XXXIII

La mañana siguiente era el decimotercer día de abril, los idus. Fue un día largo para mí y luego descubriría que había sido el punto de inflexión de mi investigación. También era mi cumpleaños, aunque, al despertarme por la mañana, no lo recordé. Cuando vives sola, todos los días son iguales.

Empezó de manera rutinaria. Un día casero. Hice la vida imposible al chico que barría las escaleras, al que llevaba el agua, al proveedor de lámparas y a Rodan. Supervisar al mediocre personal masculino es el papel tradicional de la mujer romana, en un negocio, en una granja o en la casa. Tenemos el control de las llaves. Organizamos la lista de tareas. Sabemos dónde utilizar herramientas cuando hace falta. Hacemos que las cosas vayan sobre ruedas, mientras los sosos y los holgazanes pierden el tiempo. Los hombres están convencidos de que dirigen el Imperio. El Imperio se desmoronaría sin nosotras.

Hacer gala de mi autoridad me animó. Después cambié las sábanas de mi cama, organicé el armario, ordené mi joyero. Me fui a los baños, me restregué con más fuerza de lo habitual, me puse aceites hidratantes, dejé que una chica me arreglara el pelo de manera exótica, invertí en manicura, me dejé convencer para hacerme también la pedicura, me hicieron una depilación tardía y, poco a poco, me relajé.

Apareció Prisca.

—¡He oído hablar de esos asesinatos que estás investigando!

—Ah, ¿ya han empezado a correr los rumores?

—¡Y que lo digas! ¿Cuándo lo vas a coger?

«Si lo supiera —pensé muy abatida—, ahora mismo estaría fuera, poniendo un collar a ese bastardo». La propietaria de los baños no quería atender a razones. La histeria colectiva ya se había generalizado y según Prisca había centenares de víctimas. Por una vez, simpaticé un poco con Manlio Fausto por haber querido mantener en secreto la epidemia de muertes.

Descubrí con sumo interés que el asesino era un poeta chiflado. Tenía manía a todos los nacidos en jueves y los apuñalaba con estiletes de plata fabricados adrede. Esta tontería se la había contado a Prisca un vendedor de ungüentos en la calle Lupin, cuyo sobrino trabajaba en la oficina de tributos.

—¿Me estás diciendo que los asesinos son famosos por no pagar impuestos? —me mofé—. Y supongo que también tiene el labio leporino, un dedo del pie torcido y su signo zodiacal es Acuario. ¡Oh, por favor! Ninguna de las víctimas tenía una herida de puñal, Prisca. Creo que utiliza veneno.

Se me ocurrió en ese mismo momento. Su arma era demasiado pequeña para hacer una herida visible. Debía de usar algún tipo de artilugio perforador muy pequeño que recubría con una sustancia mortal como la que se utiliza en las flechas de los cazadores. El veneno era lo que al final acababa con la vida de las víctimas. Pero no era el mismo que usaban los cazadores, porque el de ellos paralizaba a las víctimas antes de matarlas y aquí no teníamos indicios de nada parecido. Lo único que sabíamos era que tenía un efecto rápido.

—¡Veneno!

Prisca se fue corriendo, muy emocionada, porque tenía la posibilidad de contar algo nuevo a la gente.

Antes de esta tarde, el asesino chiflado tendría un alabastrón de oro con una poción mortal en su interior, fabricada por enanitos de la Capadocia mediante una receta transmitida durante treinta generaciones, para la cual no existía un antídoto aparte de los rayos de luna, y firmaría grabando una letra griega en la frente de todas sus víctimas, mientras éstas se convulsionaban y exhalaban su último aliento. Había nacido el Asesino Omega, y la culpa era mía.

Me deslicé dentro de una túnica limpia y unos zapatos de cintas, y luego desaparecí de los baños para seguir investigando de verdad.

* * *

Cuando las pruebas son escasas, hay que remover, remover, remover lo poco que se tiene a disposición. Una vez más, arrastré los pies hasta el piso de Laia Gratiana e intenté hablar con su criada, la elusiva Venusia.

