XXX

Nos habíamos ido corriendo hacia el norte, porque los gritos nos habían indicado que los vigiles venían desde la calle donde se encontraba la entrada del templo. La dirección opuesta nos llevó a bajar por el monte, hasta la estación de trigo, y después nuestras piernas nos llevaron de manera natural hasta la orilla del Tíber. Estuvimos caminando, cogidos de la mano, por el largo pórtico de la Puerta Trigémina. Algunos puestos se habían cerrado para la noche, otros, quitados directamente. Pasamos cerca del puesto familiar de Lupo, el desbullador de ostras asesinado: no había nadie y no llegamos a tocar el tema.

Nos habíamos tranquilizado, pero aún tendíamos a juntar nuestras cabezas, mi oscura corona contra sus patillas anaranjadas, y a soltar risitas tontas. Éramos como niños traviesos, aunque lo que acabábamos de hacer nos hacía bastante peores que granujillas. Las consecuencias podrían haber sido horrorosas, y no sólo para nosotros. Podríamos haber causado un terrible destrozo. Las maderas centenarias del tejado del templo se habrían incendiado en un instante si una chispa suelta hubiera alcanzado la altura del frontón. Además, ¿quién sabe hasta dónde habrían podido llegar las llamas? Habían pasado apenas diez años desde que un enorme incendio había destruido media Roma. Se seguía reconstruyendo.

Miramos al río. Paseamos a lo largo de la orilla, más allá de los viejos depósitos de sal y de los barcos amarrados, escuchando el agua chapotear allí cerca y captando ruidos provenientes de los almacenes y de las tabernas a ambos lados del río. Ahora estaba oscuro, aunque desde hacía poco. Roma era una masa de formas misteriosas y edificios ocultos todo alrededor. La poca luz que quedaba bañaba el cielo encima de nuestras cabezas, donde corrían lentos algunos fragmentos de nube. De momento, no había estrellas. A mediados de abril, el tiempo era frío, pero soportable. Una brisa impetuosa transportaba una tenue alusión al próximo calor veraniego. Habían empezado a aparecer luces diminutas, simples puntitos. Donde se reunían los humanos para divertirse, había hilos esporádicos que colgaban como cuentas en la gargantilla de una diosa en los cielos. Los puntos aislados, arriba en los edificios, delataban la presencia de un estudiante trasnochado o de un enfermo agitado.

Andrónico y yo estábamos en silencio en ese momento. Como estábamos cerca del agua, empecé a sentir frío. Teníamos capas, así que nos soltamos las manos y cada uno se envolvió en su abrigo. En ese momento, el lugar podía ser ameno, pero más tarde, por la noche, se convertiría en un sitio de mala fama, preferido por las prostitutas de todos los sexos y sus clientes, por no hablar de los carteristas que cazaban a estos últimos, normalmente conchabados con las putas. Hasta hacía poco, las aceras y las calzadas habían estado casi despejadas. Pero entonces, que habían levantado la prohibición de circular con vehículos de ruedas, los carros habían empezado a traquetear hacia arriba, desde el puerto hasta Roma. Muy pronto las calles estarían frenéticas. Nos pusimos en marcha de común acuerdo y dimos media vuelta para ir en dirección al Aventino.

Subimos el monte por el mismo sitio por donde habíamos bajado. Nunca lo habría hecho sola, pero me estaba dejando llevar por Andrónico. Parecía disfrutar con el peligro. Hasta me condujo cerca del muro trasero del templo para poder echar un vistazo a la pequeña calle lateral que había sido el escenario de nuestro crimen. Los vigiles seguramente habían extinguido la hoguera y limpiado los restos. Oíamos voces desde dentro del trastero, pero no podíamos ver a los interlocutores.

—Cogerán más zorros. Traerán más antorchas. Pero les hemos causado una molestia maravillosa… —Andrónico me guiñó el ojo—. Y a Fausto le irritará mucho esta interferencia con su gestión del festival.

