Pasé gran parte del día siguiente viviendo mi propia vida. No había abandonado las muertes, pero no había pistas evidentes que seguir y no tenía ninguna gana de dejarme menospreciar por Tiberio. Estaba decidida a evitarlo. Recopilé mis notas sobre varios casos diferentes de clientes privados. Los había dejado un poco de lado últimamente. Me dediqué a las tareas domésticas. Eso incluía arreglar una túnica cosiéndole un ribete en el escote cuadrado que se había deshilachado, como era habitual, a partir del punto débil en la esquina. El ribete con el que estaba cubriendo las hilachas también reforzaría el escote y prolongaría la vida del traje. Había sido una buena túnica, azul, mi color preferido desde siempre, a pesar de ser caro y de desteñir terriblemente.
Me gustaba bastante coser. Disfrutaba metiendo y sacando la aguja con calma, atravesando las capas de túnica y forro, y luego haciendo pasar el hilo, con la satisfacción de alisarlo bien, para que quedara plano mientras avanzaba.
Esta tarea me calmó tras otra experiencia que me había causado horror: había caminado toda la mañana por el Aventino, buscando más jaulas de zorros. Había encontrado varias. Todas menos una estaban vacías, así que las desmantelé. La última tenía dentro un joven zorro, muerto. En algún momento, antes o después de desplomarse, unos cuervos habían conseguido meter los picos por los alambres y le estaban comiendo los ojos. Los ahuyenté, pero después sólo pude alejarme.
* * *
En cuanto acabé de coser, llegó Andrónico. Estaba arriba en mi despacho, sentada delante de la puerta del balcón para aprovechar mejor la luz. A su saludo alegre, mordí el hilo tras el último punto y luego clavé con cuidado la aguja en el ribete de la túnica: las agujas no son baratas.
—¡No estoy muy lejos de tejer con un telar como una esposa tradicional! —me mofé de mí misma, mientras ordenaba un poco y recogía mi costurero.
Mi amigo me la cogió de la mano y examinó el elegante cofre que había sido un regalo de mis padres: excelente madera de cedro perfumada, con incrustaciones estampadas de marfil y cierre de plata. Mis hermanas pequeñas se habían divertido encontrando cosas para meter dentro: un dedal de bronce, unas tijeras, un punzón, un estuche para las agujas de hueso esculpido. Desde que la tenía, la había estado llenando con restos de hilos y ribetes, botones y cuentas. A cualquiera le parecería un revoltijo desordenado, pero para mí cada una de esas baratijas era un recuerdo de una historia pasada.
—¡Alguien te quiere!
Al dejar la caja decorativa en la mesa, noté en Andrónico su habitual mirada sospechosa. Mi encantador castaño claro estaba allí, esbelto y en forma, sin darse cuenta de la poca necesidad que tenía de estar celoso de mí.
—¡No un hombre! —gruñí, adivinando sus pensamientos—. Padres generosos.
—Estás muy unida a tu familia.
—La gente que conoce mi historia no se lo espera, pero ¿por qué no?
—Vives sola —dijo Andrónico—. Pero parece que ocultas bastantes cosas de tu pasado.
—No oculto nada.
—Vives en este sitio horrible, a pesar de tener un padre rico.
—Éste era el despacho de mi padre antes de ser el mío. Se abrió camino solo y lo mismo estoy haciendo yo.
—Saliste bien parada y aun así das la espalda a una fortuna.
Andrónico no parecía ser capaz de comprender mi elección. Supongo que para un liberto el dinero era demasiado importante.
—Me dijiste que habías nacido pobre. Si eso es cierto…
Su insinuación de que podría haberme inventado la historia para llamar la atención me sorprendió. Mi pasado fue duro. ¿Por qué razón se iba a inventar alguien un pasado miserable sin necesidad?
—… ¿por qué ahora no te aprovechas de lo que tienes?
—Sería la solución más fácil para la mayoría de la gente. Y creo que el miedo más grande de mi padre es que los hombres que gusten a sus hijas tengan esta actitud.