Tenían ganas de amargarme la vida. Me dijeron que Venusia ya no vivía allí. La habían enviado a «reposar» a una de las propiedades rurales de su señora. No sabría decir si era un castigo camuflado o una recompensa por su buen servicio. En una semana en la que su señora estaba participando en un importante festival como miembro del culto, parecía raro que alguien del personal, tan cercano a Laia, se marchara de Roma. ¿Qué mujer deja que su criada desaparezca justo cuando va a estar delante de los ojos de todos con motivo de las ceremonias en el Circo Máximo? Y además, ¿qué criada faltaría a un evento semejante? Perderse la posibilidad de recibir un regalo de agradecimiento por el festival o, mejor aún, una gratificación al contado debía de ser difícil de digerir.

Aparte de la habitual aversión a dejarme entrar, la situación en el piso de Laia aquel día no favorecía las visitas fortuitas. Durante las Cerealias, la alta sociedad plebeya tenía la costumbre de invitar a cenar a otros fanfarrones. Laia Gratiana y su hermano iban a dar una gran cena de gala esa noche, así que la entrada estaba llena de esclavos aturdidos que quitaban las telarañas del techo y de las molduras con largos palos, mientras que otros limpiaban el suelo, con el riesgo de que alguien se cayera de la escalera, resbalara en el mármol mojado o acabara golpeado en la cabeza con un palo. A la vez, un montón de contratistas inútiles andaban por ahí con pasos medidos, llevando las decoraciones para la sala y discutiendo con un encargado sobre sus honorarios.

Entonces alguien chilló:

—¿Quién se ha sentado encima de las amapolas y de las coronas de espigas?

Pensé que era hora de irme.

No era temporada de amapolas. Y el trigo, el otro símbolo tradicional de Ceres, ahora seguramente se estaba plantando y no cosechando. Los artículos debían de ser falsos.

Los decoradores profesionales —«diseñadores de banquetes temáticos», como se llamaban a sí mismos— habían tenido la brillante idea de utilizar serpientes, como las dos culebras que tiraban de la cuadriga de Ceres mientras iba en busca de Proserpina, su hija secuestrada. Nadie con gusto y estatus social quiere serpientes vivas en su adorable casa, así que un joven desgreñado al que le encantaba la artesanía había fabricado unas falsas.

¡Vaya por dios!

Intenté hablar con él, ayudándolo a sacar sus creaciones y admirándolas con educación, porque sabía que se moría de ganas de que apreciasen su trabajo y que nadie más se habría tomado la molestia. Tuvimos una conversación acerca de la fabricación de carros para los triunfos militares. Hablamos de la cuadriga de las Cerealias, que tendría unas serpientes aún más grandes. Le pregunté por sus esperanzas para el futuro. Me apunté su nombre en una tableta de notas por si algún día le podía pasar algún encargo. Al menos, ése dije que era el motivo.

Después le conté que yo misma me sentía un poco rechazada y bastante frustrada por culpa del problema con Venusia. Y me dijo que había oído a alguien mencionar que se había ido a Ariccia, donde había un antiguo santuario en honor a Ceres.

Por desgracia, estaba demasiado lejos para ir hasta allí. Aun así, podría ser útil saberlo.

* * *

Necesitaba ver a Andrónico para animarme. Tenía unas ganas desesperadas de que un hombre con la mirada resuelta me persiguiera por una pequeña habitación.

Me acerqué a la oficina de los ediles, pero un esclavo público que estaba recogiendo sin prisas hojas del patio me dijo que no había nadie. Dejé al esclavo recogiendo sus hojas y colocándolas en un cubo una a una, como si fueran huevos de cáscara muy fina.

Podía preguntar por Andrónico en la casa del edil. Era un ciudadano libre. Sus amigos podían ir a buscarlo. Nunca antes de ahora había tenido una relación tan estrecha con un liberto, pero estaba segura de que ésa era una de las ventajas de que te liberasen. La amiga de un liberto a lo mejor habría tenido que pasar por una puerta lateral, pero estaba convencida de que era posible ir a visitarlo…

Decidí no hacerlo. Manlio Fausto seguía siendo un desconocido para mí y no me sentía segura acercándome demasiado a él. Pero la idea era tentadora. ¿Insinuarme en la casa de alguien? Intenté no imaginar a mis familiares animándome a hacerlo. ¡Por Hades!, como informante, había sido entrenada para correr ese tipo de riesgos.