XXXIX

Algunos informantes tienen vidas diferentes de la mía. A esos grandes nombres los insultarán los escritores satíricos y los historiadores, pero eso a ellos no les importa, porque se retiran a vivir de sus beneficios a villas lujosas, situadas en lo alto de deliciosos acantilados, encima de mares de color zafiro. Me refiero a las caras conocidas que trabajan en procesos judiciales famosos. Es verdad, son herramientas despreciables en las manos de emperadores despóticos, pero pueden compensar el odio de los ciudadanos con el placer de tener unas condiciones laborales muy buenas. Sus despachos son elegantes. Personal discreto camina sin hacer ruido, llevando bandejas de plata. Sus horarios son cortos y prácticos. Cuando tienen que viajar —suponiendo que hay una emergencia a la que no pueden enviar a un agente en su lugar—, lo hacen con inmenso estilo y comodidad, en literas suntuosas y con un enorme séquito, parando muchas veces para tomar alimentos, que incluirán vinos añejos y paté de langosta, servidos por númidas desnudos bajo palios desmontables. Con flecos.

Como equipo formado por una sola mujer, ése no era mi estilo. Si mi padre no se hubiese ofrecido a prestarme un medio de transporte, ahora estaría esperando al borde de la Vía Apia, intentando conseguir un pasaje en un carro de heno. Los conductores de esos carros son todos unas bestias, creedme.

En su lugar, se me concedió el privilegio de un tal Félix y su mula, Kicker, los componentes del eterno equipo que llevaba el carro secreto de mover dinero de la casa de subastas. Éste era destartalado por definición. Tenía que aparentar cincuenta años y un eje inseguro, un vehículo tan rústico que nadie pudiera estar utilizándolo para nada más que para transportar tres gallinas y un apestoso saco de lana. En realidad, el eje estaba muy bien engrasado y las ruedas eran nuevas. Tenía un falso suelo debajo del cual había un compartimento reforzado para acoger tesoros o dinero en grandes cantidades. Kicker era patizamba, pero si le dabas la cantidad de forraje y agua que quería, se podía mover de manera engañosamente suave. Félix era la persona menos apropiada para llevar el nombre de Feliz o Afortunado, prueba viviente de que nadie puede saber cómo será un bebé en el momento de asignarle su etiqueta para toda la vida. Recurríamos a sus servicios porque era de fiar en las posadas de carretera: todos rehuían esa cara abatida, así que nunca acababa borracho con una mala compañía, arriesgándose a decir a los posibles ladrones que llevaba dinero. Las gallinas, que habían sido bautizadas por mis hermanas, se llamaban Piddle, Diddle y Willikins. Eran diablos que picoteaban a los pasajeros.

Félix me recogió en la antigua lavandería: Póstumo ya estaba en el carro con su cara infeliz. En Roma, los vehículos con ruedas no podían circular durante el día, pero se hacían excepciones para los carros de los constructores, así que Félix se había hecho experto en el arte de tener una tabla en la parte trasera para parecer legal. Expliqué a mi hermano que, de esta manera, teníamos a mano una tabla, lista para ser colocada en cualquier terreno pantanoso si durante el viaje teníamos que parar a hacer pipí detrás de un arbusto. Póstumo estaba horrorizado: no soportaba las burlas.

Algunos niños se habrían traído sus aurigas de juguete para jugar con ellos de forma inocente. Él tenía su hurón. Se llamaba Hurón. Esto era prueba de la imaginación desenfrenada que mi hermano no sólo poseía, sino de la que se enorgullecía.

Se lo pregunté a Félix y él confirmó mis miedos de que los hurones y las gallinas no hacen buenas migas. De hecho, no las hicieron. Hurón se pasó el viaje entero intentando coger a las tres gallinas.

* * *

Me acuerdo haber estado en Ariccia de pequeña. Mis padres habían ido al santuario de Diana en Nemi durante una de sus misiones oficiales ultrasecretas. Nadie puede hablar de algunas de sus locas aventuras. Mi padre no podrá publicar sus memorias antes de que pasen unos dos mil años.

Habíamos estado allí a mediados de diciembre y habíamos hecho una parada deprimente en una posada horrorosa. Eso me había dado una mala impresión de un sitio que ahora veía como próspero en extremo. Como primera escala en la muy concurrida ruta entre Roma y el sur de Italia, Ariccia estaba en la posición perfecta para convencer a la gente de que se separase de su dinero, mientras aún estaba de buen humor.

Suspendida en el borde exterior de los montes Albanos, su clima era fresco. Su situación era igualmente buena, con preciosas vistas a un delicioso valle que debió de ser un cráter volcánico (vistas que en la brumosa lejanía se extendían hasta el mar). Estos beneficios, combinados con su cercanía a la ciudad, habían convencido a muchas familias romanas de buen nombre y aún mejores finanzas a tener segundas residencias en la zona. Para su deleite, la rica tierra volcánica proveía los puestos del mercado con vegetales excelentes, había un fabuloso plato local de cerdo cocinado con hinojo, se producía vino y las fresas salvajes tenían un renombre merecido. Una ventaja añadida era el principio de un camino de unas tres millas a través del bosque hasta Nemi, el precioso emplazamiento a orillas del lago de un santuario dedicado a Diana, en su advocación de diosa del parto indoloro. Los modernos servicios médicos incluían una guía para la concepción para ricos ingenuos que acudían en masa.

