XXXI

Me desperté sabiendo que ya habían pasado doce días de abril, lo que significa que, según el calendario romano, era el día antes de los idus: el comienzo del festival de las Cerealias. Los organizadores harían sacrificios en el templo y una gran carrera de caballos en el Circo. El día terminaría con el ritual de los zorros en llamas. Ya no podía hacer mucho más en este sentido.

Lo intenté. Jamás me rindo.

Paseé por el Aventino en busca de trampas. Habían colocado más, probablemente porque ahora estaban desesperados. Cada trampa tenía cerca un miembro de los vigiles que montaba guardia con discreción, fingiendo beber en la barra de algún bar o apoyándose en un muro y usando una astilla como palillo.

Estaba volviendo a casa desanimada cuando me topé con Morelo. No me guardaba rencor por lo del día anterior, aunque sólo fuera porque era demasiado vago para escribir una denuncia. Estaba convencido de mi culpabilidad, pero era realista: sin testigos su caso no tenía esperanza, aunque eso tampoco importaba mucho en un juzgado romano. Sabía que yo podía recurrir a gente buena para hablar en mi nombre, así que, con independencia de la teatralidad con la que actuara el fiscal, en cuanto los pesos pesados de mis defensores sacaran a relucir su labia, el caso sería sobreseído.

Mis abogados son de los que después pondrían una denuncia por «falsas» acusaciones… Claro que lo harían. La gente que conocía estaba especializada en demandas de indemnización.

Era tan indulgente conmigo esa mañana que hasta me pregunté si Morelo, o tal vez su esposa, no compartían mis sentimientos acerca del ritual de los zorros. Es posible que a una pareja desgastada por las penurias de la existencia urbana no le hicieran ninguna gracia esas horribles viejas tradiciones con origen en la prehistoria agrícola. Pero yo no provocaría a un oficial de los vigiles. Cuando se le interpela acerca de cualquier tema religioso, la mayoría de la gente suele alinearse con el sistema.

—Déjelo, Albia —me amonestó Morelo, lo que confirmaba mi razonamiento—. Sólo lo empeorará. Los agentes de los ediles están ahora cogiendo perros con la nariz puntiaguda, para que hagan de suplentes. ¡Déjelo ya, por favor! A mis niños les acabamos de regalar un cachorro con pelo anaranjado. Lo tenemos encerrado dentro de casa, para que los cazadores de perros no se lleven a ese bichito, y está haciendo pipí encima de las alfombras, volviendo loca a mi mujer.

Le hice una sonrisa irónica y derrotada.

* * *

La atmósfera en las calles había cambiado de la noche a la mañana. Los visitantes estaban invadiendo Roma, paseándose por el Aventino, no tanto porque fuera un lugar de interés cultural para los peregrinos, sino porque aquí estaba el Templo de Ceres, el eje central del festival. Los trabajadores estaban empezando sus períodos de descanso. Esa mañana ya había más gente de lo normal y antes de la noche todo estaría lleno hasta los topes. Los bares estaban abiertos. Vendedores ambulantes con bandejas de refrigerios sospechosos estaban vagando por ahí. Chicas enguirnaldadas estaban sentadas en las aceras, rodeadas de montones de flores y vegetación que eran demasiado pesadas para ser transportadas. Sólo la carrera en el Circo Máximo vaciaría de nuevo el barrio. Entonces, Morelo estaría doblemente ansioso: tendría que vigilar el circuito, abajo en el valle, y a la vez no perder de vista las casas y las tiendas en las alturas que, en ausencia de sus dueños, serían un blanco fácil para los ladrones. Estaba acostumbrado, pero le encantaba quejarse.

Estábamos de cotilleo en la esquina de una calle. Obviamente, estuvimos hablando también de nuestra gran preocupación, los asesinatos aleatorios. Me dijo que no había habido más ataques en el barrio o, por lo menos, ninguno del que hubiera podido enterarse. Las autoridades habían traído refuerzos para controlar a la muchedumbre. Morelo no estaba convencido de la utilidad de esa medida. Su instinto le decía que el chiflado actuaba empujado por algún motivo personal hasta ahora desconocido. Yo compartía su opinión. Las multitudes en sí no lo atraían. El asesino sólo iría a las carreras siguiendo a alguien que ya hubiera elegido y que asistiera a ellas. Incluso entonces rompería su patrón, que consistía en atacar a sus víctimas mientras estaban ocupadas con las actividades cotidianas más comunes.

Antes de separarnos, Morelo no pudo evitar preguntar:

—Así que, ¿tiene una aventura con ese coleccionista de pergaminos?

