XL

—¡No entiendo su pregunta! —Venusia estaba fingiendo con descaro—. Es un santuario dedicado a Ceres, nuestra diosa. Mi ama es miembro del culto de Ceres y algún día se convertirá en la sacerdotisa mayor, recuerde mis palabras.

Repliqué:

—¡Antes se tendría que volver a casar! Ésta es una distracción, Venusia. Repito, ¿por qué estás aquí?

—Estaba muy conmocionada por lo que le pasó a la pobre pequeña Ino, así que mi amable ama me envió aquí por un tiempo para que me recuperara.

—¿Dónde nadie te podía encontrar?

—No entiendo.

—¡Otra vez! Está bien. —No tenía ninguna paciencia con semejante resistencia tozuda—. Cuéntame los hechos. ¿Qué pasó exactamente cuando atacaron a Ino?

Ahora la mujer hizo ver que se sentía coaccionada: empezó a limpiarse el sudor que había aflorado en su frente. Aun así, describió con frialdad el paseo por el Vicus Altus, cómo habían empujado a Ino y cómo se había tambaleado. Todo coincidía con el resto de las historias que había oído. Cuando pregunté, me confirmó que, por ningún motivo en particular, ella había estado caminando detrás de Marcia Balbila e Ino detrás de Laia Gratiana.

—Laia cree que vislumbró a alguien agrediendo a Ino.

—No sé nada de eso. Mi ama no está obligada a decírmelo todo.

Pensé para mis adentros: «¡Pero apuesto a que crees que debería!». La lucha por el poder en la casa de Laia debía de ser agotadora. Solamente una fuerte personalidad como la de Laia podía haberla mantenido independiente.

—¿Viste a ese hombre?

—No.

—¿Viste a alguien desaparecer y confundirse astutamente entre los viandantes?

—Ya se lo he dicho, no.

—¿Reconociste a alguien en la calle en ese momento?

—No.

—¿Ino dijo algo acerca de él?

—No.

—¿Cómo se le cayó la estola?

—¿Qué?

—Su estola. Laia me dijo que se le había caído.

—No lo sé. Debía de ser de un material resbaladizo. La llevaba por encima de la cabeza, como una buena chica. —Venusia imitó automáticamente el modo en el que una mujer respetable agarra con una mano grácil su estola a la altura del cuello, para que se quede sujeta en su pelo mientras está caminando—. Debió de soltarla cuando se cayó.

—¿Cuánto medía? ¿Más o menos como tú? ¿Más alta? ¿Más pequeña?

—Más o menos como yo.

—¿Qué constitución tenía?

—Parecida a la mía.

Venusia era, como muchos esclavos, unos tres dedos más baja que la romana media, tal vez porque era originaria de alguna lejana provincia donde la gente tenía menos altura. No era enjuta, pero sí de constitución delgada, con brazos finos, y con las clavículas sobresaliendo encima del escote de su túnica. Los ricos plebeyos tenían vidas sanas, pero no se gastaban mucho dinero en sus esclavos. Laia Gratiana era incluso más delgada, hecho que siempre había achacado a su falta de diversión en la vida, ya que no había restricciones alimentarias que pesaran sobre la señora de una casa. Era más alta que Venusia y lo era también su amiga Marcia Balbila. Eso era normal.

—¿Cuántos años tenía Ino?

—Habría cumplido treinta el año que viene. Lo sé porque siempre hablaba de ello. Quería comprar su libertad y juntarse con su chico.

—¿Qué chico era ése?

—Uno de los esclavos de la casa. De su casa.

—Sí, he oído hablar de él. Marcia Balbila no lo sabía, pero por lo demás era un secreto bastante conocido. ¿Había algún otro admirador en el que pudiera estar interesada? ¿Alguien de fuera?

—No creo. No habría podido verse con nadie.

—¿Sería difícil —insinué— para alguien con señoras como las vuestras juntarse con un hombre que no vive en vuestras casas?

—Oh, imposible.

