XXXVI

—¿Liquidó a Viator? —respiré hondo—. ¿Estás acusando a Fausto del asesinato del magnate de las pieles? ¡Oh, venga! Déjame que te recuerde que, la última vez que tuviste algo que decir sobre esto, señalaste a Tiberio.

—Sí, en efecto, parezco bastante voluble.

Me hizo una sonrisa descarada. Sentía debilidad por su fingida vena amoral. A las chicas les gusta lo impredecible. Entonces explicó:

—El hecho es, Albia, que anoche pasó algo que me hizo ver las cosas de otra manera.

—¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Qué descubriste?

Andrónico se recostó, con las manos entrelazadas detrás de su cabeza marrón anaranjada. Nunca dudé de que disfrutaba siendo el único foco de mi atención. Esperé que no estuviera exagerando para impresionarme.

—Algo pasó después de la carrera de caballos.

Recobré la compostura, fingiendo estar tranquila.

—Cuéntame.

—Vamos. Estás emocionada. Admítelo.

—Sí, estoy emocionada. Ahora déjame ver si eres un jugador de verdad o tu cajita de los dados está vacía, abominable embustero.

Andrónico, que como siempre había sido puntilloso con la comida que nos habían traído, ahora cogió un trozo de queso y se paró a saborearlo. Estaba disfrutando mucho manteniéndome en vilo. Lo dejé hacer.

—Mi cajita de los dados nunca está vacía.

A veces tenía una manera de hablar que podía sonar demasiado seria. Pero se quedó mirándome con su expresión confiada y juntó sus manos. He crecido con gente que trabajaba en una colaboración estrecha y cariñosa, así que su actitud en ese momento me transmitió buenas vibraciones sobre el futuro de nuestra propia relación. Es así como debería trabajar la gente.

—¡Oh, venga, amigo!

Se soltó las manos y se inclinó hacia delante, como disponiéndose a hacer una confidencia.

—Ahí va. Anoche, al final de las procesiones, hubo una gran conmoción social. Había sido organizada una fiesta en la casa de la sacerdotisa mayor. Por supuesto, Fausto fue. Muchos de nuestros chicos se tuvieron que ir a casa, pero yo conseguí acompañarlo.

No podía dejar de pensar, con cierta melancolía, que podría haber sido el momento perfecto para que Andrónico se escapara y viniera a verme. Pero no debo ser egoísta.

—Fuimos todos en tropel a la casa de la anciana, donde nos mezclamos de un modo poco natural, entre vino especiado y tartas de avena. La mayoría deseaba no haberse molestado en ir. Fausto acogía con entusiasmo todos los piropos, pero la noche le había pasado factura: parecía agotado. Entonces sucedió. A medida que la gente empezaba a retirarse, Laia Gratiana se acercó y habló con Fausto.

Parpadeé.

—Por lo que sé, eso debió de dejar a todos boquiabiertos.

—¡Sobre todo a él! Normalmente se suelen ignorar. Era la típica fiesta en la que podría haberse mantenido con facilidad fuera de su vista. Lo odia. Él no soporta tener que tratar con ella. Aun así, ella fue derecha hacia él y le hizo frente sin ningún tipo de preliminares. ¡El pobrecito no sabía adónde mirar!

—¿Y qué quería Laia?

—Hablar con él, ¡en privado!

Me chupé los dientes.

—¡Qué embarazoso!

—No sabes cuánto, Albia.

—¡Qué bicho! ¿Los espiaste?

—No iba a perdérmelo. Tú habrías hecho lo mismo.

—¡Oh, sí!

—Te habrías tenido que disfrazar de arbolito de laurel, pero, por suerte, las macetas detrás de las cuales tuve que esconderme eran grandes.

—¿Y?

—Él dijo: «¡Qué sorpresa!». Ella dijo: «Cállate y escucha. Sólo me preguntaba si te habías dado cuenta de quién era Venusia». Entonces, con tono molesto, el bastardo sólo dijo: «Seguramente no esa Venusia, ¿no?». Cualquiera pensaría que sabía que yo estaba mirando.

Si estaba alerta, había buenas probabilidades de que Manlio Fausto supiera que Andrónico lo estaba espiando. Cualquier miembro de su personal podría haber estado haciéndolo. En la Roma de Domiciano, eso era inevitable, tuviera la gente secretos o no. De hecho, estar al lado de una maceta o de una estatua, sin poder ver lo que hay detrás, era estúpido en extremo. Alguien diría que hasta las hojas de laurel tenían oídos estos días.

