Estuve desayunando con mis padres. Si estaban sorprendidos por mi visita temprana, lo disimularon muy bien. Aparte del habitual «Cariño, siempre eres bienvenida, pero ¡no te comas toda la pasta de aceitunas!», enseguida salió: «Confiesa, ¿en qué estás ahora?». No los dejé en ascuas. Ni tampoco fingí que era mero amor lo que me había llevado a compartir sus panecillos blancos, los embutidos y la refrescante salsa de pepinos. Enseguida admití que quería conocer los antecedentes de la gran subasta de Viator.
Para cuando me fui —cargando con los hechos, con el asesoramiento de padre y con la dirección de la casa del hombre muerto—, sabía que había vendido pieles por todo el Imperio, lo cual explicaba por qué conocía al tío del edil plebeyo, un hombre que alquilaba almacenes. Los importadores traen a casa sus adquisiciones, pero es que Roma tiene los negociadores más listos del mundo: estas astutas sanguijuelas nunca venden al primero que se presenta, pero mientras van buscando y negociando la transacción más abusiva, la mercancía se tiene que guardar en algún sitio para mantenerla en buenas condiciones.
Había aprendido, gracias a un breve seminario, que hasta un país tan caliente como Italia se gastaba dinero en pieles. No sólo se apreciaban los animales vivos en la arena, sino que había mercado fácil también para la exclusividad y el lujo de las pieles de gatos grandes, osos, lobos, armiños y hasta conejos. El abuelo de Julio Viator había viajado en persona a muchas provincias y la siguiente generación también, ya que su especialización y prosperidad habían aumentado con el paso del tiempo. Viator había podido llevar una vida ociosa en Roma, porque tenía tropas de agentes que salían a vender por él. Podía pasarse todo el día en el gimnasio, porque poseía muchas tiendas llenas hasta arriba de pieles. Era un hombre joven que se quería quedar en Roma y que, si hubiera vivido, habría formado su propia familia.
La venta de la casa tras su muerte había hecho muy felices a mis familiares subastadores. Las ganancias provenientes de las pieles habían financiado una enorme colección de muebles exóticos, bronces antiguos y preciosas cuberterías de plata, además de una cantidad notable de las que, según la opinión experta de mi padre, eran horribles imitaciones de estatuas griegas. Hablando de forma confidencial: padre tenía intención de vender también los falsos. La gente compra de todo, y un indicio de fraude sólo contribuye a aumentar la excitación de algunos pujadores. Esperan que el subastador se equivoque para poderle pasar gato por liebre.
Los que lo intentan no conocen a la familia Didio.
* * *
Era una sensación extraña visitar una casa en relación con mis investigaciones y encontrarme dentro a todos los míos. Julio Viator había vivido en una villa desperdigada encima del Tíber y en uno de los mejores barrios del Janículo, quiero decir, no en el populoso barrio de chabolas que llamamos Transtiberina y que está lleno de inmigrantes sospechosos y criminales hacinados lejos de la mirada de las autoridades, sino más allá, en la cuesta del monte, con elegantes vistas a la ciudad. Mi familia tiene una villa, incluso mejor situada que la de Viator. Es una zona tranquila. Los libertos suelen retirarse allí para vivir del botín. Los malhechores de éxito y los estafadores tienen grandes mansiones, cerradas a cal y canto y vigiladas por perros malvados. Los senadores y los empresarios retirados se esconden, mirando a la ciudad desde arriba y llorando sus viejos días de gloria.
La casa de Viator ya estaba casi vacía. Nuestros mozos iban y venían con su porte respetuoso, llevándose las últimas piezas que se iban a poner a la venta en el Pórtico de Pompeyo, el lugar de subastas preferido de mi difunto abuelo, Didio Favonio. El supervisor era Gornia, que debía de tener noventa años en aquel entonces. Lo habían obligado a retirarse, pero cuando el Saepta Julia se había quemado hacía un decenio y una muerte inesperada había reducido la familia, Gornia se las había arreglado para volver y nunca más se había ido. Lo saludé mientras se tambaleaba por ahí con sus largas y delgadas piernas cual insecto palo. Me presentó a un miembro del personal de Viator. Gornia fingía dejarle tomar notas, pero nuestro jefe de mozos siempre llevaba los listados y los costes dentro de su cabeza.
El tipo que me trajo Gornia, Porfirio, era un subsecretario, ahora ya superfluo. Era un esclavo que no tenía la edad suficiente para que lo liberasen, ni siquiera si lo preveía el testamento de Viator. Seguramente se estaba enfrentando a su futura venta a gente desconocida, pero intentaba ocultar su natural ansiedad acerca de lo que el destino le iba a deparar. Haciendo gala de una tranquila tristeza por la pérdida de su señor, me habló con libertad y creo que era digno de confianza.
Descubrí que no había familiares cercanos a los que Porfirio pudiera reasignarse, como era costumbre. En el caso de Viator, tras una breve disposición a favor de su esposa, toda su herencia se había transmitido a conocidos lejanos, ninguno de los cuales quería sus esclavos. Estaban disolviendo la empresa familiar y vendiendo sus existencias, lo cual causaría problemas también a otros trabajadores. Desaparecerían un hogar estable y un próspero negocio, ambos construidos a lo largo de tres generaciones.