—Eso te gusta —comenté.

A lo mejor, esa noche Andrónico me había ayudado sólo para amargar la existencia a su jefe.

—¡Oh, sí! Lo hemos hecho pasar por un inútil. ¡Estará furioso!

No parecía ni pasársele por la cabeza que lo que habíamos hecho estaba mal. Esta era la gran diferencia entre nosotros. Una sociedad civilizada necesita normas… ¡Gracias, Ceres, por sacar a la humanidad de su modo de vida bárbaro! Yo era muy consciente de que habíamos roto esas normas. Para mí era justificable, porque una persona civilizada siempre tiene que estar preparada para ejercer su derecho a decidir. Un individuo debe tener una conciencia y saber cómo utilizarla. Yo parecía salvaje, pero era sólo una ilusión momentánea; Andrónico parecía respetable, pero a lo mejor en su caso la percepción era engañosa. Por lo visto, esta noche no tenía conciencia.

Ese loco temerario se habría paseado por la calle lateral para echar un vistazo más de cerca, pero yo me negué.

Era muy capaz de pasar por allí como una viandante cualquiera, pero ¿para qué llamar la atención? Insistí en que siguiéramos caminando un par de manzanas más, para girar después de los Templos de Flora y Luna. Luego nos abrimos paso hasta mi propio territorio, a través de unos callejones traseros apartados y de la calle del Armilustrio.

Acabamos en El Astrónomo. Teníamos una necesidad desesperada de tomarnos una copa de vino para volver a subir los ánimos en el anticlímax tras nuestra aventura salvaje. Los que nos hubieran visto llegar, jadeantes y con los ojos brillantes, es probable que pensaran que veníamos directamente de una caliente y apasionada sesión en la cama. No había mesas libres, así que nos apoyamos en la barra. Allí estábamos, jugueteando con los tentempiés y tragando vinum primitivum —el único buen vino de la casa que tenía mi tía, que reconocía que le habían asignado el nombre equivocado—, cuando llegaron Tiberio y Morelo. Ninguno de los dos parecía feliz.

Habían tenido el tiempo suficiente para que se los convocara al lugar del crimen por la patrulla que había descubierto el fuego, evaluar el daño y elaborar una teoría. Bien hecho, chicos. Tiberio debió de recordar cómo alimentaba a Robigo; sabía que me gustaban los zorros. Ahora, él y el investigador de los vigiles habían venido a por mí. Pero al ver también a Andrónico, les surgieron más ideas.

* * *

Morelo explicó con tranquilidad lo que había pasado, con el aire de quien está convencido de estar perdiendo el tiempo porque la gente ya está al corriente. Llevaba su uniforme nocturno: su uniforme diurno que cubría su panza fofa, más un hacha colgada en la parte trasera de su cinturón y una pesada porra delante. Ninguna de las dos tenía pinta de estar allí sólo para impresionar, sino para usarse, y además con frecuencia. Tiberio lucía la mejor túnica que le había visto, de un blanco inmaculado. Parecía irritable, como si convocándolo hubiesen interrumpido una tarde de ocio que no habría querido perderse por nada del mundo. Andrónico esperaba haber provocado la furia de Manlio Fausto, pero el edil no iba a molestarse en salir por la noche para recorrer calzadas fétidas donde los borrachos podrían insultarlo o las rameras manosearlo de manera indecente. Había enviado a su hombre de la calle, para que sufriera por él.

—A ver, Albia, sabemos que se toma muy a pecho el mundo animal. —Morelo se dirigió a mí con su tono paternalista oficial. Tiberio se limitaba a quedarse de brazos cruzados.

—A ver. —Escupí un hueso de aceituna—. Claro que amo los animales. Nací en una provincia llena de caballos y en la que los bárbaros adoran las liebres. Incluso aquí, en Roma, soy yo la que saca el perro a pasear. Así que sería evidente hasta para un tonto. ¿Para qué molestarse en buscar pruebas, Morelo, cuando puede atacar a un blanco tan fácil?

