Lo vi. ¡Io Saturnalia!
Esa figura ligera y su grueso cabello peinado hacia atrás me provocaron una punzada en el corazón. Andrónico caminaba con paso desenvuelto por la calle del Armilustrio: en la cadera izquierda llevaba una jarrita de cristal que colgaba de un cordón de piel, como una redoma de aceite de baño. Nos encontramos mientras volvía a casa con un humor de perros que enseguida mejoró. Hizo una farsa, fingiendo no recordar que me conocía. La acogí con entusiasmo, encantada con su alegre tontería.
Nos dimos dos besos en la mejilla con extrema formalidad, ya que estábamos en una calle principal, expuestos al público. Su aliento en mi cara era cálido y tentador. Se me arrimó, sin tocar, sólo rugiendo ligeramente con deseo contenido. Me volvió loca, que era lo que pretendía.
Caminamos un rato.
* * *
Había perdido su barba. El efecto no era tan llamativo porque había sido muy clarita y en ningún momento había ocultado sus rasgos. A decir verdad, ni siquiera noté la diferencia, pero él era consciente de ello. Dijo que habían hecho un sacrificio de pelo facial. A pesar de que los ritos de Ceres eran griegos, Fausto había ordenado que todos tuvieran sus patrióticas barbillas romanas bien afeitadas. Hasta había traído a un barbero adrede para afeitar a todo el mundo.
—¿A Tiberio también?
—Hasta a la hirsuta criada de la cocina. Albia, no reconocerías a Tiberio.
Andrónico me contó que Manlio Fausto había pedido a todos los hombres de la casa que por las mañanas se arreglaran para acudir en grupo a las ceremonias del festival organizadas por él. Todos estaban expuestos a las miradas. No valía escabullirse.
—¿Apoyo sumiso?
—¡Quiere demostrar lo rico que es con el tamaño de su séquito! —se quejó mi amigo—. La mayoría están emocionados como unos tontos, porque les regala entradas. Claro que lo hace. Si un edil no puede llenar los asientos del Circo con su gente para que lo vitoree, ¿cuál es el sentido de su cargo? Me gustaría escaparme para verte alguna vez, pero algún mezquino espía del cortejo servil notará, y le comunicará cualquier ausencia.
—No te metas en problemas por mi culpa, Andrónico.
—¡Eres tan dulce!
Dulce no, diplomática. El bienestar de Andrónico era importante y yo tenía algún interés. No me gustaría que Manlio Fausto decidiera que estaba alejando a uno de sus hombres de sus deberes. Ni siquiera lo había conocido y sin embargo tenía la impresión de tener con él una relación espinosa.
Mencioné a Andrónico lo contenta que estaba por haberlo encontrado así, por casualidad. Tal vez fui un poco tonta al mencionar cómo había flirteado con la idea de visitar su casa y preguntar por él. Como de costumbre, mi travieso amigo aceptó de inmediato esa sugerencia impulsiva.
Dijo que la casa del edil estaba allí cerca, así que me llevaría enseguida para enseñármela.
Desde luego podía ser una mala idea. Y me encantó.
* * *
¿Por qué me arriesgo siempre tanto? Bueno, por lo menos mi abuela aventina estaría orgullosa de mí. Como os conté en el funeral de Salvidia, Junilia Tácita nunca dejaba pasar la oportunidad de inspeccionar las casas de sus vecinas. ¿La casa de un edil? ¡Qué emoción! Se esperaría de mí que inspeccionara las sábanas por si estaban apolilladas y que pasara el dedo por las repisas para verificar si había polvo.