—¿Así que Fausto sabe algo acerca de Venusia, aunque se lo tenga que recordar Laia? ¿Ella cree que es tan importante como para llegar a romper su eterno voto de evitar a Fausto? —Mi cerebro echaba humo—. Andrónico, Venusia era la otra criada aquel día en que la chica de Marcia Balbila fue atacada en el Vicus Altus.

Andrónico silbó despacito.

—Y ahora sabemos qué hizo hace tiempo a Fausto —me aclaró.

—¿Lo descubriste?

—Oh, descubrí muchas cosas escuchando su alegre cháchara, Albia. Detalles que llevaba años queriendo conocer. Por lo visto, ahora es un moralizador, pero entonces era un ser despreciable. Por fin he descubierto qué fue lo que acabó con su matrimonio.

—¿Entonces? —pregunté con circunspección.

—Por suerte, Laia es de esas mujeres a las que les gusta dramatizar cuando tienen la posibilidad de compadecerse de sí mismas. «Sí, Fausto. Venusia, la que lealmente vino a avisarme cuando tuviste tu asquerosa aventura con aquella terrible mujer». A lo que él se limitó a contestar: «¡Oh!». Sus réplicas son increíblemente aburridas.

* * *

Empecé a columpiar las piernas, chocándolas la una contra la otra sin parar.

—Bueno, es interesante, pero no entiendo cómo deduces de eso que Fausto podría haber matado a Ino.

—¿No lo ves? ¡Se equivocó de chica!

—¿Qué?

—Fausto sabe muy bien que fue Venusia quien rompió su matrimonio. Desde luego, nunca la perdonó por chivarse. ¿Quién lo haría? Su intención era vengarse matándola, pero, vistas por detrás, dos criadas envueltas en estolas pueden parecer idénticas. Imagínate que, en lugar de seguir cada una a su señora, como te esperarías, se hubiesen intercambiado.

—Con un grupo de personas caminando todas apiñadas, podría pasar fácilmente —coincidí.

—Sí, así que atacó a Ino por error.

—Buena teoría. Pero sólo son conjeturas. ¿Cómo puedes estar seguro de que se intercambiaron?

—No puedo —coincidió Andrónico—. Pero estoy seguro de que, si se lo preguntaras a cualquiera de las supervivientes, te confirmarían que tengo razón.

Tenía otro motivo para creerlo.

—Eso podría explicar algo de lo que me he enterado hoy: Laia ha enviado a Venusia al campo. Me pareció raro, pero no si es una medida de protección. Así que ¿alguien podría tomar a una criada por otra? Me pregunto cómo es Venusia.

—Una vieja gárgola griega.

—¿La conoces?

—La he visto con Laia en el templo.

Era probable que Andrónico estuviera exagerando y, de todas formas, el matrimonio había terminado hacía diez años. Pensé que era poco presumible que Fausto se hubiese fijado siquiera en la criada de su mujer. Podría no ser capaz de reconocerla ahora.

—Se ha marchado para salvar la piel, por si va otra vez a por ella. —Andrónico era tajante—. ¿Sabes adónde la ha enviado?

—No, no lo sé. Mira, matar a una criada que lo traicionó sería bastante obvio y también bastante tardío, ¿no crees? ¿Diez años más tarde? —Me di cuenta de que me estaba volviendo inflexible—. Tengo que decir que ésta es una teoría un poco rebuscada, Andrónico. Para un hombre de su posición, ir por ahí matando a gente es…

—… posible, si está loco.

—Tú vives en su casa. ¿Está loco?

—¿Por qué crees que siempre he querido mantenerte lejos de él? —explicó Andrónico con dulzura.

Le sonreí mirando sus ojos amorosos.

* * *

—Pero ¿estás insinuando que Fausto es el responsable también de las otras muertes? —pregunté, intentando concentrarme en el trabajo, mientras Andrónico me miraba cariñoso—. ¿De la de Salvidia, por ejemplo?

—Sabía que Salvidia había causado la muerte del pequeño. Lo puso furioso. Colgó el cartel solicitando testigos.

—Pensé que había sido Tiberio.

—¿Aparecía o no el nombre de Fausto en él? Me parece recordar que viniste a nuestra oficina preguntando por él, Albia.

Asentí con la cabeza.

