La viuda de Viator sólo tenía un año menos que yo cuando había perdido al Chico Granjero. Su duelo reproducía el mío. Normalmente me suelo dar cuenta, pero esta vez me cogió desprevenida. Invadida por una emoción inesperada, salí de la habitación y dejé a la chica llorando.
Tiberio estaba esperando fuera. Le hice un resumen de los hechos de la manera más concisa posible.
—No ha aportado nada nuevo. Ni siquiera lo vio cuando volvió a casa. Oyó los llantos y la llevaron a ver el cadáver. Nunca había visto a nadie muerto hasta entonces. Lo único que recuerda es su terror. El incidente se ajusta al patrón. Eso es todo.
Me embargó una nueva ola de emoción.
—Su vida está arruinada. Es poco más que una niña. Yo tenía su misma edad cuando perdí de repente a mi marido. Sé por lo que va a tener que pasar… No me hable. No me siga. ¡Ya le tengo bastante visto!
* * *
No sé decir qué le pasó a mi cara, pero mi manera de irme echando chispas debió de impresionarlo. Tiberio me dejó ir sin ni una palabra de protesta. Tras verme salir disparada, debió de volver a la oficina de los ediles y seguramente ordenó a Andrónico que saliera de inmediato en mi busca.
* * *
No estaba en el Edificio del Águila y tampoco en El Astrónomo. Rodan debió de decirle en qué sitio más podría estar vagando. No puedo creerme que se lo hubiese contado Tiberio, aunque, después de la otra noche, el mensajero sabía que yo tenía otro lugar predilecto. Estaba sentada en uno de los bancos del Armilustrio, encorvada y envuelta en mi estola.
No había llorado, pero mi humor era tan negro que me daba miedo hasta a mí misma. Sabía que tenía que haberme controlado mejor en la casa de la viuda. Eso lo empeoraba todo.
—¿Puedo? —dijo Andrónico con suavidad, mientras se sentaba a mi lado.
Conseguí evitar molestarme por su solicitud de permiso y por hacerlo con tanta indecisión. Al principio se sentó en una esquinita. Luego se fue acercando y se limitó a hacerme compañía. Parecía comprender que era lo que necesitaba. A veces, huyes sólo para que alguien al que le importas venga a buscarte. La mitad de las veces nadie lo hace. Es la tragedia de la vida.
Cuando por fin lo miré directamente, sus ojos marrones eran tan compasivos que casi rompí a llorar. Me hizo un mohín. Sabía que yo podía ser una furia, pero por lo visto no le daba miedo.
Me pregunté si sabría que había sido yo quien había apuñalado la mano de Tiberio.
* * *
Después de un rato murmuré:
—Aprecio tu amabilidad. ¿No te estarás metiendo en problemas? ¿Pueden prescindir de ti en la oficina?
—Es que esto son órdenes. Me da miedo imaginar lo que habrás hecho a Tiberio. Se cree un hombre duro, pero estaba bastante asustado.
—Actué de manera poco profesional. Me dejé llevar en lugar de permanecer neutral.
—¿Quieres contármelo?
—Gracias, pero no. Mi estupidez no es un problema tuyo.
—¿Eso crees? —Andrónico puso los ojos como platos y me lanzó su mirada triste—. Me han cogido por el pescuezo, me han sacado del archivo, me han informado de que Flavia Albia me ve con buenos ojos y que por eso podría no morderme, y me han enviado a consolarte. Si no me hubiese movido como una pulga asustada, ahora tendría la huella de su bota estampada en la parte trasera de mi túnica.
Me reí un poco, pensando que me habría gustado asistir a esa escenita.
—Parece que pasas mucho tiempo con él —masculló mi amigo con esa nota de queja que le salía de vez en cuando.
—¿Estás celoso?
—¡Por supuesto!
Me estremecí.
—Pensamiento horrible. No seas tonto. Era trabajo. Estaba convencido de que le podían servir mis habilidades femeninas. No volverá a repetir el experimento.
—Su intención es aprovecharse de tu experiencia y luego llevarse los elogios —me advirtió Andrónico—. Todo lo que quiere es aparentar.
—Eso ya lo veo.
