En Roma, las casas de los grandes no podrían estar más protegidas contra las intrusiones. Tienen muros altos, ninguna ventana hacia el exterior, los porteros más hostiles del universo y a menudo grupos de guardianes taciturnos de raras provincias de ultramar, a cargo de perros furiosos que tampoco entienden el latín, a menos que alguien no les dé la orden «¡Mata!». Esa la conocen todos. Todos saben que, por lo menos a la luz del día, estas casas están abarrotadas de intrusos curiosos, invitados a echar un vistazo por miembros del personal. En una casa de este estatus, todos creen ser esclavos descarados en una obra de teatro. Los cuñados desocupados de la cocinera pululan por las despensas, birlando productos. Las amigas tontas de las criadas vienen a probar las camas aún calientes de los miembros de la familia. Los factótums son tristemente propensos a congraciarse con la gente con la que beben los viernes en los restaurantes de pescado. Incluso a los encargados más pedantes les encanta la posibilidad de alardear: hombres excelentes que afirman haber estudiado etiqueta en alguna villa menor, propiedad de un familiar de Julio César, pueden ser inducidos con facilidad a enseñar la mansión donde trabajan a ilustres desconocidos. Me resulta triste que la entrada a estos sitios sólo resulte complicada si quien llama a la puerta es un informante laborioso movido por una causa legítima.
Manlio Fausto y su tío se vieron obligados a prohibir las visitas informales. Pero sabía que probablemente se habían resignado a seguir teniéndolas.
* * *
Vivían en la parte occidental del monte, cerca de la orilla donde se hallaban sus almacenes. Estaban en el triángulo de grandes propiedades situadas al oeste de la calle de los Plátanos, así que se encontraban cerca de Laia Gratiana y Marcia Balbila. Era claramente un enclave de aristócratas plebeyos. Tulio poseía una típica mansión urbana, de una cierta majestuosidad, con un atrio justo al otro lado de la puerta principal, más allá del cual tus ojos podían divisar un jardín adjunto. Una típica vista formal. Una línea de visión creada para impresionar.
Todas las habitaciones públicas estaban colocadas justo al lado de la entrada. La gente iba allí por negocios, es probable que todos los días. Sólo los pocos que tenían una relación más íntima con los señores podrían pasar más allá, a los saloncitos privados y a los dormitorios. Intuí que de ésos había muchos: abajo, junto a pasillos discretos, y también arriba, en la segunda planta. En una ciudad donde la mayoría de la gente vivía apretujada contra las halitosis y las axilas malolientes de otras personas, aquí los afortunados habitantes tenían espacio de sobra.
Andrónico entró directamente por la doble puerta principal que se abría en la cima de unos escalones de mármol, cada uno de los cuales estaba adornado con los habituales rosales en jarrones a juego. Un portero anciano, que con toda seguridad habría estado viviendo allí durante años, asomó su cabeza de un cubículo. Parecía sorprendido, pero no hizo objeciones a que el archivista me llevara dentro. A lo mejor pensó que era la proveedora de tinta, aunque lo dudo.
En el atrio había un lararium, un altar familiar apoyado contra un muro, con signos evidentes de que los espíritus guardianes del hogar recibían ofrendas a diario. Las flores y las tartas de trigo parecían frescas.
—Tulio —dijo Andrónico.
Asentí con la cabeza. No sería la primera vez que un hombre que demostraba falta de respeto por las mujeres venerase profundamente a los dioses. Como cabeza de familia, haría las ofrendas él mismo y se consideraría «un tradicionalista chapado a la antigua». Estoy segura de que, si lo viera, me entrarían ganas de meterle esa actitud a la antigua por su garganta a la antigua, antes de que tuviera tiempo de decirme lo bonito que era mi trasero mientras lo agarraba con impaciencia. Esperaba que no nos topáramos con él.