Como es obvio, la mayor parte de los consejos en este santuario incluían la intercesión de la diosa y la plegaria, y la compra de procedimientos caros, pero probablemente a los suplicantes también se les aconsejaba «practicar más el sexo», lo cual hacía que valiera la pena gastarse el dinero. Y apuesto que funcionaba. Desde luego, Nemi tenía una maravillosa reputación y unos ingresos a juego.

Mi padre imaginaba que si la gente sin hijos les pagara un honorario extra, los sacerdotes hasta les echarían una mano. Es repugnante.

Pero a menudo tiene razón.

* * *

En Ariccia había un santuario casi olvidado dedicado a Ceres. También diosa de la fertilidad —aunque, a diferencia de Diana, expresamente no virginal—, a Ceres se le rendía homenaje con bustos y estatuas sentadas, con una corona de espigas en la cabeza, cuidando de dos niños pequeños. La maternidad tan abundante deprimía a las parejas en busca de hijos que venían a Nemi, así que ese santuario tenía pocos benefactores. Carecía de las elegantes instalaciones del cercano complejo de Diana.

Para la criada solterona de Laia Gratiana tampoco tenía mucho atractivo que la abandonasen entre sus acólitos decrépitos. Estaba enfurruñada. Si había sido encerrada allí por su propia seguridad, desde luego no estaba agradecida.

Había dejado a Félix y nuestro equipaje en lo que esperaba que fuera una mansión de viajeros distinta a la que habían despreciado mis padres con anterioridad. Tenía que llevarme a Póstumo. No se puede dejar a un niño con un hurón solo en una posada. Con su actitud arisca e insultante, seguramente sería confundido con el hijo de algún cónsul, y sería secuestrado y embarcado hacia algún pueblo de Cerdeña. Los secuestradores se quedarían con él, escuchándolo quejarse de las condiciones en las que lo tenían y criticar su ineficiencia en las negociaciones. No pagaríamos el rescate. La banda, desesperada, acabaría suplicándonos que nos lo lleváramos. Peor aún, Póstumo pronto dirigiría el chanchullo, un trabajo que le sentaría como anillo al dedo, pero que no proporcionaría una buena vida a un hurón, así que, como amante de los animales que soy, tenía que pensar en el futuro de Hurón.

* * *

Póstumo no dijo ni una palabra durante el interrogatorio. Incluso Hurón se quedó escondido bajo su túnica y pocas veces sacó la cabeza fuera. Mi hermano nunca creaba problemas en el trabajo. Le gustaba estar atento a todo lo que pasaba para decidir cuánto mejor lo habría hecho él.

Venusia iba de aquí para allá e intentaba distraerme, preguntando si a mi querido niñito le apetecería un zumo de fruta o un cuenco de uvas pasas. Póstumo nunca había sido un chico que aceptara zumos de fruta de señoras irritantes que lo trataban como a un niño de tres años. De hecho, incluso cuando tenía tres años, se portaba como un señor mayor, un señor que tenía a varias esposas enterradas bajo el suelo de la leñera, con hachas clavadas en sus cabezas. Lanzó a Venusia su mirada, la que preguntaba abiertamente por qué esa mujer estúpida no sabía que lo único que quería era que le permitieran ir al bosque sagrado para encontrar un erizo que pudiera desmembrar de la manera más sanguinaria posible.

Durante su discusión sobre el zumo, tuve la oportunidad de observar a Venusia. Me desconcertó descubrir que ya no era una chica. Se tiende a asumir que la criada de una señora es una persona joven cuya conversación sería más divertida para su ama y que podría ser mangoneada o incluso azotada. La placa que me enseñaron de la de Marcia Balbila desde luego la representaba como juvenil. Pero Marcia había admitido sin reserva que había pedido para la pared del salón un retrato de Ino más atractivo que fiel a la realidad.

Venusia era una mujer de una cierta edad, siendo esa edad, según mis estimaciones, cuarenta y cinco años. Creí que no estaba exactamente a punto de retirarse —porque las criadas se tienen que matar trabajando durante años, quitando los granos de sus amas, las cuales están decididas a no perder a sus ayudantas—, pero rayaba la desesperación. La descripción que había hecho de ella Andrónico —una gárgola— era un poco exagerada, pero constituía el rechazo de un hombre hacia cualquier mujer mayor que él que no era un bombón coqueto. Tenía un cuerpo torpe, el rostro destrozado por una prominente verruga y una actitud intransigente. Por lo que sabía, Laia Gratiana y ella se compenetraban a la perfección, pero con otros empleadores Venusia habría sido una matona.

