No tenía apetito. No me interesaba nada, obsesionada como estaba con lo que iba a pasarles a los zorros esa noche.
La atmósfera en el Aventino se deterioró. Los forasteros que habían venido para el festival estaban por todas partes. Los vecinos luchaban por encontrar sitio en los lugares habituales. Nos empujaban en nuestras propias calles visitantes que no parecían darse cuenta de que habían invadido nuestra tierra. ¿Por qué los visitantes nunca dejan sitio en las aceras para los demás? ¿Por qué gritan tanto, por qué son unos idiotas tan irrespetuosos? Cuando hacen las maletas, ¿se les olvida el cerebro en una repisa junto con las buenas maneras? Salen de sus sillas de mano, justo en tu camino, y se quedan allí, con la mirada perdida y las bocas abiertas. No nos ignoran, simplemente no nos ven.
Yo ni siquiera era romana, pero odiaba esa invasión de bárbaros. El impacto sería temporal, pero, como todos los años, nos causaba trastorno.
Un asesino a quien le da igual quién es su blanco consideraría a estos imbéciles presas fáciles, pero dudaba que el nuestro fuera a escoger a uno de ellos. No representaban ningún desafío. Casi seguro que sería algún vecino, alguien que habría llamado su atención de alguna manera.
¿Cuánto tiempo había pasado desde su último ataque? «Demasiado», pensé. Debe de necesitar ya nuevas emociones. Semejantes asesinos tenían patrones regulares de comportamiento. Suponiendo que lo planeaba todo de antemano, ahora mismo estaría organizando una nueva agresión.
Si no hacía planes, sino que actuaba según impulsos repentinos, el deseo de poder, ese sentido aberrante de poder del que disfrutan tanto los asesinos en serie, podría sacudirlo en cualquier momento. Podría estar punzando a su siguiente víctima mientras yo estaba ahí en el Vicus Armilustrium, frunciendo el ceño cuando recibía empujones de idiotas rebuznantes, llegados de la Campaña sin sus cerebros y ataviados con sus mejores túnicas.
* * *
Me fui a casa. Estaba de muy mal humor y arrastré los pies hasta el despacho, en un intento de distanciarme de la muchedumbre. No tuve mucho éxito: el ruido subió entre los edificios estrechos y pareció llegar a mí amplificado. Durante las horas siguientes, incluso cuando me quedaba dentro y me negaba a mirar por el balcón, era cada vez más consciente de las enormes cantidades de personas que se movían abajo. Por ahora la mayoría de ellos estaban tranquilos. El festival incluía sacrificios y ritos solemnes, con un objetivo profundamente religioso. Y muchos aún tenían que encontrar un hueco que les gustara para instalarse allí toda la noche, emborrachándose hasta perder el sentido.
En cualquier caso, estaba la carrera. Era un evento importante. Los caballos y los jinetes habían estado entrenando durante bastante tiempo. Era la primera salida de la temporada y cada propietario albergaba la esperanza de que su caballo se pudiera convertir en el famoso ganador de aquella temporada. Los jinetes también tenían ganas de alcanzar la fama. Las apuestas públicas eran ilegales; aun así, había mucho dinero en juego.
Mi barrio se aquietaba cada vez más, a medida que la gente acudía en masa al Circo. La mole de la cima principal del Aventino se hallaba entre la plaza de la Fuente y el Circo Máximo, y amortiguaba parcialmente el ruido. Sin embargo, cuando los edificios adyacentes se quedaban en silencio en los momentos importantes, siempre podíamos percibir un estruendo distante. Empezaba con fragmentos de música lejana, cuando la procesión religiosa entraba por las puertas ceremoniales en el extremo absidal más alejado de nosotros, y pasaba por los nuevos triples arcos construidos en honor del emperador Tito. Entonces, una ligera oleada de voces de aprobación podría acoger la llegada de nuestro actual emperador a su tribuna oficial, aunque el nuevo y elaborado mirador de Domiciano, en su grandioso palacio, arriba en el borde del Palatino, lo hacía casi invisible para la gente, tan lejos allí abajo.
Bajo asesoramiento jurídico, retiro lo que acabo de decir. Supuestamente había gente que había sido arrojada a las fieras de la arena por insultar al emperador en su presencia durante los Juegos. Escribir críticas acerca de él era igualmente malo.