Me dejé llevar por las zonas principales. Estaba un poco nerviosa. A la derecha del jardín, había un comedor interior con prácticas zonas de cocina. Al otro lado había salones con asientos y algunas vitrinas para estatuillas, junto con una pequeña biblioteca. No tuve tiempo de sacar algún rollo para ver qué autores leían. Todo estaba decorado con frescos que conservaban un aspecto de recién pintado, como si tuvieran un programa de mantenimiento rutinario. Supongo que me esperaba escenas pornográficas, pero, si las había, no las vi. Eran todos mitos menores, estilizadas vistas arquitectónicas y agradables guirnaldas: bien ejecutados, pero con colores apagados.
La parte donde vivía el edil con su tío era limpia y no particularmente ostentosa. Se veía que tenían dinero, pero que lo usaban con moderación, así que el sitio denotaba una sencilla elegancia. Me sorprendió el ambiente tranquilo. Esa casa estaba bien dirigida, de una manera informal que me pareció bastante notable. A pesar de no haber sido invitada, me sentí cómoda enseguida. Esa atmósfera cordial no encajaba con el antagonismo que había presenciado entre Andrónico y Tiberio o con la manera tan áspera como Andrónico hablaba del edil y de su tío. Pero eso demuestra cómo la naturaleza humana puede enconarse incluso en un buen entorno.
* * *
Andrónico pidió a un sirviente que nos trajera refrescos en el jardín. Como liberto de la familia, podía solicitar refrigerios; como invitada, yo seguía intentando parecer una proveedora de útiles de escribir de la que Andrónico estaba intentando conseguir un descuento. Nos sentamos en un banco, delante de una mesita portátil con tazas de tamaño normal y platos en miniatura, como si fuéramos los dueños de la casa.
En ningún momento pude comprobar si el propietario, Tulio, se encontraba en la vivienda. Me dijeron que el joven señor sí estaba allí. Tras dirigir el festival hasta altas horas de la noche, el edil aún estaba profundamente dormido en su habitación. Como iba a tener compromisos esa tarde y también durante varias noches más, nadie lo molestaba. Saber que estaba tan cerca me hizo sentir rara, aunque Andrónico no parecía preocuparse por la posibilidad de que Fausto apareciera de repente bostezando.
Siempre me intriga la idea de ver a alguien en su casa cuando sólo lo he visto fuera de ella. Aquí, Andrónico estaba más relajado que nunca. Ya no era irritable e inquieto. De vez en cuando pasaba algún esclavo y éste le hacía un silencioso saludo con la cabeza. Lo devolvía, dando la impresión de que se llevaba bien con todos.
Me alegré. Me dio placer saber que podía ser así.
Muy pronto empezamos a hablar con avidez. Por supuesto, el tema de nuestra conversación pasó a ser el edil, y fue entonces cuanto le hice saber que me daba vergüenza estar en su casa sin que él lo supiera o que me hubiera dado su permiso.
—¿Siempre duerme hasta la hora de comer? ¿Está tan agotado por culpa de la organización del festival?
—A decir verdad, las Cerealias han supuesto mucho trabajo para él. —Quizá fuera la primera vez que Andrónico demostraba semejante comprensión al hablar de Fausto—. No está acostumbrado a trabajar duro. Es tan importante para él que al final le está saliendo bien, pero ha estado un poco bajo de moral.
—¿Nervios?
—No. Pero tiene unas ganas locas de impresionar.
—Entonces, ¿cómo fue anoche?
—Oh, ya sabes, como siempre. Mucha procesión con atavíos blancos, himnos, antorchas, complicados rituales ejecutados de forma inaudible en altares especiales.
—Diversión con los dioses.
—Pasan el rato con el colegio femenino que se reúne en la mayoría de las ceremonias. A menos que quieran ser vírgenes vestales, las mujeres no tienen ninguna otra posibilidad de convertirse en sacerdotisas autoritarias.
—¿A Laia Gratiana le gusta?
—Se comporta como si dirigiera el culto, pero como ahora es soltera, sólo se engaña a sí misma. La sacerdotisa mayor de Ceres siempre es una esposa, y además fértil, para realzar el mito de la abundancia de todo. Tener gemelos es bueno, trillizos es mejor. Pero tener trillizos y que todos sobrevivan al parto ya es imbatible.