Le expliqué que había venido a preguntarle por el incidente con Ino. Venusia parecía hostil. En la habitual fase de acercamiento, deslicé con astucia alguna pregunta acerca de los tiempos en que Laia y Fausto estaban casados.

—¿Cuál era tu opinión acerca de eso?

—Mi ama podría haber hecho una elección mucho mejor.

—¿No te entusiasmaba?

—Nunca me gustó.

Ahora que la había visto, me pregunté si era porque Fausto nunca se había interesado por ella. Cualquier joven marido podría tomarse a mal a una criada que es demasiado íntima con su mujer y que ejerce sobre ella una influencia que él podría considerar de poca ayuda, en especial si, ya en principio, él y su esposa no son demasiado compatibles. Venusia se llevaba unos diez años con Laia y posiblemente había sido adiestrada por su madre. Era una mujer que se había encargado de una novia, cuando esa novia todavía era una muchacha. Podría haber establecido con la familia de Laia unos vínculos tan profundos que habrían superado los nuevos vínculos que debería haber tenido con el matrimonio. Personalmente, yo me habría deshecho de ella. Y quiero decir, no sólo si hubiese sido Manlio Fausto. Lo habría hecho si hubiese sido Laia.

Decidí enseguida que entre Fausto y esa mujer no había habido ninguna relación. Incluso ahora, casi diez años después del divorcio, sus oscuros ojos se llenaban de desprecio cada vez que lo mencionaba. Suponiendo que en un principio lo hubiera considerado guapo y hubiera sentido pasión por él, seguro que el sentimiento había sido unilateral y había acabado mal.

—Me consta que siempre has sido increíblemente leal a tu señora.

Venusia dijo con desdén:

—¿Se refiere a que cuando la engañó y yo me enteré, me aseguré de que lo supiera?

—Sí, a eso me refería. ¿Cómo te enteraste? ¿Por casualidad?

—Me di cuenta de que se comportaba como si tuviera algo entre manos. Le olí el perfume de esa mujer. Me fui a la otra casa y hablé con los esclavos. Me lo contaron enseguida.

—Así que, ¿ellos estaban al corriente de los hechos ilícitos?

Venusia se burló:

—¡Por supuesto! ¿No creerá que el personal no se entera de esas cosas? La gente es tonta si piensa que las travesuras que hace en un sofá no se llegan a saber.

—¡Ah, claro, la gente es tonta! ¿Fausto nunca guiñó el ojo a alguien más?

—No que yo sepa.

—¿Nunca?

—Una vez fue suficiente. Laia Gratiana era demasiado buena para que la engañaran de esa manera.

—¿No lo veías como un predador? ¿Nunca intentó nada contigo?

—¡Está de broma!

—Créeme, lo han insinuado.

—¡Unos idiotas!

—Bueno, también tiene partidarios. Su gente percibe su aventura como un error estúpido y aislado.

—Entonces lo hizo a la persona equivocada. Estaba yo para cuidar de ella.

Incluso ahora, Venusia no perdonaba. Probablemente Laia tampoco. Me pregunté hasta qué punto, entonces y ahora, la insistencia de la criada en castigar a Fausto se había filtrado en la conciencia de la esposa agraviada.

—Venusia, ¿crees que Manlio Fausto te culpa por el fracaso de su matrimonio?

—No tenemos ninguna relación con él, así que no me importaría afirmarlo. —Lo dijo de todas formas—. Pero no, creo que se culpa a sí mismo. Y tiene razón. La culpa fue sólo suya.

—Así que, ¿sería posible que aún te tuviera manía?

—¡Oh, imagino que no le gusto! —declaró orgullosa Venusia—. Pero no creo que piense nunca en ello.

—¿No podría ser de esos hombres que traman venganza durante años?

—¡Difícilmente! —La mujer se burló de nuevo—: Demasiado esfuerzo. Nunca tuvo tanto aguante.

—Un amigo mío ha sugerido que Fausto podría haber querido hacerte daño, pero que se equivocó y atacó a Ino.

—Tonterías. ¿Quién ha dicho eso?

—Alguien de la oficina de los ediles.

—¡Su amiguito!

—¿Conoces a Andrónico? —Estaba asombrada.

—¡No! Sólo lo he visto. La oficina está justo al lado del templo. Reconocemos a los hombres que trabajan dentro. Sé que se pasean juntos por ahí. —La criada parecía hablar con desdén—. Es el cotilleo del lugar.

Odio ser el objeto de cotilleos, pero oculté mi irritación. Tuve una necesidad urgente de cambiar de tema.

—A ver, estábamos hablando de Fausto. ¿Le tienes miedo?

—En absoluto.

—¿Y de quién tienes miedo?

—No tengo miedo de nadie.

—Entonces —pregunté—, ¿por qué estás atrapada aquí, en estos bosques, a un día de viaje de Roma, en un santuario en ruinas con ningún cliente de paso? Justo cuando tu señora está participando en las ceremonias más sagradas del año y podría necesitarte.

Ni parpadeó.

—Dime, Venusia, ¿de quién te escondes?