a los dioses, Póstumo era demasiado joven para ser confundido con un rival.

—Mi hermano. No es tan malo como parece, tan sólo nunca le des la espalda.

Andrónico examinó a mi hermano, que era un chico robusto a causa de su actitud decidida a la hora de comer. Su amor por la comida compensaba su falta de amor por los demás. Encima de su cuerpo sólido, Póstumo llevaba una túnica de buena calidad que había conseguido mantener bastante limpia, ya que era de esos niños raros a los que les encanta tener cuidado. La criatura anómala también había recibido un corte de pelo muy aseado, a propósito de mi cumpleaños. Su aspecto transmitía arrogancia y superioridad. El hurón debió de completar el cuadro para Andrónico: una mascota como ésa podría ser un complemento normal en un zoquete que trabajaba en el campo, pero en la ciudad definía a mi hermano como un niño rico y mimado.

Póstumo le devolvió la mirada. Mucha gente encontraba su mirada desconcertante. A pesar de mi cansancio, me pareció divertido quedarme a mirar como iba a reaccionar Andrónico. Ambos estaban acostumbrados a asumir una determinada postura y a observar a los demás con desdén.

—Me tiene que llevar a casa ahora —me reivindicó Póstumo de una manera despreocupada pero efectiva.

—¿Es así?

Andrónico estaba suplicando con su expresión más irresistible. Mi corazón palpitó. Sabía cómo expresar sus atenciones ardientes. También sabía cómo utilizarlas para confundir a una mujer que estaba convencida de que quería quedarse sola.

—¿Desde cuándo eres una pedagoga que arrastra a niños pequeños por las calles?

—Me temo que tengo que hacerlo.

—¿Y qué pasa conmigo?

—Andrónico tiene once años. Se está haciendo de noche y no puede pasearse solo por el Aventino. Asustaría a los maleantes. O se queda a pasar la noche conmigo… —Podía ver que esta solución no se ajustaba a los planes que tenía mi amigo— o lo tengo que acompañar.

Andrónico habría podido bajar el monte con nosotros y luego haber vuelto conmigo. Nadie lo sugirió.

* * *

En su lugar, preguntó con tono brusco:

—¿Qué era tan urgente para que te fueras en busca de Venusia?

Oh, Juno. No aquí, no ahora.

—Quería preguntarle si había visto algo.

—¿Y ha habido suerte? —preguntó Andrónico.

Me daba cuenta de que Póstumo estaba evaluando a mi amigo como a un experimento científico, colocado delante de él por su tutor (un académico de poca monta, pero sincero, objeto —habéis adivinado— de las burlas de Póstumo).

—No, ninguna.

—¿Y dónde se encuentra ella?

—Por ahí, en el campo. ¿Necesitas saberlo?

—Claro que no —contestó Andrónico de manera tan rápida y sensata que me sentí como si me estuviera amonestando—. Parece que nos estamos peleando, Albia.

A pesar de su tono sosegado y de su expresión inocente, Andrónico estaba tenso. En mi casa, a eso lo llaman discusión. Las peleas eran cuando tirabas platos, asegurándote previamente de que estuvieran llenos. Solíamos tenerlas con niños malhumorados. Muchas con Póstumo.

—Así que ¿tu viaje ha resultado inútil? —preguntó Andrónico al ver que no contestaba a su frase sobre la pelea.

Esta noche no estaba de humor para discordias.

—No, pero me ha convencido de que tengo que ver a Fausto.

—Te dije que no lo hicieras. —Mientras estaba digiriendo eso, Andrónico insistió—: ¡Deberías hacer lo que te digo!

No debería haber sido tan tonto. Cualquiera podía ver que estaba cansada e irritable, pero ésa fue una mala jugada.

—¿Porque eres el hombre?

—No soy tu cabeza de familia —admitió, como haciendo un intento tardío para calmar la tensión.

Lo dejé pasar. O eso parecía. Cuando los hombres empiezan a darme órdenes, puedo ser una buena actriz.

Póstumo deslizó su mano en la mía. Eso no era nada habitual. Imaginé lo que estaba tramando. Le encantaban los enfrentamientos. Le encantaba provocarlos. Mi hermano dijo lo que pensaba con su inquietante autoconfianza:

—El cabeza de familia de Flavia es nuestro padre, Marco Didio Falco.

De repente, Andrónico volvió a la suavidad de antes.

—¡Claro que lo es, hombrecito, y tenemos que llevarte a casa con él! Puedes ir, Albia.

—Si nuestro padre se muere —anunció Póstumo, como si lo hubiese estado calculando—, ¡el cabeza de familia de Albia seré yo!

Eso ya era demasiado. Andrónico me hizo una mueca y se fue girando hacia el callejón, no antes de decir de modo elocuente:

—Bueno, ¡a lo mejor me paso más tarde!

No dije nada.

—Deberías quedarte con nosotros esta noche —ordenó mi potencial cabeza de familia.

Como intermediario en una relación amorosa, Póstumo podría ser un matón muy eficiente.

* * *

Dejé el equipaje con Rodan y me fui con el chico. Empecé caminando rápido, pero luego bajé el ritmo. Debíamos tener cuidado. En nuestra ausencia, las ceremonias de las Cerealias debieron de continuar todos los días. En todos los sitios del Aventino por donde había pasado una procesión, aún permanecían al acecho en las aceras restos de los frutos secos que habían tirado a los espectadores: la generosidad de Ceres, lista para torcer el tobillo a algún incauto. Tenía los zapatos equivocados. Mi hermano estaba tan cansado que sus pies ya no lo aguantaban y tenía que sujetarlo cuando tropezaba. La última cosa que quería era que se le escapara el hurón y que tuviéramos que convencer a ese furtivo bichito para que saliera de alguna alcantarilla.

Al llegar a casa, mi hermano se soltó de mi mano y corrió dentro, gritando alegremente:

—¡A que no adivináis lo que ha pasado! ¡Hurón ha matado a Diddle y se la ha comido!

Sabía que mis hermanas empezarían a llorar.

Tenía once años. Sólo era un niño. Parecía más sabio que los chicos de su edad, pero a veces lo sobrevalorábamos. La mitad de las veces no entendía la trascendencia de las cosas que decía y hacía. Nunca intentéis razonar con un muchacho, es inútil. Nosotros, que lo conocíamos e intentábamos quererlo, aceptábamos sus excentricidades e incluso su rudeza. Pero los demás se lo podían tomar a mal.

Ojalá no hubiera pensado en ese momento en el desbullador de ostras, Lupo. Eso me recordó que lo que un chico dice o hace de manera accidental a la persona equivocada puede tener consecuencias terribles.

Estaba feliz, porque mi hermanito vivía en casa protegido. Él nunca estaba en la calle, donde merodeaban agresores misteriosos.