—¡Y bastante raro! ¿Hablas de la vieja urraca que vimos la otra tarde en el templo?
—La misma. «Una mujer madura de una buena familia» o, mejor, un viejo murciélago malhumorado que es incapaz de recordar sus frases para las ceremonias, porque la cabeza le falla. Gratiana siempre intenta hacerse pasar por su ayudante, pero anoche fue degradada a las filas donde bailaban como griegas antiguas.
Había ido a un festival así.
—Dale a una devota del culto una gran antorcha en llamas y estará encantada de apuntarla hacia algo de forma ritual.
Andrónico hizo una divertida imitación para mí.
—Planteamiento terrible y solemnidad con movimientos lentos. Unas danzas realmente embarazosas, llevadas a cabo por jóvenes emperejiladas con falsos disfraces helénicos. Representaciones horribles con diálogos realmente espantosos.
—¡Oh, disfrutaste entonces! —sonreí con sarcasmo, y Andrónico resopló.
—Sí, lo pasé muy bien.
Era evidente que estaba esperando a que cuestionara su declaración, pero me burlé de él negándome a hacer comentarios.
Estuvimos en silencio durante un rato. Estaba saboreando el pan que nos habían traído junto con los refrescos. Era una hogaza buena, fresca y crujiente, cortada en ocho trozos y servida en una cestita forrada con una servilleta blanca con los bordes rizados. Estaba acompañada por una pequeña fuente de plata con queso que, si no me equivocaba, estaba hecho por Metelo Nepote, el hijastro de Salvidia. Estaba segura de haber reconocido los sabores, aunque, por desgracia, no había ni un trocito del queso ahumado. A lo mejor Tiberio se lo había comido todo. Por lo menos la tragedia había traído clientes a Nepote.
De repente pensé que, siendo ése el único jardín adjunto de la casa, debía de ser allí donde Casiana Clara se había demorado aquella noche que había venido a cenar junto con Viator. Intenté imaginarme aquel sitio iluminado por algunas lámparas de aceite que titilaban a lo largo de las columnas. Había guirnaldas de jazmín donde jugaban unos gorrioncitos, pequeñas estatuas de jóvenes dríadas y una fuente burbujeante con un flujo adecuado. Sería un sitio agradable para esconderse, pero no si después había tenido algún tipo de encuentro desafortunado. Y lo había tenido. Ahora estaba segura de ello.
Me di cuenta de que, si Clara hubiera chillado angustiada, la gente en el comedor la habría oído con facilidad y habría acudido a ayudarla. Tras dar unos pocos pasos, Viator se habría plantado allí, enfadado porque su joven esposa había sido ultrajada de alguna manera. Visualicé cómo debió de salir ahí fuera, rodear con ese brazo musculoso a Clara y llevarla de vuelta a un banco para el postre, el flautista y su cortés conversación sobre música con Fausto…
—¿Qué es lo que turbó tanto a Casiana Clara? —pregunté—. Al hablar con ella, se lo noté de modo evidente.
Andrónico parecía sorprendido.
—¿Por qué lo preguntas?
—Ligera curiosidad.
—Es una chica tonta.
—Todas las chicas son tontas. Yo misma fui tonta en su momento. Viene de un entorno protegido, es joven, probablemente es propensa a aburrirse con largas conversaciones sobre locales comerciales y condiciones de almacenamiento.
—Yo mismo —bromeó Andrónico— nunca tendría bastante con la relación entre yugada y denario, y con la libre circulación de corrientes de aire para una óptima prevención de la formación de moho.
Me encantaba su sentido del humor.
—Gracias a ti, me estoy imaginando a la perfección las conversaciones que tenéis en esta casa a la hora del desayuno.
—Tienes razón. Tan pronto como amanece, de ti se espera que disfrutes de una conferencia sobre la aireación bajo el suelo de los graneros, con las últimas inquietudes acerca de los daños causados por ratones y escarabajos. Tulio tiene mucho éxito como propietario de almacenes, Albia.
—Y eso le ha ayudado a conseguir una maravillosa casa donde poder dar conferencias sobre escarabajos… Pero —seguí insistiendo— ¿qué pasó de verdad cuando Clara se aburrió de la relación entre el espacio en alquiler y su coste?