—De acuerdo. En ese caso, supón que el edil se tomó demasiado a pecho su papel de oficial público. Estaba furioso por el hecho de que Salvidia hubiese causado la muerte de un niño por negligencia, así que, en lugar de limitarse a poner una multa a su empresa, se tomó la libertad de imponer justicia severa.

—Pero ¿qué pasa con la anciana? Celendina no había hecho nada para irritarlo.

—Ah, eso ya no lo sé. Debe de haber un motivo. Simplemente no lo hemos descubierto todavía. A lo mejor la mató de verdad ese hijo que mencionaste… En cuanto al chico de las ostras —Andrónico se apresuró, adelantándose a mis palabras—, Fausto a menudo compra provisiones especiales. Ama su comida. Le encantan las ostras y es exigente con el proveedor. Debió de ir a ese puesto y el muchacho lo irritó de alguna manera.

Era habitual que los cabezas de familia hicieran la compra de ese modo. Los hombres, en especial, se consideraban a sí mismos expertos compradores. Matar a un chico que quizá desbulló sus ostras de forma incorrecta era poco probable, pero en cuanto empiezas a pensar que alguien está loco las reglas normales empiezan a fallar. Andrónico tenía razón acerca de esto. Todos estamos luchando para identificar los motivos y, sin embargo, los asesinos son una raza irreflexiva e inconsecuente.

Aquello era muy extraño. Allí estaba, sentada en la casa del hombre, sin que él lo supiera, mientras un miembro de su personal intentaba demostrarme que era un asesino en serie. A Andrónico todo esto parecía traerle casi sin cuidado. Yo me sentía cada vez más incómoda.

—Habíamos decidido —objeté— que el asesino debe de vivir en el área donde ocurrieron todas las muertes o, por lo menos, los ataques a las víctimas.

Andrónico se encogió de hombros.

—Vivir cerca… ¡O trabajar cerca!

Tenía razón. Al hallarse al lado del Templo de Ceres, la oficina de los ediles estaba justo allí.

* * *

Vi como un esclavo, cargado con una enorme bandeja de cubertería de plata, incluidos cuencos con servilletas rizadas como los que habíamos tenido nosotros, caminaba por el balcón de arriba, como si estuviera llevándola a uno de los dormitorios. El chico se tambaleaba. Tuvo que apoyarse en una columna. Era una bandeja considerable. Me puse de pie de un salto.

—No puedo quedarme aquí hablando sobre él. Me voy a casa.

Andrónico me preguntó casi excitado:

—¿Tienes miedo a ese individuo?

—No.

A lo mejor debería. De todas formas, los informantes tienen que tener pinta de duros.

—No quiero que salga fuera de su habitación y nos vea analizando lo que podría haber hecho. Es prematuro. Tenemos que recoger pruebas que lo relacionen con el crimen. La mayoría de las cosas que has alegado pueden servir también para tu anterior sospechoso, Tiberio.

A excepción de lo de la criada. La criada destrozó el matrimonio de Fausto. Vengarse de ella podía ser un móvil de asesinato sólo para Manlio Fausto.

Andrónico seguía mi lógica.

—Y tú sin duda estás pensando que es Tiberio, porque está todo el día en la calle.

No había llegado tan lejos, pero asentí con la cabeza.

—Piensa en esto. Sí, a Tiberio se lo envía a misiones secretas, pero no te equivoques. Sabes cómo es Fausto. Quiere hacer su trabajo mejor que cualquier edil en la historia. La única cosa que quiere que todos digan de él es que no se queda sentado en la oficina, encima de su trasero togado, esperando recibir noticias. Se mantiene informado sobre lo que pasa en su zona.

—¿Conoce su territorio?

Andrónico aplaudió.

—Exacto.

—¿Sale por ahí? ¿Conoce sitios como el Vicus Altus y la calle del Laurel Menor? ¿Se pasea regularmente por el Pórtico Trigémino?

—Se va al pórtico a comprar ostras de Rutupiae. Las considera mucho más sabrosas que las del lago Lucrino.

Andrónico estaba empezando a convencerme. Un motivo más para esfumarme de allí. Repetí que me iba a casa y esta vez me levanté para marcharme.

No me sorprendí cuando Andrónico decidió venirse conmigo. Y, con alegría en el corazón, supe cómo quería que acabara todo eso. Lo dejaba claro hasta en público. Cuando abandonamos la casa y nos fuimos andando, nos entrelazamos como amantes de camino a la cama.