—Entonces, ¿lo has ayudado?
—No lo suficiente para que sea relevante.
Suspiré y me relajé, feliz de estar con alguien de confianza. Ése era el motivo por el que me había conmovido tanto antes. La joven viuda solitaria me había hecho recordar cómo compartía mis preocupaciones con el Chico Granjero. Hablar de mis casos con Léntulo muchas veces me había ayudado a resolverlos. Le encantaba escuchar y yo era como una cuentacuentos para él. No había tenido nada parecido desde entonces y por eso me había sentido tan identificada con el aislamiento que sentía la viuda de Viator.
Pero ahora tenía alguien en el que confiar.
—¡Es un caso desesperado, Andrónico! Estamos intentando resolver una serie de muertes, sin relación aparente entre ellas, en las que a menudo ni las mismas víctimas se dieron cuenta de que les había pasado algo malo. —Vacilé—. A excepción tal vez de una señora mayor. Celendina. Dijo mi nombre: quizás estuvo diciendo a su hijo que se pusiera en contacto conmigo.
—¿Dijo algo más? —preguntó Andrónico, sonsacando la historia para ayudarme a evaluar los testimonios.
Me encantaba su manera tan atenta de escucharme.
—No creo. Aunque lo hubiera hecho, su hijo, la única persona con la que habló, es incapaz de recordar.
—¿Qué le ha pasado?
—Lo tienen los vigiles.
—¿Creen que la mató él?
—Es posible. Pero no podría haber matado a los demás.
—Aparte de eso, ¿no tienes ninguna idea de quién lo está haciendo?
Giré la cabeza y lo miré de hito en hito.
—No.
—¡De todas formas, nunca me lo dirías! —Andrónico sonrió.
—Tienes razón —coincidí, devolviéndole la sonrisa, ya que estaba feliz de reconocer abiertamente que a veces hacía falta discreción.
Andrónico se encogió de hombros. Si había algún secreto entre nosotros, no parecía estar afectando a nuestra relación.
Pero entonces me pidió que le dijera por qué estaba tan turbada. Como era un asunto personal, libre de las restricciones implícitas de los casos, decidí contárselo. Le expliqué la avalancha de recuerdos que me había asaltado cuando los rasgos dulces e inmaduros de la mujer enlutada de Viator y la manera en la que se había derrumbado entre lágrimas me habían hecho recordar mi propia juventud. Había superado la primera fase, el rechazo a aceptar lo que había ocurrido, y ahora estaba con la ofuscación. Conocía muy bien todo eso. Conocía su pánico al encontrarse sola de forma tan inesperada.
—Cuando me pasó a mí, estaba volviendo a casa de comprar unas guirnaldas para un evento familiar y me encontré a gente esperándome en el piso. Me dijeron que había habido un accidente. Léntulo había muerto. Los meses siguientes fueron terribles, porque, a pesar de tener la simpatía de muchas personas, me sentía aislada por completo. Tenía miedo de no poder enfrentarme sola a la vida, en un momento en que estaba acostumbrada a compartirlo todo.
Mi buen amigo asintió, lleno de benevolencia. Eso le hizo pensar en los sufrimientos —si había alguno— que él mismo había experimentado en su vida. A los esclavos enlutados a menudo se les impide expresar su dolor y se los obliga a seguir impasibles con sus tareas.
—Esas pequeñas cosas que habría hecho, Andrónico, porque hasta un hombre rico ayuda alguna vez a su mujer a encontrar su pendiente perdido o toma la decisión de llamar al carpintero o decide los embutidos para comer cuando ella no puede elegir. Julio Viator se pasaba el día en el gimnasio, pero debía de volver a casa para comer y dormir, aunque no hiciera más que gruñir cuando ella le hablaba.
Cuando por fin terminé, conmovido por tantas revelaciones sobre un tema del cual no solía hablar, Andrónico me preguntó en un tono apagado:
—¿Crees que tenían una buena relación?
—Estoy segura de que sí. Era evidente por su manera de hablar.
—Es joven. Podrá volver a casarse.
—Ahora mismo ni se le pasa por la cabeza.
Andrónico sonrió.
—Tú no lo hiciste.