Hubo un momento de calma, que sería cuando las mujeres vestidas de blanco realizaban ritos misteriosos para Ceres. Esos ritos estaban reservados a las iniciadas, pero uno de los sacerdotes mayores de Roma, el Flamen Cerealis, oficiaría con su manto y el gorro de punta. Los ediles plebeyos también tenían un papel oficial en las oraciones. Esto seguramente era importante para el ambicioso Manlio Fausto. Los ediles que gestionaban bien los Juegos y se ganaban la aprobación de la gente después podían utilizar el apoyo de los ciudadanos para obtener posiciones más importantes. No era fácil impresionar a la muchedumbre romana. Indiferentes a su gloria, muchos en esa audiencia sobre todo masculina aún estarían reuniéndose, hablando entre ellos y examinando los alrededores durante esa parte de los procedimientos. Tenían que aguantar los ritos, pero se aburrirían. No se puede apostar sobre el sacrificio de una cerda preñada. De hecho, incluso una afable audiencia de romanos duros que se jugarían hasta a sus abuelas desaprobaría hacer apuestas durante ese momento solemne. Sus íntegras abuelas se lo habrían enseñado.
Entonces llegó un ruido largo y penetrante, mientras el público se instalaba en los asientos para ver la carrera: un firme murmullo que aumentaba de forma estridente una vez aparecían los corredores. Este estrépito siempre se oía con fuerza en el Aventino, porque las doce verjas de salida alegremente pintadas estaban en nuestro extremo de la pista. Una explosión de ruido anunció el momento en que se abrieron. A medida que los caballos completaban cada giro, el fragor aumentaba. Podías seguir el progreso de cada vuelta sin tener que estar allí. Sabías sin equivocarte cuándo los primeros pasaban los puntos de viraje, esa curiosa línea de huevos de mármol para contar los giros, entre delfines, obeliscos, refugios para asistentes, pequeños templos y santuarios que llenaban la espina central que dividía los dos lados de la pista.
Una carrera en el Circo consistía en siete vueltas. El final llegó con un rugido a pleno pulmón que resonó hasta aquí arriba, a través de la inestable estructura de mi edificio. El público se habría puesto en pie de un salto, eufórico. Enormes ráfagas de pedos con olor a ajo y repollo habrían salido en forma de nubes sobre el estadio: un fétido miasma que contenían a duras penas pastillas para el aliento y pomadas capilares. La ovación para el ganador sería el punto culminante de la vida del jinete. Hasta el caballo agotado sacudiría su cabeza y disfrutaría de la gloria.
Tras el final de una carrera, el Circo se vaciaba en cuestión de minutos gracias a sus muchas puertas. Pero esa noche la gente no se iría. Esa noche se quedarían en sus asientos esperando más diversión. Los vendedores de refrigerios correrían arriba y abajo por los escalones, entregando vasos y cajitas de comida a los hambrientos. Los alguaciles intentarían mangonear a la gente, simplemente para demostrar que tenían ese privilegio. En una muchedumbre de ese tamaño —se calculaba que eran doscientos cincuenta mil, aunque unos primos míos una vez habían hecho cuentas y habían llegado a la conclusión de que eran sólo dos tercios de esa cantidad—, alguien se habría desmayado seguro. Alguien se habría desplomado y no habría vuelto en sí, y se suscitarían rumores de que estaba muerto. Gente indiscreta estiraría el cuello para poder mirar boquiabierta a los camilleros, hasta que titilaran nuevas luces en un extremo del estadio, donde los alaridos y los gritos salvajes anunciarían la llegada de los zorros.
Me fui a la planta baja, donde sería más difícil percibir los aullidos de dolor y el olor a carne quemada.
Intenté no imaginar cómo se retorcerían los aterrorizados zorros cuando los agarraran, sujetaran, amarraran y cargaran con las antorchas que atarían a sus maravillosos rabos. Intenté borrar los pensamientos de su agonía, mientras se encendían esas teas, mientras se abalanzaban libres por fin, con los hombres silbando y gritando para mandarlos lejos del templo, mientras bajaban corriendo por la cuesta hacia el gran valle del Circo, mientras se agolpaban a través de las verjas de salida, conmocionados por el cruel revuelo que había causado su llegada, para acabar sacrificados entre los gritos de placer de la muchedumbre.
Entonces, sólo aquellos de nosotros que tenían un corazón compasivo entenderían que aquél era un motivo para estar avergonzados. Y todos los años me preguntaba: «¿No se supone que la generosa diosa Ceres había regalado a los humanos la posibilidad de vivir decentemente?».