XXXVIII

Estaba conmocionada por la zorra muerta. De lo contrario, habría podido manejar mejor la situación.

Habría podido invitar a Andrónico a que viniera a casa de mis padres conmigo. ¿Por qué no lo hice? Sobre todo, porque no lo conocía desde hacía lo suficiente. Aún quería que fuera todo para mí. En cuanto presentas a alguien a tu familia, se apropian de él. Mis padres lo interrogarían, cada uno a su manera, discreta pero resuelta; mis hermanas harían preguntas tontas acerca de nosotros delante de él; incluso mi hermano pequeño, un niño difícil en los mejores momentos, lo desconcertaría mirándolo con la boca abierta. No estábamos preparados para eso.

Mencionar que era mi cumpleaños me había parecido superfluo. Me habría sentido incómoda. Así que, mirando hacia atrás, debí de dar a Andrónico la desafortunada impresión de que aquél era un acontecimiento ya planeado que no tenía mayor importancia y del que me habría podido escapar a una hora razonable. Aún era sólo mediodía.

—¿Estarás bien? —murmuró con tono cariñoso.

Estaba muy nerviosa y él seguramente lo achacaba a la historia del zorro.

—Estaré con mi gente, no te preocupes.

—¡Oh, ellos cuidarán de ella! —intervino Rodan, aunque nadie le había pedido su opinión—. Ese Falco es un personaje repugnante, pero el resto son una familia muy agradable y divertida.

—¡Gracias, Rodan!

La diversión de Andrónico por esas alabanzas contradictorias parecía superar la molestia por mi partida.

Lo tranquilicé con el argumento de que esa tarde podría cumplir con su deber de asistir al festival del edil, sin sentir ninguna obligación hacia mí. Ya no estábamos de humor para acostarnos juntos, aunque hubiera estado libre. La zorra agonizante nos había quitado las ganas. Yo estaba angustiada y él trastornado por lo que fuese que pasó cuando estuvo a solas con el animal. Necesitábamos un buen rato para recuperarnos.

Le pedí disculpas por irme tan deprisa y él me dijo que a lo mejor se pasaría por la plaza de la Fuente más tarde, para hacerme una visita. Esta promesa a medias no era lo bastante seria como para mencionarle que mi regreso podía producirse a altas horas de la noche.

Estaba demasiado atontada para pensar con lucidez. Casi no podía ni hablar aún.

* * *

Andrónico y yo intercambiamos dulces palabras y después se fue caminando. Debió de ver que la silla, con sus pacientes porteadores, estaba fuera esperando. Es probable que pensara que, si había sido convocada por la mañana, sería para una comida ligera y a lo mejor una tarde de cotilleo. Seguía dándome vergüenza explicarle que hoy era mi cumpleaños.

Después de que se fuera, subí directamente al despacho para coger la túnica azul a la que le había cosido el ribete el otro día, adrede para ponérmela entonces. Aún tenía la aguja clavada en el escote, donde la había dejado cuando había venido a verme Andrónico. Tenía intención de guardarla en el estuche de hueso que estaba dentro de mi costurero, pero, tras una búsqueda exasperante, no pude encontrarlo. La caja estaba llena hasta arriba, así que sus contenidos se desparramarían si hurgaba demasiado, y tenía prisa. Decidí que, simplemente, no la había podido ver, como sucede algunas veces cuando un objeto está delante de tus narices. Al final, tuve que clavar la aguja en el extremo de un lazo sobrante. Agarré la caja y el vestido, cerré con llave el despacho y volví a mi casa.

En el tiempo de bajar cuatro plantas hasta mi piso ya estaba molesta conmigo misma por hacer las cosas de manera chapucera. Me gusta mantenerlo todo en orden. En ese momento estaba tan torpe que hasta me resultaba difícil ponerme los pendientes: no podía encontrar uno de los dos agujeros, que casi seguro me hicieron torcido y siempre se me escapaba cuando tenía prisa. Tras ponerme el vestido y asearme, me tranquilicé. Antes de irme, volqué el costurero encima de una mesita y revisé de modo sistemático su contenido, decidida a no rendirme. El estuche de las agujas no estaba.