—Yo tengo un carácter disidente. La viuda de Viator pertenece a una familia muy convencional. Ella misma es convencional. Sus padres se inventarán algún nuevo marido, insinuando que sería una consolación. Supongo que se conformará. Es muy maleable. La empujarán a ello antes de que esté preparada, mucho antes de que se recupere. Ella misma creerá que es lo mejor para ella.
—Pareces más afligida por esta jovencita, que por lo menos sigue viva, que por el hombre muerto —señaló Andrónico.
—Él ya está en el más allá. No siente dolor.
* * *
—¿Cómo sabías que la viuda era joven? —pregunté de repente, aunque en el fondo era obvio.
—Vino a nuestra casa una vez que Viator cenó con Tulio.
—¿Ah, sí?
Tiberio no había mencionado ese detalle. Supongo que se consideraba a sí mismo un hombre entre hombres. Lo único que había dicho era que había conocido a Julio Viator. Por lo visto, una esposa acompañante no era digna de su atención.
—¿Y la viste?
—Una criatura hermosa, no exactamente estúpida, pero no a la altura de las conversaciones de los hombres. La descubrí toda enfurruñada en el pórtico, con su ropa de rica y sus joyas sofisticadas: se estaba mojando los dedos en una fuente, aburrida hasta la médula. Ya sabes, los hombres hablan sin parar de negocios, ella ya ha pasado revista a los chicos guapos del servicio, se inventa una excusa para utilizar los servicios y luego se demora en el jardín durante un tiempo indeterminado.
—¡Oh, sí, conozco esa situación!
Yo también alguna que otra noche había disfrutado de una bocanada de aire fresco en un pórtico perfumado, cuando se me había obligado a quedarme en una cena deprimente por pura cortesía. Solía divertirme pensando en maneras horrorosas de llevar a los demás invitados a la ruina, pero, en mi opinión, la esposa de Viator carecía de tanta imaginación.
—Por suerte, luego llegó un guapo y afable archivista para compadecerse de ella y darle conversación.
Ahora me tocaba a mí estar celosa, pero yo sabía ocultarlo mejor.
—¡Tienes una opinión muy alta de ti mismo, Andrónico! ¿También conociste a Viator? Tiberio dice que no le caía demasiado bien. ¿Cuál es tu veredicto?
—Cuello grueso, un cerebro aún más grueso. Grandes muslos, grandes bíceps, una opinión de sí mismo aún más grande. Una bestia.
—¿Por qué lo dices? ¿La trataba mal?
—No, no diría eso. Pero rugió desde el salón para ver qué es lo que la retenía.
—¿Le tenía miedo? Porque no fue la impresión que me dio.
—Tu criterio es siempre perfecto —me halagó Andrónico.
Paladeé su admiración, tal vez con demasiada facilidad. Estaba acostumbrada a gente que hacía piropos de manera más burlona y que los ocultaba tras la ironía.
—Desde luego asustada no estaba. Regresó al salón bastante feliz. Él le rodeó los hombros con su brazo peludo y ella le puso el suyo en la cintura.
Asentí con la cabeza, más tranquila. Después de un rato, Andrónico añadió:
—Entonces Fausto mandó llamar al flautista para mejorar el humor de la fiesta. Viator y su esposa no se quedaron hasta muy tarde. Se había tomado algo, había cerrado negocios con Tulio. Me imagino que la arrastró hasta casa para echarle un buen polvo.
—¡Puedes ser muy vulgar a veces!
—Conozco a esa gente —replicó Andrónico. Dejó claro que no pretendía que fuera ningún piropo.
* * *
No mucho después, el frío y el entumecimiento me convencieron de que era hora de moverse. Antes de que me encontrara Andrónico, me había quedado sentada en el Armilustrio durante unas tres horas. Mi rabia y dolor se habían calmado. Hablar con él me había ayudado. Me levanté y volví a sentarme enseguida: había divisado dos orejas impertinentes encima del muro exterior. Robigo, mi zorro preferido, estaba sentado allí, como quizás había estado haciendo desde hacía un rato.