—Podría.

—Menudo personaje.

—¿En la jerga de los vigiles, eso es un insulto?

—Demasiado listo. Engreído. No soporto eso.

Me sentó mal que menospreciara mi criterio.

—Usted es un aguafiestas. Para mí es perfecto. Andrónico es inteligente, gracioso, atento…

—Un fantoche.

A Morelo no se le podía hacer cambiar de opinión. Era de la peor especie de hombre obstinado y tozudo.

—Se le van los ojos. Estoy seguro de que la engaña, muchacha.

Yo misma soy muy cabezota, así que me marché y me sumergí en cavilaciones de trabajo para intentar borrar de mi mente esa molesta conversación.

Había dos cosas que me habría gustado haber hecho mejor en ese caso. Una era hablar directamente con la criada de Laia Gratiana, Venusia. La otra era la metedura de pata en el interrogatorio a la viuda de Julio Viator. Como me encontraba no muy lejos de la casa de sus padres, volví a hacerle una visita.

* * *

Hechos: su nombre era Casiana Clara. Tenía una cara redonda con ojos serios, pero, cuando aparecía la sombra de una sonrisa, resultaba atractiva. De aspecto cuidado y bien acicalada: unas amorosas criadas le habían estado dando masajes con aceites. A juzgar por sus cejas perfectas, se las depilaba con regularidad a fin de mantenerse bonita para el hombre de su vida. Habría solo uno, por supuesto. Bueno, uno a la vez. Pero las que están bien situadas nunca se quedan solas.

Imaginaba que Viator había sido feliz al conocer a su futura esposa y que había estado contento con el matrimonio.

La viuda era la hija más pequeña de unos padres adinerados, aunque no tan ricos como la familia de su marido.

Seguramente todos los hermanos que tenía ya se habían casado y se estaban preparando para vivir unas buenas vidas y fabricar nietos, lo que todos los padres creían tener derecho a esperar. Clara, que quizá siempre había sido considerada menos responsable, sólo porque era la más pequeña, ahora había vuelto corriendo a casa, afligida y preocupada, trastornando a todos y trastornada ella misma.

Pedí disculpas por mi comportamiento del otro día. Decidí explicarle el motivo, hablándole con sinceridad de mi propio duelo, aunque no mencioné cuánto hacía que había ocurrido. Eso nos unió. Nos acomodamos y estuvimos hablando. Disfrutaba de mi compañía. Cuando sufres una pérdida tan grande, la gente te trata como si estuvieras enferma, a pesar de que físicamente estás perfecta. Casiana Clara, que ahora pululaba como una subordinada por la casa de su madre, tenía una vida social restringida. Demasiado amable para quejarse de ello, estaba aburrida en secreto.

Esta vez parecía sentirse cómoda en mi compañía. La extrañeza ante el interrogatorio de una informante y la conmoción por el asesinato de su marido habían desaparecido. Había tenido tiempo para reflexionar sobre la muerte de Viator, ella sola, con calma.

Mi suposición había sido correcta. Había estado meditando. Después, había ido a hablar con los esclavos que habían estado con su marido ese día, en los momentos posteriores a su regreso a casa desde el gimnasio. Uno de ellos le había dicho que Viator no paraba de darse golpecitos en el brazo, como si le escociera: les había contado que algo lo había arañado.

—El esclavo me dijo que algo como un anzuelo.

Aunque Clara parecía creérselo, yo tenía dudas sobre lo del anzuelo. Por como está diseñado, se habría quedado dentro de la carne. Si se saca, suele causar un gran desgarro. Ninguna de nuestras víctimas había tenido una herida semejante.

Me apunté el nombre del esclavo, aunque Clara dijo que dudaba que supiera mucho más.

Estuvimos hablando de los esclavos sobrantes y de sus aprietos. Casiana Clara se había dado cuenta de lo ansiosos que estaban acerca de su futuro, una preocupación nueva para esta joven y privilegiada matrona. Me dijo que estaba intentando colocar tantos como podía en casas de gente conocida, en lugar de dejar que los enviasen al mercado de esclavos. Conocía el mundo lo suficiente para entender lo cruel que sería eso. Dos leales miembros del personal habían sido acogidos en la casa de sus padres y otro par se había ido a casa de su hermana. No podía saber cuánta energía había dedicado a esa tarea, pero estaba claro que la reasignación de la mano de obra la había mantenido ocupada. Me sorprendió que una chica como ella se preocupara siquiera de ello.