Podía haberse caído en el suelo del despacho, pero ahora no tenía tiempo para ir a comprobarlo. En cualquier caso, estaba segura de que me habría dado cuenta. Odio esa sensación de que algo va mal. Y sobre todo odio cualquier indicio de que alguien puede haber tocado mis cosas. El estuche de las agujas era bonito y útil, pero no exquisito. En el despacho había otras cosas que podían atraer a un ladrón, y todas perfectamente transportables. Pocos se molestarían en adentrarse tan arriba en un edificio, con los riesgos añadidos que conlleva cada planta. Al estar más abajo, mi piso era un blanco mucho más fácil. Así que, ¿qué engaño era éste?

Por fin, estaba lista para irme, con mi vestido azul, las sandalias doradas y mis mejores pendientes, consciente de que madre comentaría que parecía cansada, como se sienten obligadas a hacer las madres. El cansancio, cuando es consecuencia de las pruebas de la vida, no se puede cambiar. Ni tampoco se puede impedir a una madre que te mire con los ojos entrecerrados, porque es su manera de demostrarte que se preocupa por ti. La primera cosa que chillarían mis hermanas sería: «¡Qué pelo más horrible, Albia!». Esas dos locuelas, Julia y Favonia, se abalanzarían sobre mí con peines y ornamentos, y se encargarían de remediar por lo menos ese defecto evidente.

De repente, quería estar allí. Quería ser mimada por mis hermanas y tratada como la reina del día. Quería familiaridad. Me relajaría. De hecho, ya me estaba relajando. La sesión de acicalamiento de las chicas me proporcionaría enseguida más entusiasmo y ganas de divertirme, y estaría más dispuesta a disfrutar de mi cumpleaños. Hasta quería descansar un poco de Andrónico, porque cuando estás con un hombre nuevo cuyas reacciones son todavía inciertas, siempre existe una ligera tensión. Con él, aún me sentía constantemente alerta.

En casa, podía ser yo misma, sin más. No tenía sentido tener una actitud circunspecta. Todos ellos me conocían y me desaprobaban con alegría. Según había aprendido desde mi adolescencia, ésta era la finalidad de la familia.

Mientras me iba, vi a Rodan y le pregunté:

—En los últimos días, ¿has dejado subir a alguien a mi despacho sin avisarme?

—No.

Era normal que contestara así. ¿Quién quiere tener problemas?

—¿Y qué me dices de la otra noche? Ese hombre llamado Tiberio me buscaba junto con Morelo, de los vigiles.

—Vinieron a mi cubículo. Sabía que usted no estaba aquí.

—¿Te creyeron?

—¿Por qué no?

—¡Porque cualquiera que te conoce sabe que no te acuerdas de todo!

Rodan me miró y dijo despacio:

—No subieron en ningún momento. Parecían saber dónde encontrarla esa tarde. Simplemente, se fueron a otro sitio.

Yo también fui más franca:

—Rodan, creo que alguien ha estado en mi despacho.

—No que yo sepa, Albia.

Me rendí.

—Pues mantén los ojos bien abiertos.

Rodan parecía avergonzado.

—Por cierto, feliz cumpleaños.

—Gracias, Rodan.

* * *

Sí, tuve un cumpleaños maravilloso. Mis familiares saben cómo montar una fiesta. Como siempre, fue tan divertido que anocheció antes de que me pudiera dar cuenta. Como tenía bastante sueño, mi intención era llamar a los porteadores e irme a casa, pero fui retenida en el último momento. Llegados a este punto, nadie estaba tomando buenas decisiones. Me convencieron para intercambiar unas palabras de consuelo en privado con mi hermanito.

Póstumo tenía ahora once años. Todos conocíamos a su madre natural, un personaje pintoresco que dirigía una gran empresa de entretenimiento. Talía podría tener instinto maternal con los cachorros de león, pero había tenido miedo a quedarse con un niño humano y nos lo había entregado. Había dudas acerca de quién era su padre, pero la historia a la que nos ceñíamos todos era que mi abuelo lo había concebido justo antes de morir. Ciertamente, era lo que al abuelo le habría gustado creer.