Julio Viator había estado casado desde hacía poco. La viuda no le había dado hijos y tampoco parecía estar embarazada. Eso había rebajado la cantidad de dinero a disposición para su mantenimiento. Se llevaría poco más que su dote. Por lo tanto, otro resultado de la muerte de ese joven era que una mujer que nunca había hecho daño a nadie tenía que regresar a casa de su padre, donde probablemente sería considerada una fracasada por volver sin que un matrimonio tan breve le hubiera aportado nada.
Porfirio me dijo que Julio Viator había sido un buen amo, a pesar de no ser un intelectual. Había sido tan rico que, de haberlo querido, habría podido ser un perezoso vividor y, sin embargo, se había implicado en el negocio. Su círculo de relaciones sociales había sido muy amplio, aunque los amigos íntimos habían sido pocos. Gustaba a todos. No parecía haber tenido enemigos. El día que había muerto, había vuelto del gimnasio como siempre, había ido a su habitación a cambiarse de ropa y poco después se le había encontrado sin vida en su cama. No se había sentido mal ni había pedido ayuda. Su muerte repentina, con veintitrés años, era considerada una tragedia.
—¿Qué piensa que puede haber causado la muerte, Porfirio?
—Nadie lo sabe.
—¿Lo examinó algún doctor?
—No había estado enfermo.
—¿No se llamó a un médico para examinar el cadáver?
—No había motivo para hacerlo.
—¿El director de la funeraria hizo algún comentario sobre su muerte súbita a una edad tan temprana?
—Sólo que había mucho de eso por ahí.
* * *
Mientras me iba de la casa, apareció Tiberio. Le irritó mucho que me hubiera adelantado. Con tono furioso, me ordenó que no interfiriera, ya que él había dejado claro que tomaría cartas en el asunto. Por lo visto, no estaba acostumbrado a tener rivales en los casos.
—Es difícil. La situación es la siguiente: se ajusta al patrón. Estaba perfectamente sano. No hubo tiempo para llamar a un doctor y el director de la funeraria sólo soltó los habituales tópicos sin sentido. Hay una joven viuda. Me han dicho que está devastada. Tiberio, sabe muy bien que soy yo quien debería hacer esa entrevista.
—¡Sé tratar con jóvenes viudas!
—Oh, no lo creo.
Decidimos ir juntos. Él esperaría fuera de la habitación, mientras yo hacía las preguntas de manera delicada a la chica destrozada.
* * *
Lloró mucho. Sólo tenía diecinueve años y estaba del todo desconcertada por tener que enfrentarse a una pérdida tan cercana. La interrogué en la casa de su padre, como es natural. Tras dirigir su gran residencia, tenía que conformarse con ser otra vez sólo la niña pequeña de la casa, con ningún estatus real. Sus padres eran mayores y con toda probabilidad amables, pero no estaban capacitados para ayudarla a readaptarse. Apenas tenía fuerzas para enfrentarse a la pérdida de su decente marido, por no hablar de volver al mercado matrimonial justo cuando se había convencido de que su vida ya estaba encaminada.
No era una estúpida. Le dije con claridad que teníamos sospechas de que había algo sucio en la muerte. Al recibir la noticia, se puso histérica, pero al final se calmó y reflexionó sobre ello con tranquilidad. Imaginaba que, tras quedarse sola, seguiría rumiando. Éste era otro aspecto de la tragedia: esa ingenua jovencita nunca se libraría del horror del asesinato de su marido.
Desde el principio asumí que lo había hecho una tercera persona. En ningún momento pensé que la culpable hubiera podido ser la esposa de Viator, aunque normalmente es lo primero que se indaga. No habría tenido ni idea de cómo hacerlo. Además, parecía haber en ella afecto sincero, o por lo menos pena por haberlo perdido. No ganaba nada con su muerte. De hecho, había perdido bastante libertad como esposa de un hombre muy rico, sobre todo —siendo cínicos— uno como aquél, que se pasaba la vida en el gimnasio.
No podía deducir con certeza cuánto había querido a su marido, pero vi que sentía responsabilidad hacia él. En un matrimonio, ¿qué más se puede pedir? Lloraría a Julio Viator. Rebuscaría en los recuerdos de su vida juntos, arrepentida por no haber aprovechado mejor el tiempo. Incluso, si lo amaba lo suficiente, desearía haber tenido un hijo con él. Era un hombre cuyo único tema de conversación era el ejercicio atlético, descrito como horroroso compañero de mesa, y aun así se verterían muchas lágrimas en su memoria.
Como no recordaba a nadie que hubiera odiado a Viator, la viuda estaba ahora angustiada por si el agresor, que en apariencia no tenía ningún móvil, quisiera ir a por ella. El asesino no sólo había destruido su hogar y destrozado su vida, sino que también la había aterrorizado.