Andrónico se dio cuenta y, gracias a su astucia, dedujo que tenía un interés particular. Él también volvió a tomar asiento. Nos quedamos en silencio, mientras yo esperaba a ver qué haría Robigo. No le había dejado comida, así que me sorprendí cuando, tras bajar y rebuscar un poco por ahí, no percibí indicios de movimiento durante un buen rato. Al final me acerqué a la zona al lado del altar donde acostumbraba a dejarle restos y descubrí por qué no había abandonado el recinto. Donde solía dejar su cuenco de comida ahora había una enorme trampa de animales. Dentro estaba Robigo, volviéndose loco.
Me agaché cerca de él y empecé a hablarle con calma. Se quedó quieto en el extremo más alejado de la trampa. Andrónico se acercó por detrás para ver qué estaba pasando. Se tumbó a mi lado.
—Están capturando zorros para las Cerealias.
—¡Pues éste no lo van a coger!
A pesar de trabajar para los ediles, en relación tan estrecha con el Templo de Ceres, mi amigo se enfrentaba a las autoridades con tanta rebeldía que no temía su traición. Hablando en voz baja para no asustar al zorro atrapado, revelé a Andrónico mi odio por el ritual de las antorchas encendidas y mis visitas habituales para alimentar a los animales.
—¡Alguien debe de haberlo sabido! Se han aprovechado de su confianza en mí. Es culpa mía.
—¿Qué vas a hacer?
—Soltarlo, por supuesto. Pero antes tengo que tranquilizarlo. Puede darme un buen mordisco.
Me levanté y caminé hasta la trampa, mientras continuaba susurrando a Robigo. Ahora estaba temblando con violencia, poniendo los ojos en blanco mientras me acercaba. Dio un respingo, pero ya había parado de correr arriba y abajo por su prisión como antes de encontrarlo. Su hermoso pelaje estaba mojado de saliva espumosa y tenía sangre en el hocico. Debía de haber intentado liberarse a mordiscos.
La trampa era una larga jaula de metal en forma de caja. Parecía vieja y oxidada: deben de usar las mismas año tras año. Ponen carne cruda en un extremo. Al entrar, tal vez después de mucho rato investigando con cautela, Robigo había pisado un pedal que había cerrado de golpe la puertecita detrás de él. Tenía que tirar de un alambre para que la puerta pudiera levantarse de nuevo. Hube de ponerme de pie, a un lado y detrás de la entrada, para dejarle el camino libre.
Cuando ordené a Andrónico que se apartara, preguntó:
—¿Quieres que lo haga yo?
—No es necesario.
—¿Debo deducir que no es la primera vez que juegas con trampas de animales?
—¡Nunca lo admitiré!
Sí, ya lo había hecho, ese año y antes. Solía vagar por el Aventino en busca de trampas y liberaba tantos animales capturados como podía. Si encontraba alguna trampa vacía, la dejaba con la puerta bien cerrada.
—Su ritual es cruel. Hago lo que puedo para detenerlos.
—No atrapan esas criaturas sólo aquí, en el barrio —me aclaró Andrónico.
Al trabajar en la oficina de los ediles, estaba al corriente del procedimiento.
—Un viejo pueblerino siniestro, que suda y apesta a pocilga, viene de la Campaña en abril y trae un carro lleno.
—Ya lo sé. Ocurre todos los años. Le pagan un dineral por cada zorro vivo que les proporciona. Si pudiera descubrir dónde los tienen escondidos, también los dejaría libres.
—¡Lo dices de verdad! —se maravilló Andrónico.
—Confío en ti para esto —lo advertí.
No le pedí que me ayudara. Habría sido demasiado. Pero me dijo, por su propia voluntad, que miraría si podía descubrir dónde tenían encerrados los ediles a los zorros de la Campaña. A esas alturas debían de estar ya en Roma.
Había manipulado el pedal en la jaula de Robigo y pude abrir la puertecita. El zorro miraba lo que estaba haciendo sin hacer ni el más mínimo ruido. En cuanto se dio cuenta de que el camino para salir estaba libre, pasó como un rayo por la abertura y huyó, con la cola ondeando detrás de él. Como siempre cuando liberaba a un animal atrapado, tuve el mismo ataque de pánico que debía de tener él, pero después me sentí felizmente aliviada.