Andrónico se encogió de hombros.
—Como ya te dije, me la encontré aquí y hablé con ella con la intención de animarla un poco, si podía. ¡Trabajo difícil, debo decir! Cuando vi que se sentía incómoda estando sola en compañía de alguien, decidí dejarlo, como es lógico.
—Modales perfectos —murmuré.
No me había parecido que fuera difícil hablar con Casiana Clara, incluso ahora que estaba afligida, pero yo era una mujer.
Fingió pavonearse.
—En fin, no pretendía nada con ella.
—¿Eso habría cambiado algo?
—¿Por qué no? —preguntó prontamente.
Se me encogió el estómago, pero tuve que recordarme a mí misma que Andrónico era un hombre. ¿De verdad no tenía ni idea de que eso me ponía celosa? O tal vez sí lo sabía. Lo que dijo después me dejó boquiabierta.
—Fausto debió de venir enseguida después, cuando ella aún estaba deprimiéndose sólita y no pudo creer la suerte que había tenido.
—¿Fausto?
—Vive aquí, ¿no te acuerdas?
—Vale, pero ¿«no pudo creer la suerte que había tenido», Andrónico?
—Él la agarró. Ella chilló. Salieron todos corriendo, con su marido enloquecido a la cabeza.
—¡Espera, para un segundo!
Necesitaba tiempo para el reajuste. Era una posibilidad que nunca se me había pasado por la cabeza. Hasta ahora no había imaginado al en teoría puritano edil como un hombre que podía lanzarse sobre una joven invitada a su casa, y mucho menos cuando su marido estaba jugueteando con el postre de nueces y melocotones sólo a pocos metros de distancia.
—La chica tuvo la culpa —declaró Andrónico.
—¿Por qué? Lo único que hizo Casiana Clara fue estar durante un momento en el sitio equivocado, porque necesitaba tomarse un respiro de una cena tediosa.
Podría llegar a creer que Clara era tan ingenua que se había sentido atraída en secreto por el flirteo ligero de un hombre mayor (el edil debía de tener treinta y seis años frente a sus diecinueve, una diferencia significativa). Pero una cosa seria la habría asustado y escandalizado, estoy segura. No habría sabido cómo manejarlo. Y, de todas formas, ella era fiel a Julio Viator, a menos que su fidelidad no se hubiera convertido en culpa después del acontecimiento.
—Lo irritó mucho.
Me puse tensa por instinto, así que Andrónico dejó enseguida su actitud dura.
—¡Sólo estaba analizando la situación! Me doy cuenta de que te estás muriendo de ganas de acusarme de todo tipo de hipocresía masculina, querida Albia. Tienes razón. Una mujer debería poder estar sentada sola en el jardín de una casa privada…
—¡O en cualquier sitio! —gruñí.
—… sin que cualquier hombre de sangre caliente que la vea se lo tome como una invitación a meter su polla dentro.
—¿Me estás diciendo que Manlio Fausto es igual de asqueroso que su tío?
Andrónico sólo hizo una mueca y dejó que pensara lo que quisiera.
Comparé esa información con lo que me había contado Tiberio acerca de su antigua aventura. Imaginadlo: entonces, dejado solo con el trofeo revientabroches de su patrón, Fausto había asumido que esa belleza estaba allí para tomarla. «Ella ofreció. Él aceptó», había dicho Tiberio. Pero podía presumirse que a esa mujer su atención le gustaba y la deseaba.
No sé por qué, pero de repente me entraron ganas de pedir a Tiberio su opinión acerca de esa historia de la agresión a Casiana Clara.
—Puedes imaginarte el revuelo que se armó cuando la tonta criatura empezó a chillar. La culpa fue de la chica —repitió Andrónico, con toda naturalidad, y después añadió—: Así que, ¿sabes qué, Albia? Tendríamos un buen motivo para afirmar que más tarde Fausto se tomó su venganza liquidando a Viator. Se vengó porque le había estropeado la diversión y lo había dejado en evidencia.