Tonterías. Un montón de esclavas y libertas tienen relaciones con el exterior. Algunas van y vienen cada pocos minutos, como abejas de una colmena. Venusia me miró directamente a los ojos y lo hizo casi con compasión. Sus ojos eran de un marrón tan oscuro que era casi negro: eran impenetrables y me recordaban al agua de los desagües que hay por fuera de los talleres industriales.

—En cualquier caso, todas no somos criaturas libres como las prostitutas. Algunas de nosotras se rigen por unos principios morales.

Eso iba dirigido a mí. Era un golpe bajo y gratuito.

Apreté los dientes.

—No hay nada malo en buscar compañía agradable. Y tú, Venusia, ¿tienes un amante?

Se limitó a mover la cabeza con disgusto.

—¿Alguna vez has tenido alguno?

—No, nunca —dijo escuetamente, como si le hubiera preguntado si alguna vez se había aventurado en la brujería.

Fue un momento crucial. Volviendo atrás, habría podido malinterpretarlo con mucha facilidad. Podría haber pensado que el tono brusco con el que me había hablado significaba que Venusia rehuía a los hombres, porque no tenía experiencia y ningún hombre se fijaba nunca en ella. Sin embargo, un instinto repentino me dijo que parecía más el énfasis excesivo de alguien que intenta borrar una mala experiencia.

No sé explicar de dónde viene una impresión semejante en un informante. Pero de alguna manera empieza a insinuarse una duda. Es fácil dejarla pasar. Pero a menudo resulta ser correcta.

—¿Te habría gustado comprar tu libertar y establecerte por tu cuenta?

—No tengo dinero.

—Debes de haber tenido recompensas. ¿No crees en el ahorro?

—¿Para qué molestarse? Si al final te lo quitan con el engaño.

—¿Quién te engañó?

—Nadie. No soy tan estúpida.

Entonces, ¿para qué mencionarlo? Me quedé pensando.

* * *

Me rendí poco después, agotada por el largo viaje de ese día y por la imposibilidad de romper la resistencia dura como una piedra de la criada. Nadie creería que estaba intentando identificar al hombre que podría representar una amenaza para ella. En general, tenía una actitud burlona, como alguien que estaba siendo torpe a propósito y disfrutaba con ello para sus adentros. Me despreciaba. No era la primera vez que un testigo me consideraba alguien sin importancia, pero me hizo sentir insatisfecha por no conseguir mi objetivo.

Póstumo y yo nos marchamos, pasando por el santuario desierto. Allí nos quedamos un rato, mirando la estatua sentada de Ceres que representaba la Madre Amorosa. Esta no era una figura poco confiable que podría abandonar a un bebé en una rebelión o explotar a un chico reticente como equilibrista. La Ceres de Ariccia tenía la mirada ascendente y larga de una mujer satisfecha con su posición y su vida atareada, y que cuidaba de sus niños mientras llevaba a cabo muchas otras tareas en el mundo. Su cabello abundante estaba peinado hacia atrás, recogido a la altura del cuello en tirabuzones y fijado con su ligera corona de espigas de trigo. Era hermosa, con ojos grandes, adornada con una gargantilla trenzada y pendientes en forma de rosetas. Sonreía, estaba tranquila y a la altura. Nos recordaba a mi hermano y a mí a la mujer que nos había adoptado, nuestra propia Madre Amorosa. Eso nos hizo sonreír. Sí, también a Póstumo.

* * *

Era demasiado tarde para volver a Roma esa noche. Tuvimos que quedarnos en la posada. Mientras el chico y yo volvíamos caminando, murmuré cansada:

—¡Bueno, hemos hecho un largo camino para venir a escuchar cosas inútiles!

Póstumo se giró y alzó la vista hacia mí. Estuvo reflexionando sobre lo que acababa de decir. Tenía once años, pero su capacidad de observación era escalofriante.

—Te estaba mintiendo.

Bueno, ya lo sabía. Sólo tenía que decidir acerca de qué me había mentido.