Subiendo por la calle de los Plátanos, el trayecto hasta la plaza de la Fuente desde la casa de Tulio y Fausto era sólo la mitad que pasando por el otro lado del monte, tras visitar el Templo de Ceres, la oficina de los ediles y las casas de los asesinados. Pero incluso ese corto paseo me proporcionó tiempo para reflexionar.
Rara vez me siento exultante cuando me doy cuenta de que podría haber identificado a un malhechor. Normalmente, estoy desolada. Y cuanto más listo es el criminal, más vale esta regla.
Andrónico y yo no hablamos mucho. Tenía el pensamiento fijo en hacer el amor, como si hablar de la muerte le proporcionara una carga erótica. Aunque el placer tenía para mí un atractivo que en cualquier otro momento habría sido urgente, ahora mismo estaba perdida en el caso. La colaboración podía esperar. Y, en lo relacionado con el trabajo, ni siquiera estaba segura de que la quería. Llegado el momento crucial, prefiero reflexionar sobre las investigaciones por mi cuenta. Andrónico y yo éramos amigos, pero su manera de saltar a conclusiones inmediatas cada vez que había un giro de los acontecimientos no me servía de nada. Yo tiendo a dar muchas vueltas a los resultados. Vuelvo atrás y verifico todos los indicios y los hechos, por si ha habido errores o eslabones perdidos. Es más, lo hago cuando me siento preparada. Para mí, estar callada esa tarde sólo significaba que estaba despejando mi cerebro para poder meditar. Quería estar sentada sola y en silencio, en el sofá de mi habitación, con una copa de vino sin tocar a mi lado y una tableta de notas en mi regazo.
Bueno, así es como abordaría la investigación más tarde, después de caer en los brazos de Andrónico y de pasar un delicioso rato juntos… Era humana.
Había dos cosas que se abrían camino en mi cabeza en ese momento. Necesitaba preguntar a Casiana Clara si, cuando fueron a cenar, Manlio Fausto la asaltó. Si así fue, sería la prueba decisiva.
Y también quería hablar sobre Fausto con la criada de Laia Gratiana, Venusia. En particular, ¿cómo se había enterado de su aventura y qué —si no fue sólo su carácter desagradable— la había empujado a delatarlo? ¿Había sido realmente por lealtad hacia Laia? Una amiga de verdad podría habérselo ocultado para preservar su felicidad o, si sois cínicos acerca del matrimonio, para mantenerla durante el mayor tiempo posible. Una idea que se me ocurrió entonces fue: mientras estuvieron casados Fausto y Laia, ¿él no habría flirteado con la criada? Un montón de maridos intentan meter mano a las asistentas de sus esposas. Venusia podría haber disfrutado con sus atenciones secretas o incluso haberse convencido de que era especial. Podría haberlo odiado por empezar otra aventura y se podría haber chivado a su señora en un acto de despecho, siendo ella misma una amante desengañada.
Mientras caminaba con Andrónico, le pregunté si Fausto haría una cosa así. Andrónico afirmó que el hombre era notoriamente descarado con las esclavas. Según él, cuando Manlio Fausto iba de visita a otras casas, la gente sabía que era un riesgo y tomaba medidas para mantener a sus chicas hermosas fuera de su alcance.
—No es el único hombre en Roma que tiene esa reputación —concluyó Andrónico.
—Estoy de acuerdo. Pero lo estás haciendo pasar por una persona del todo distinta a lo que había escuchado hasta ahora. ¿No me dijiste tú mismo una vez que ni siquiera pone un dedo sobre la chica que le hace la cama? ¡Espero que no estés tejiendo una mentira!
—El que le hace la cama es un chico, ahora que lo pienso —replicó Andrónico muy serio—. La costura nunca me ha atraído. De hecho, cada vez que necesito juntar dos papiros en la oficina del archivo, delego la tarea en otros.