—¿Dónde estaba esta tarde? —preguntó con paciencia.

Tiberio no dijo nada. Esos ojos grises se desplazaban del uno al otro, observando, evaluando, llegando a conclusiones desagradables. Me preocupaba más que Morelo.

—¡Aquí! —Andrónico irrumpió en la conversación, a pesar de que estaba intentando dejarlo al margen—. Estábamos aquí, cenando y abrazándonos todo el tiempo. Cualquiera se lo podría decir.

Cualquiera podría decirle que estaba mintiendo, pero nadie lo haría. Entre los demás clientes ya habían tenido lugar las maniobras habituales: en cuanto habían visto llegar a los vigiles, habían dejado unas monedas en la barra —haciendo el cálculo muy a la baja— y se habían largado. Morelo había venido acompañado por un par de sus hombres y ellos también habían ejecutado sus maniobras acostumbradas: se habían quedado de pie, con expresión tonta, mientras se les escapaban todos los testigos potenciales.

Hace tiempo, en Londinium, me habría ido la primera. Ahora era respetable y tenía que hacerme valer. Una huida habría significado, para Tiberio y Morelo, una admisión de culpabilidad.

* * *

De repente El Astrónomo se había quedado vacío y, aparte de nosotros, sólo quedaba mi primo.

Como el bar había estado bastante lleno hasta ese momento, Junilio no había tenido tiempo de limpiar la barra. Era la noche en la que el otro camarero libraba para acudir a su asociación: Apolonio iba a una reunión semanal de rompecabezas geométricos, una afición inocente que era mejor no mencionar delante de nadie de la oficina de los ediles o de los vigiles, en especial en el clima paranoico que reinaba entonces en Roma. Las matemáticas son una actividad sospechosa. Todos esos dibujos de hipotenusas tienen que ser planes para intentos de asesinato. El álgebra es un código traicionero. ¿Alguna vez habéis conocido a un estudiante de cálculos infinitesimales que no tuviera ambiciones de conquistar el mundo? Y los que dicen que Arquímedes fue asesinado durante la toma de Siracusa por un soldado que no sabía nada de él, ignoran cómo funcionan las fuerzas militares. Debió de recibir una orden secreta: hombre haciendo diagramas en el polvo igual a objetivo número uno.

La expresión del mensajero sugería que yo era su blanco.

A ver. Apolonio, que solía ser muy meticuloso con la limpieza de la barra, no estaba allí. Junilio reinaba con alegría sobre un desorden total y absoluto. A mi lado, Andrónico ondeó su brazo por encima de los platos y vasos usados que estaban amontonados en la tosca losa de mármol. Eso debería haber sido suficiente. Sin embargo, a continuación hubo una mímica con la que Andrónico preguntó a Junilio si nos había estado sirviendo toda la tarde. Morelo se unió, moviendo su dedo para advertir a Junilio de que era un asunto de vital importancia.

Yo miraba preocupada. Junilio se apoyó en sus antebrazos. Apartando un largo mechón de pelo que se le había caído en los ojos, frunció el ceño, para indicar que quería estar seguro de haber comprendido bien. Hizo un gesto en dirección de los platos de comida, como un actor malo en una tragedia muy tediosa. Y es que me conocía lo suficiente para saber que yo jamás pediría polenta y que si los puerros estofados con lentejas hubieran sido míos, habría limpiado el plato con un dedo. Nunca lo dejo lleno de porquería.

Junilio era un chico brillante y gracioso, con un lado cruel, que padecía una deficiencia. Era independiente. Aprovechaba las oportunidades de la vida. Pero había sido adoptado por los Didio, así que era nuestro. Todos cuidábamos de él. Me sentí incómoda con esa situación.

Junilio mintió a Morelo y al mensajero, sin pensarlo dos veces.

—¡Toda la tarde! —cantó con alegría, marcando las sílabas.