Mientras le explicaba la alternativa, sentí cómo mi barbilla se levantaba.
—No lo hago. Jamás lo haré. Aprecio la buena fortuna, pero, cuando puedo, intento arreglármelas sola. Cualquier amigo mío lo verá de la misma manera.
—Sólo quería comprender.
Ahora Andrónico tenía sus ojos como platos, su expresión era seria y tenía una actitud sincera y digna de confianza.
—¡Me encanta tu manera de ver las cosas, Albia!
Y para demostrármelo, me dijo por qué había venido: había descubierto dónde guardaban los ediles los zorros para las Cerealias. Desde luego, con esa noticia se ganó todo mi afecto y gratitud.
* * *
Lo que hicimos en la siguiente hora era peligroso y podía haber desencadenado la ira de los ciudadanos hacia ambos. Andrónico tenía ganas no sólo de enseñarme adónde ir, sino también de acompañarme y ayudarme. A veces yo hacía locuras, pero hasta ahora nunca con un compañero. Ya que nuestro destino era el Templo de Ceres, tan familiar para él, pero tan desconocido para mí, no tenía sentido poner pegas. Y, de todas formas, nuestra amistad se había extendido con facilidad a la participación conjunta en esa aventura temeraria.
De camino al sitio, me preguntó:
—¿Qué diría de esto tu maravillosa familia?
—¡Me aconsejarían con mucho encarecimiento que no lo hiciera!
Por lo visto, fue la respuesta correcta. Se rio con suavidad.
Entonces, le pregunté cómo había conseguido escabullirse. Me dijo que Fausto estaba presidiendo una gran reunión sobre los preparativos para los Juegos de Ceres, una responsabilidad que no podía descuidar, mientras que su tío se había ido a algún banquete de borrachos, una de esas noches a las que Tulio estaba acostumbrado. La casa no tenía reglas. Los esclavos y los libertos iban y venían.
Era una muy buena tarde, pero hacía frío. Había gente en la calle, aunque no demasiada. Caminábamos el uno al lado del otro, como dos amantes de paseo. Era demasiado pronto y había demasiada luz para que la mayoría de los ladrones estuvieran ya activos y, sin embargo, las ancianas discretas ya se habían ido a casa para cenar con sus gatos. Las familias que salían de las tiendas y de los talleres no se fijaban en nosotros, porque era evidente que no estábamos yendo de compras. Nadie se acordaría de nosotros. Nadie podría haber imaginado que teníamos un cometido ilegal.
Llegamos al templo. Uno de tantos en el Aventino, éste en particular estaba aislado en el extremo noroeste: dominaba el Circo Máximo y miraba hacia el lado opuesto de la ciudad, como queriendo desafiar de manera arrogante a los grandes dioses oficiales del Capitolio romano.
Ceres era benigna con los humanos: nos había dado la agricultura y, con ella, la costumbre de una vida regulada. ¿Cómo podía la diosa que enseñó a la humanidad a arar, que descubrió el trigo para nosotros, que reinaba como patrona de los valores humanos decentes, de la paz y de la justicia, exigir que fueran torturados los zorros? Uno de sus compañeros en ese antiguo templo era Liber, Padre Libertad, dios del vino y de la virilidad masculina, pero también —tal vez porque el vino suelta la lengua— defensor de la libertad de expresión. Aquel templo era un antiguo centro de rebelión contra el orden social restrictivo. Lo que pretendíamos hacer Andrónico y yo al menos encajaba en ese espíritu.
Eso no quiere decir que las autoridades plebeyas lo aprobaran. Si nos vieran con los zorros —si nos pillaran—, sería considerado un «insulto a Ceres». La pena por eso solía ser el ahorcamiento.