Mis padres acogieron al bebé y, como también era adoptado, siempre dieron por hecho que teníamos un vínculo especial. La verdad es que no compartíamos ni la sangre ni una amistad. De algún modo me compadecía de él, pero si tenía que ser sincera —y esperaba que Póstumo no se diera cuenta—, no conseguía que me cayera bien. Yo tampoco le gustaba demasiado. En realidad, no le gustaba nadie. Mis padres y mis hermanas lo trataban con amabilidad y equidad, pero él desconfiaba, siendo consciente desde el principio de que su existencia obligaba a mi padre a compartir con él, en su calidad de medio hermano, una conspicua herencia. Así que todos los que querían a mi padre consideraban a Póstumo un cuco en el nido. Y los que veían a mi padre como un manipulador astuto podrían sospechar que lo adoptó porque, siendo su hijo, la disposición sobre la herencia no sería aplicable… Tal vez era eso lo que pensaba mi hermano.

Póstumo tenía pocos amigos, dentro o fuera de la familia, y su aislamiento no parecía molestarlo. Tenía la típica personalidad que te hace pensar que, de mayor, podría convertirse en un torturador público. En cualquier caso, sus inquietudes eran legítimas. A lo largo de su corta vida siempre se había preocupado de la seguridad propia. Me dijeron que ahora se había convencido de que su madre auténtica le había echado el ojo. Había llegado a una edad en la que podría serle útil en el trabajo. Póstumo tenía miedo de que viniera a reclamarlo. Era un niño inteligente porque, de hecho, no mucho más tarde, lo hizo.

—Anímate —le dije, cuando me pidieron que lo tanteara e interviniera como una hermana mayor—. Así puedes ser el único chico en la historia que, en lugar de escaparse de casa para unirse al circo, tiene que huir del circo para volver a casa.

Mi hermano me concedió su mirada más tenebrosa. Diría que estaba pasando por una fase difícil, pero, en su caso, una fase difícil simplemente se solapaba con la siguiente, sin solución de continuidad.

—¿Cómo te sentirías, Albia, si esos vendedores de col llegaran de Londinium y quisieran llevarte con ellos?

—Créeme, niño, la vida con los Didio me ha enseñado a tomar decisiones excitantes. Huiría de las coles y me convertiría en domadora de leones.

Admití para mis adentros que, tras beber vino durante tanto rato, podría estar tomándome su infelicidad con demasiada frivolidad. Mi hermano se fue pisando fuerte y entonces me sentí tan culpable que tuve la necesidad de beber más vino con mis padres, que estaban igualmente deprimidos por no saber cómo ayudarlo. Dejé de lado cualquier intención de regresar a la plaza de la Fuente ese día. Aún conservaban mi vieja habitación: como en muchas ocasiones anteriores, me quedé a pasar la noche.

Volví a la mañana siguiente, pero sólo fue una visita rápida. Necesitaba coger algunas cosas porque, a intervalos durante la fiesta, habíamos estado hablando de trabajo. En cuanto a los misteriosos asesinatos, todos estaban de acuerdo en que había sólo una cosa que hacer. Como suelen hacer todos los familiares, los míos me transmitieron sus órdenes; como suele hacer un hijo para evitar discusiones, cedí. Así que me enviaron a Ariccia, donde Laia Gratiana había mandado a su criada, Venusia.

Había que interrogar a Venusia. Ni los vigiles ni la oficina de los ediles se decidirían a hacerlo y, aunque lo hicieran, podríamos estar seguros de que la cagarían. Morelo era un vago. Fausto y su mensajero estaban involucrados. Yo no sólo era una parte neutral, sino que también era una mujer. Era capaz de embaucar a una criada. Y lo que era más importante, a diferencia de todos los demás, era eficiente. A la mañana siguiente, padre me prestaría un carro y un cochero para poder hacerlo.

Alguien a quien solía tener en alta estima tuvo la brillante idea de que el gruñón de mi hermano podía acompañarme en el viaje para que le diera un poco el aire.

Gracias, madre.