Su madre se había esforzado en enseñarle a decir algunas palabras, pero cargaba mucho las consonantes y sus vocales duraban demasiado. Su habla siempre sonaba rara, pero, si la simplificaba, se entendía.

—Albia en Astrónomo.

Indicó el cuadro del pez. Luego sonrió de oreja a oreja y miró a toda la gente en la barra, como un acróbata particularmente irritante que pedía un aplauso. El chico travieso estaba sacando provecho a su debilidad. Surtió efecto.

Andrónico debió parar, pero se dejó llevar por la gracia del invento.

—Puedes decir la verdad, Junilio: ha habido un momento que hemos estado arriba.

—¿Arriba? —preguntó Morelo que, como me conocía desde hacía varios años, se sorprendió, y no sin razón—. ¿Para qué?

—¿Para qué cree? —se burló Andrónico.

La luz de una pequeña lámpara de aceite se reflejó en su pelo y barba mientras contestaba.

—Esto es un bar, tienen habitaciones, los clientes interrumpen su comida para ir a jugar.

Me sentí enrojecer. En los bares era habitual acompañar una bebida con sexo. Era un servicio que solían ofrecer las camareras, pero muchas veces, cuando estaban cansadas, se alegraban si los clientes alquilaban las habitaciones y luego se apañaban por su cuenta.

El Astrónomo nunca había tenido una camarera y yo sabía que, a pesar de algunos eventos sospechosos que habían tenido lugar en las dos habitaciones de arriba, éstas estaban alquiladas en aquel tiempo a un inofensivo grupo de constructores ocasionales de la Galia. Venían a Roma para ganar dinero y trabajaban a todas horas mezclando hormigón, un trabajo pesado. Cuando estaban allí, se alineaban como sardinas en una lata y dormían. Hasta mi tía decía que no daban problemas.

—¡Escúcheme, Junilio! ¿Flavia Albia se ha pasado la tarde divirtiéndose en las camas de arriba?

Morelo hizo un gesto vulgar para ilustrar. Vi a Junilio vacilar, porque sabía que iba a tener problemas conmigo, pero quería complacer a todos, así que asintió muy serio con la cabeza.

—¡Oh, muy bien! —gruñó Morelo, añadiendo en dirección a Tiberio que nunca podrían llevar a Junilio frente a un juez—. ¡Bonita coartada! —me murmuró.

Como es natural, sabía que estaba dispuesta a acostarme con Andrónico, aunque él habría preferido que no hubiera hecho alarde de ello en público. La cara disgustada de Tiberio decía que él, por su parte, me despreciaba.

No puedo decir que mi reputación fuera mancillada, pero desde luego fue injuriada mi dignidad. Morelo hizo un último patético intento en su investigación. Se inclinó de repente hacia mí, olisqueó mi capa y anunció:

—Sabe, Albia, para un experto, ¡usted huele a humo!

Una vez más fue Andrónico quien inventó una buena excusa.

—Será porque ha estado sentada al lado de la parrilla durante horas.

—¡Carne! —gruñó Morelo, insinuando que por lo menos tenían un motivo para arrestar a alguien, pero Tiberio negó cansado con la cabeza. Esa noche no tenía fuerzas para ocuparse de las leyes sobre la comida en los bares. El Astrónomo estaba a salvo.

Junilio, que estaba acostumbrado a utilizar su sordera como excusa para vender más, fingió entender que «carne» era un pedido, así que empezó a sacar platos con bocaditos de cordero sobre hojas de lechuga. Los vigiles que había traído Morelo enseguida alargaron el brazo. Pronto empezaron a pedir bebidas. Era difícil creer que se había estado debatiendo alguna ley de orden público. Hasta Tiberio picoteaba del cordero, rociando los cubitos carbonizados con aceite para darles sabor, mientras se deshacía con lentitud el vendaje de la mano, como si le doliera. La venda de esa noche también era de un blanco puro para ir a juego con la túnica. Tener accesorios conjuntados no iba con su estilo. Cualquiera lo habría tomado por un ricachón que tenía un encargado de vestuario.