—No hay nada malo en la labor de aguja —discrepé sonriendo—. No es tan delicada como podría pensar la gente. Para traspasar la tela, a veces hay que usar mucha fuerza.
—¿En serio?
* * *
La tontería de la costura llenó el tiempo mientras íbamos desde el final del callejón hasta el Edificio del Águila, donde estábamos completamente preparados para arrancarnos la ropa y caer el uno en los brazos del otro. Hasta había recobrado el interés. Pero en la entrada nos encontramos a un Rodan agitado.
—¡Oh, gracias a los dioses, Albia! ¡No puedo con esto! ¡Es un animal! Está en las escaleras. Nadie puede pasar. Alguien lo tiene que quitar de allí.
El gran zoquete estaba a punto de llorar: le afectaba sobremanera tener que capturar y quitar de en medio a una criatura salvaje que se había metido dentro del edificio. Supuse que sería una rata o incluso un ratoncito. Nuestro conserje era tan sensible que ni siquiera conseguía vaciar las trampas para ratones. Me las traía a mí.
—Tranquilízate, Rodan.
Cuando volvía a casa con un amante, no quería tener que enfrentarme a emergencias domésticas. Es feo. Te hace perder tiempo. Te arruina la atmósfera. Así que, sí, estaba furiosa. Rodan estaba tan acostumbrado a que la gente se irritara que apenas se fijaba en ello.
Andrónico estaba muerto de risa.
—¿Qué es esa cosa, un león que se ha escapado?
—Eres un gladiador —refunfuñé—. Busca una lanza y ocúpate de él.
Sabía que Rodan nunca había matado nada. Si se encontrara cara a cara con un predador, palmaría de pura cobardía. Por suerte, no vivíamos en una zona constantemente asediada por mascotas exóticas, escapadas de los zoos que montaban los ricos para presumir.
Rodan me pasó una escoba. Al aceptarla, asumí la responsabilidad. Convirtió la escoba en el testigo de algún tipo de carrera de relevos. Ahora era yo quien tenía que enfrentarse al problema.
Maldije. Con Andrónico empujando muy excitado detrás de mí, pasé rozando a Rodan, quien corrió a su cubículo y se taparía los oídos hasta que no se hubiera terminado todo. Entré en el vestíbulo. Al principio no vi ni oí nada. Entonces, llegaron unos ruidos escandalosos como de arañazos. Al subir poco a poco los primeros escalones, una terrible visión se abrió delante de mis ojos. Una zorra, utilizada en el ritual de anoche, había sobrevivido al Circo y se había escapado. Con su parte trasera horriblemente quemada, se había arrastrado hasta nuestro edificio. Aunque había conseguido deshacerse de la antorcha que le habían atado, el daño era espantoso: casi no tenía cola, su carne estaba chamuscada, sus largas patas traseras colgaban inservibles, estaba agotada y angustiada.
Yacía encogida en una esquina del primer rellano. Sus ojos color ámbar estaban apagados y llenos de terror. A medida que me acercaba, forcejeó como pudo, demasiado exhausta incluso para bufar o gruñir.
—Para. ¡No te acerques! —Andrónico intentó agarrarme.
Ahora comprendía por qué estaba Rodan tan turbado. Ahora me tocaba a mí ponerme histérica.
—¿Qué podemos hacer? ¡Debemos ayudarla!
—No puedes salvarla, Albia. Es inútil.
—Entonces tengo que acabar con sus sufrimientos. ¡No puedo dejarla así sin más!
La cosa empeoró cuando los niños africanos que vivían en la primera planta oyeron nuestras voces y se asomaron a la puerta donde seguramente se habían estado escondiendo. Ahora que había adultos cuya atención reclamar, empezaron a chillar. Estaban asustando a la zorra. Me estaban asustando a mí. Les mandé que se metieran dentro, pero sólo conseguí que gritaran más fuerte.
—Está bien. Echaos para atrás.