* * *
Esa noche mi amigo estaba exaltado de un modo maravilloso. Me arrastró arriba por las escaleras desgastadas, a través de las cortas y gruesas columnas debajo del descolorido frontón de madera, y luego entró en el santuario. Nunca antes había estado dentro. En Roma, la mayor parte de la vida religiosa tiene lugar en el exterior, donde están los altares para los sacrificios al aire libre. En la víspera del festival había más gente de lo habitual. Unas ancianas vendían tartas y panales de miel en pequeñas mesitas colocadas entre las columnas.
Pasamos a su lado para entrar en el interior inadvertidos. Otra anciana, con un vestido griego blanco, obviamente la sacerdotisa mayor, estaba arreglando la estatua de Ceres. Sus movimientos eran artríticos, pero enderezó los manojos de espigas y la antorcha de la diosa antes de girarse. Reconoció a Andrónico y a lo mejor le lanzó una mirada reprobatoria, pero no intentó echarlo. A mí me ignoró. Las, mujeres tenían permiso para entrar.
Andrónico era un excelente actor. Para justificar nuestra presencia, empezó a darme, con una voz grave, una clase sobre las estatuas de culto, fingiendo ser el guía de una visitante curiosa. Cada uno en su lugar sagrado, había tres dioses de bronce hermosos en extremo, pagados con las multas que recaudaban los ediles: Ceres estaba sentada en la caja adornada con serpientes que contenía los artículos secretos que utilizaba en sus misterios; Liber, con su odre de Dioniso; Libera, asociada con Perséfone, la hija de Ceres, secuestrada por el dios del inframundo, pero rescatada…
A diferencia de tantas otras historias sobre los dioses y las diosas del panteón oficial, ese grupo lujurioso y amoral que parecía interesado sobre todo en las aventuras amorosas, la Madre y la Doncella tenían un especial atractivo para mí. Su historia era el corazón del festival. Dentro de unas noches, mujeres vestidas de blanco correrían por todo el Aventino, antorchas en mano, para representar a la desesperada diosa en busca de su hija desaparecida, cuando la tierra se muere en la oscuridad absoluta del invierno, antes de que la madre se reúna con su niña en la luz y que los brotes verdes germinen de nuevo. Incluso en la ciudad —en especial en la ciudad donde había tantas bocas que alimentar— se celebraba la renovación del trigo que nutre la vida.
Una vez, según la leyenda, un chico vio a un zorro robando gallinas. Al intentar quemarlo vivo, éste se escapó. Mientras huía ardiendo, su cola en llamas encendió los campos y destruyó las valiosas cosechas de cereales. Desde entonces, a los zorros se les castigaba en el nombre de Ceres…
En la sala perfumada de incienso sólo estábamos nosotros dos. Había unas cuantas lámparas encendidas para hacer compañía a los dioses. Andrónico me guiñó el ojo, pero se contuvo por respeto a las deidades. Me volvió a llevar fuera. Avanzamos con sigilo a través de las columnas y bajamos del podio con los corazones palpitantes. Era sin duda el cabecilla mientras nos abríamos camino desde la calle principal, manteniéndonos en las sombras del lateral del templo, hasta una puerta discreta. La mayoría de los templos las tienen y suelen dar acceso a las catacumbas donde se pueden depositar los tesoros. En ese caso se trataba del archivo del que era responsable Andrónico: un almacén de decretos, conservados en el corazón de la Roma plebeya y cuidados por los ciudadanos comunes en señal de desprecio hacia la aristocracia. Me llevó dentro y me enseñó la fila de columbarios, los interminables archivadores al estilo de un palomar donde estaban guardados los pergaminos que conformaban su reino.
Me robó un beso. Estaba muy excitado: intuía que quería algo más y lo habría conseguido —desafiando el decoro, entre los archivadores de pergaminos—, si no hubiese estado tan concentrada en nuestra misión.
—¡Más tarde! —siseé, insinuándole que ojalá no tuviéramos que esperar.
Más allá, en la calle, siempre debajo del templo, había un almacén. Desordenado pero funcional, era como cualquier trastero. Allí guardaban productos de limpieza y lámparas, artículos de culto y un montón de antorchas preparadas para el festival. Andrónico me enseñó una estatuilla con forma fálica, un atributo de Liber, abandonado allí para que cogiera polvo. Según él, las sacerdotisas del culto, una colección de matronas mojigatas, habían tirado el enorme miembro erecto en una de sus limpiezas de primavera. Lo indicó de manera sugerente y nos reímos tontamente.