Tenía razón acerca de otra cosa: Clara había aceptado volver a casarse. Se había prometido con uno de los legatarios de los bienes de Viator, un hombre más viejo. Lo había conocido y le había parecido bienintencionado. No era quién para sentirme triste.

Le recomendé que lo informara de lo que estaba haciendo por los esclavos.

—Se quedará impresionado por su amabilidad, lo cual es una buena base para su matrimonio.

Se extrañó. La chica no tenía picardía.

—Manténgase firme, Casiana Clara. Puede ser mucho más joven que su nuevo marido, pero el control de las llaves de la despensa lo querrá tener usted, no algún desdeñoso liberto que ha estado trabajando allí durante años. Ponga en claro que espera ser la señora de esa casa. Quiere un papel. Tiene intención de vivir una vida que merezca la pena.

No me contestó, pero podía ver como la idea estaba echando raíces.

Le pregunté por su matrimonio con Viator. Me habló de él sin tapujos. Sí, su obsesión por el ejercicio físico había impuesto limitaciones a su vida doméstica, pero coincidimos en que un hombre podía hacer cosas peores. Los asuntos comerciales pueden ser mortales. Beber es malo. Mencionó también el juego como una posibilidad horrorosa. Yo sugerí la pornografía, aunque, al ver lo roja que se ponía, lo dejé estar. Me aseguré de tocar todos estos asuntos con la vana esperanza de tener un indicio sobre el motivo de la muerte de Viator.

Entonces, abordé un tema nuevo:

—¿Le importa si le pregunto acerca de un evento social en particular? Creo que fueron una vez a cenar a la casa de un propietario de almacenes y de su sobrino. El sobrino en cuestión es ahora un edil plebeyo, aunque puede ser que entonces no estuviera presente.

En el rostro de Clara apareció una mirada prudente. Asintió. Dijo que se acordaba de la cena.

—Fuimos una vez. Fue poco antes de que muriera mi marido.

Su marido había muerto el mes pasado o no mucho antes, a tenor del momento en que mi familia había recibido el encargo de la subasta: marzo o finales de febrero, como mucho.

—Nunca más volvimos.

—¿Por qué motivo?

Ninguna respuesta.

—Bueno —sugerí—, muchas veces a los hombres les gusta hablar de negocios en sitios particulares: las tribunas en el foro, lindos sitios en claustros privados, restaurantitos escondidos al lado del emporio…

Clara asintió con la cabeza. Esperé y luego pregunté con voz suave:

—¿Pasó algo? ¿Me podría hablar de esa cena?

—¿Es importante, Albia?

No podía decirle «Quiero descubrir si su marido la maltrataba».

—A decir verdad, no lo sé. A veces cosas muy raras resultan ser importantes… Yo misma he estado en cenas como ésa y no las he disfrutado. Mientras los hombres hablan de política o de negocios, cualquier mujer que los haya acompañado puede llegar a sentirse como una intrusa. Y, por lo que he oído del tío del edil, tiene pinta de ser horrible.

Clara mordió el anzuelo y me confió que sí, que Tulio le había parecido desagradable:

—Nada que saltara a la vista en exceso, Albia. Sabe, el típico hombre mayor que te saluda con un entusiasmo un tanto exagerado y que te deja sentarte a su lado en la cena como si el honor de tu compañía fuera todo suyo…

—¿Demasiado cariñoso?

—No de manera burdamente manifiesta.

—Ah, sí. Te manosean lo justo para hacerte parecer una mala persona por no apreciarlo, pero tú sigues sintiéndote incómoda todo el rato, luchando por alejarte de ellos. Mientras tanto, todos los demás hombres presentes fingen no ver lo que está pasando, porque ninguno de ellos quiere ofender al viejo bastardo cachondo poniéndolo en su sitio.

—Seguramente para él era sólo una broma. —Clara sabía de qué iba la cosa—. Y de todas formas, estábamos en su casa.

—Y, como es natural, en esa situación una esposa está obligada a secundar los intereses comerciales de su marido, aguantándolo… Lo único que puedes hacer es escaparte a los servicios y tomarte tu tiempo antes de volver a la sala.

Ninguna reacción.

—¿Era usted la única mujer invitada? ¿Quién más había? ¿Era una cosa formal, con los nueve puestos en la mesa ocupados?

—No, en realidad era sólo una cena informal. Tulio y su sobrino. Julio y yo.

—¿Nadie del personal en la mesa?

—No que yo recuerde.

¡Eso no gustaría nada a Tiberio, ya que dijo que había estado allí!

—Nunca he conocido al sobrino, Manlio Fausto.

—Es muy agradable.