Morelo y sus hombres miraron la herida y se estremecieron. Las cicatrices a ambos lados de la mano estaban supurando, rojas y enfadadas. Él mismo parecía tener un poco de fiebre. Todos los vigiles lo inspeccionaron como expertos. Mandaron a alguien a por el sanitario y los ungüentos de resina.

Andrónico y yo estábamos de pie a un lado: era mejor no irnos precipitadamente, después de insistir tanto en que nos habíamos quedado en el bar todo ese tiempo. Me miró de reojo.

—¿No sabrás por casualidad cómo se hizo eso?

—¿Por qué me lo preguntas a mí? No soy su madre. ¿Él qué dice?

—Que se apoyó en un clavo.

Sofoqué la risa.

—¿En serio? ¿Siempre ha sido tan idiota?

Por el rabillo del ojo vi como Junilio guardaba con astucia las brochetas con las que había cocinado antes los tentempiés. Mi primo era listo como un zorro. Quería a ese chico, y volví a sentir amargura porque lo habían obligado a mentir.

Poco después, me abrí camino a través de la cocina hacia lo que, era un suponer, era el baño de los clientes. Al pasar, guiñé el ojo a Junilio. Él me dio las gracias por llevarle tantos clientes. Detrás de mí, el bar era un hervidero.

La letrina era un peligro para la salud ubicado en un cobertizo en la parte trasera. La mayoría de los hombres la eludían y meaban en el callejón, así que cualquiera que llevara sandalias abiertas tenía que tener cuidado dónde ponía los pies. Hice lo que tenía que hacer y después me escabullí de El Astrónomo sin decir adiós a nadie. Ahora eran todo hombres juntos y yo me había sentido excluida. Incluso Andrónico se reía a carcajadas junto a uno de los vigiles por algún chiste vulgar. Era poco probable que se diera cuenta de que me había ido.

Me fui a casa.

Al entrar en el Edificio del Águila, divisé a algún animal moviéndose con sigilo en el extremo opuesto del patio. Podría haber sido un perro o un gato. Tuve la esperanza de que fuera la zorra que estuve observando hacía un tiempo mientras sacaba a correr a sus cuatro cachorros. Se había tumbado bajo los escalones y vigilaba, con pinta de estar cansada por la maternidad, mientras su alborotada prole pasaba una buena hora jugando al escondite, subiendo y bajando con alegría de viejas palanganas.

Ordené a Rodan que cerrara la reja y que no dejara entrar a nadie que no viviera allí.

—¿Eso incluye a sus amigos?

—No tengo amigos, Rodan.

Era un mito que me gustaba alimentar: los informantes son gente malhumorada y solitaria. ¿Qué informante puede esperar tener clientes, si es conocida por malgastar su tiempo en un alegre círculo social?

—Si aparece alguno de mis amantes, no estoy de humor. Si lo rechazo, eso sólo hará que mañana esté más ilusionado, ¿verdad?

—¿Qué amantes? —preguntó Rodan, con aire confundido.

* * *

Más tarde, y no sin esperármelo, oí gritar a Andrónico. No parecía demasiado sobrio. A pesar de dar golpes a la reja, Rodan debía de estar roncando en su catre y no contestó. De todas formas, no estaba preparada para una primera noche de pasión. Liberar a los zorros juntos había sido emocionante, pero lo sucedido en El Astrónomo me había molestado. Metí la cabeza debajo de la almohada hasta que el silencio cayó sobre la plaza de la Fuente.

Sabía que había actuado en contra de mi propio interés. Eso demostraba, sin sombra de duda, que estaba enamorada. El tira y afloja es inevitable. Era lo bastante mayor para saber cómo funciona. Es así como se comprueba si una aventura es seria: si procura la materia prima para una poesía atormentada. El proceso de emparejarse tiene que tener separaciones sin un motivo particular, ¿no es así?