Andrónico tomó el control. Era maravilloso. Yo estaba hecha un flan. Cada vez que la patética zorra temblaba o tenía un espasmo, me entraba pánico. Oculté mi cara en las manos, apenas capaz de mirar, y empecé a gimotear. Mientras yo vacilaba, Andrónico estaba evaluando la situación.
—Esto no será fácil. —Me quitó la escoba de las manos—. Vete abajo con Rodan. Búscame un cuchillo decente. Búscame algo, ¡rápido, Albia!
Combatiendo los sollozos, obedecí. Le habría llevado uno de mis cuchillos, pero no podía pasar por el animal herido para llegar a mi piso o al despacho. A mis espaldas, oí cómo Andrónico ordenaba con severidad a los niños que entraran en su casa. Esta vez el ruido atenuado indicó que los pequeños le habían hecho caso.
Una parte de mí estaba preparada para encargarse de la zorra herida, pero la otra estaba aliviada porque Andrónico, a pesar de su evidente aversión, se había ofrecido a tomar el relevo.
Me costó mucho conseguir que Rodan encontrara un cuchillo adecuado. No estaba muy dispuesto a dejarme entrar en su apestoso cubículo y, cuando pasé a su lado, abriéndome paso con el hombro, parecía incapaz de recordar dónde guardaba las cosas. Tenía tan pocas pertenencias que era fácil ver la mayoría de ellas. Algunas probablemente habían sido de otras personas, personas que podrían estar preguntándose dónde y cómo las habían perdido. El resto era basura. Cazos rotos y espantamoscas sin plumas. Un colchón lleno de bultos. Un taparrabos que colgaba de una vieja lanza, sin punta, porque en caso contrario la habría cogido. Al final, el portero sacó una daga de aspecto terrorífico que debía de pasar por cubertería fina en los raros días en que no comía con los dedos.
Volví a subir las escaleras dando traspiés. Para mi enorme alivio, descubrí que todo se había acabado.
* * *
La zorra yacía inmóvil. Andrónico estaba apoyado en la pared con cara pálida y respiración acelerada. Había dejado caer la escoba en las escaleras. Todo estaba tranquilo y silencioso.
—No preguntes. —Me lanzó una mirada cansada—. No te aflijas. Ya se ha ido. Ha pasado a mejor vida, pobre criaturita bondadosa, es lo único en lo que debes pensar.
Me impidió que hiciera preguntas y evitó que me acercara.
—Simplemente se ha quedado sin fuerzas y ha dejado de respirar, sin miedo o sufrimientos.
No me lo diría. A lo mejor decía la verdad y se había derrumbado sin más a causa del agotamiento y la pérdida de sangre, o tal vez la había ayudado de alguna manera. Sospechaba que me había mandado abajo con Rodan para deshacerse de mí mientras acababa con su dolor. Estaba ahorrándome la visión.
Estaba segura de que había hecho algo, aunque no sabía lo que era. No vi que el animal tuviera ninguna marca nueva. No estaba armado. Si la hubiese golpeado con la escoba, no habría funcionado y yo habría oído el jaleo. Además, mi querido amigo carecía de semejante crueldad.
Mientras lo abrazaba, Rodan subió con una bolsa para llevarse el cadáver, haciéndose el gran hombre ahora que otro había realizado el trabajo duro. Se agachó para recoger el cuerpo lacerado de la zorra, resollando por el esfuerzo mientras se doblaba. Miré para otro lado. Andrónico me protegió apoyando mi cara en los huesos de su hombro.
Todavía estaba temblando cuando Rodan se enderezó con la bolsa en la mano. Sus rodillas crujieron fuerte. Con voz remilgada, me dijo:
—No sé si lo estaba esperando, Albia, pero su padre ha enviado una silla de manos para recogerla.
Hades. Debía habérmelo esperado. Lo había olvidado por completo. Ese día eran los idus de abril. Mi cumpleaños obligatorio.