—¿Buenas maneras?

—Tuvimos una agradable conversación sobre música.

—¿Cómo era la comida?

—Muy agradable —dijo Clara.

Nos reímos. Clara parecía haberse dado cuenta de lo soso que era su vocabulario.

—¿Pero no lo suficiente para que quisiera probarla de nuevo?

—No, mi marido me pidió disculpas después y dijo que no iríamos más.

—Parece la reacción de un hombre decente.

Error. La viuda se derrumbó y estalló en lágrimas de repente.

—Lo era. Era un marido maravilloso. No estuvimos casados mucho tiempo, pero Julio era cariñoso y protector, y lo echo mucho de menos.

Nos quedamos en silencio mientras se tranquilizaba.

—¿De qué la tenía que proteger? —susurré con dulzura—. ¿O de quién?

—De nada —contestó de inmediato la viuda.

Si tuvo un momento de pánico, lo ocultó muy bien.

—De nadie. Era sólo una manera de hablar.

—Me dijeron que usted estaba en el jardín y él vino a recogerla.

—Me estaba echando de menos.

—¡Qué bonito! —Y, con inocencia, deslicé—: ¿Pasó algo más?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Clara.

Lo dejé estar, más que nada porque no estaba segura de lo que quería decir.

En su lugar, comenté con alegría:

—Cambiando de tema, ¡creo que conoció a un muy buen amigo mío esa noche! ¿Se topó con un adorable archivista de nombre Andrónico?

Casiana Clara se quedó en blanco, al igual que había hecho con mi pregunta acerca de la presencia de Tiberio.

—Puede ser. No recuerdo.

Imaginé que ese fallo de la memoria se debía a su preocupación por intentar evitar el acaparador tío Tulio.

—Esa casa me tiene intrigada —reflexioné—. Todos hombres y, por lo que he oído, muy infelices. Viejas culpas y actuales resentimientos. ¿Notó la atmósfera caldeada?

—Estaba bien. —Clara me interrumpió como si ya no pudiera recordar más esa noche—. ¡Una cena por completo normal!

Por lo menos hubo un cambio respecto a llamarla «agradable».

Algo había pasado. Algo de lo que se negaba a hablar conmigo.

* * *

Justo en ese momento su maldita madre tuvo que intervenir. Era mayor, erguida, amable pero firme, y entró en la habitación con la intención de deshacerse de mí: mamá pensaba que la pobre pequeña Clara me había dedicado ya bastante tiempo. Aún estaba afligida y doliente, debería ser más considerada. No podía haber nada más que yo necesitara saber. Debería despedirme ahora.

Casiana Clara y yo nos lanzamos una mirada rápida, como dos amigas que se quejan cariñosamente de la generación mayor. No se opuso a su madre. A lo mejor de verdad estaba contenta de que me fuera, aunque seguía pensando que se había sentido aliviada por tener alguien con quien hablar. Alguien que había ido a propósito a verla, como si le importara. Mientras estuvo casada, importó a su marido. Ahora estoy convencida de ello.

Nos abrazamos y besamos como viejas amigas: después de tantas confidencias, se había convertido en un ritual necesario. Tenía poca paciencia con ese tipo de farsas. No me gustaría tenerla como amiga. No me caía mal, pero compartía la opinión de Andrónico: no era exactamente estúpida, pero no estaba a la altura. Él quería decir que no estaba a la altura de las conversaciones de negocios de los hombres, pero, con diez años de diferencia entre nosotras, sentía que tampoco estaba a mi altura. No tenía el suficiente carácter o experiencia para que fuéramos iguales.

Quizá soy presuntuosa. Desde luego, me compadecí de ella. Antes de irme, me acordé de lo preocupada que había estado el otro día, temerosa de que el asesino de su marido la agrediera también a ella.

—Tenía que haberla tranquilizado mejor. Déjeme hacerlo ahora. Por lo que sabemos, escoge a sus víctimas de manera aleatoria. Y después se desplaza. Nunca va en busca de nadie que esté relacionado con sus crímenes anteriores.

Bueno, sólo Celendina después del funeral de Salvidia, pero no tenía ni la menor idea de cómo y de por qué había pasado.

Casiana Clara me lanzó una mirada extrañamente fija.

—A menos que no sepa quién es y por qué lo está haciendo, ¿cómo puede estar tan segura, Albia?

No le dije que estaba segura porque yo era la experta y ella sólo una ingenua. Podría tener razón. A veces, desde fuera, las cosas se ven mejor, puesto que se miran con otros ojos. Iba a reflexionar sobre lo que me había dicho.