A diferencia del archivo, para el que Andrónico tenía, una llave especial, este trastero estaba sin cerrar. Andrónico me dijo que tenían que vigilarlo dos esclavas públicas, las mismas tristes veteranas que utilizaban las escobas para barrer los escalones del templo y los cubos para ir a coger agua de las fuentes y limpiar el santuario cada día. Todas las noches se iban a cenar y, como servían en un templo dedicado a un dios del vino, eran conocidas por comportarse como Liber habría querido: mejorando su comida con los goces derivados del zumo de uva fermentado. Pasaría un rato antes de que la pareja volviera, un tanto pasmada.
Habían encendido una linterna para evitar tropezarse con cosas a su regreso y para dejar un poco de luz a sus actuales tutelados: cuatro zorros de campo, heridos y roñosos.
* * *
Actuamos deprisa.
Los animales estaban todos metidos en una jaula grande. Tenían agua, pero nada de comida, por lo que podía ver. Eran criaturas rabiosas e infelices cuyo hedor había saturado el trastero. No podía imaginarme cómo tenían intención de cogerlos y dominarlos para poder atar las antorchas a sus colas. El solo pensamiento me horrorizaba. Andrónico dijo que vendrían hombres del zoológico imperial.
—Sé qué hacen los zorros —admití—. Mi marido nació en una granja. Siempre detestó a los zorros porque masacraban a las aves. Arrancaban las cabezas de las gallinas con independencia de su necesidad de comer. Todos los años, mientras yo me escondía en casa deplorando el ritual, él salía y se unía a la muchedumbre que lanzaba alaridos hasta el Circo.
—¿Así que no teníais nada en común?
—Amor es cuando te juntas con alguien a pesar de las discrepancias.
—No lo comprendo —repuso Andrónico.
—Entonces cállate y ayúdame a hacer esto.
Debíamos tener cuidado. Soltar los zorros en ese trastero causaría estragos y además no serviría de nada. Necesitábamos que las criaturas se fueran directas a la calle y huyeran. Para asegurarnos de que lo hicieran, desplazamos la enorme jaula hasta la puerta antes de abrirla. Los zorros se encogieron temiendo que les hiciéramos daño. Al principio se limitaron a mirar la puerta abierta, evaluando la nueva situación. Los ahuyentamos, intentando no hacer demasiado ruido para no llamar la atención. Al final uno se movió, sacó su nariz fuera y después corrió a salvarse. Los demás lo siguieron. El tercero esperó al cuarto como si fueran amigos o hermanos. Una vez en la calle, avanzaron con sigilo en la sombra y se perdieron de vista. Oí un ladrido bestial y después nada.
Quitamos la jaula para poder pasar. Yo quería irme de allí lo antes posible, pero Andrónico decidió dificultar aún más los ritos. Sacó fuera el montón de antorchas y las tiró a la calle. Les echó encima un cubo de alquitrán. Mientras lo miraba con admiración, apenas capaz de creerme su temeridad, encendió una astilla con la linterna. Resguardando la llama con la mano, los ojos brillantes, salió fuera con la maderita y la dejó caer encima del montón de teas. Empezaron a arder y proporcionaron un brillo cálido y repentino a nuestras caras embelesadas. Dio una patada a una antorcha suelta y la mandó a la hoguera, lo que causó un torrente de chispas. Entré corriendo a coger más antorchas para añadir a la pila, hasta que toda la calle lateral se llenó de luz y fuego.
El olor a humo debió de difundirse. Al oír el silbato de un vigil allí cerca, Andrónico me agarró de la mano y, tras una fuerte carcajada, por fin nos giramos y nos batimos en retirada. Desaparecimos de la zona del templo, saliendo disparados en la noche, justo como los zorros.