XXVI

Aquellos días los romanos estaban sumidos en la desconfianza. Nuestro paranoico emperador había conseguido que nadie se fiara de nadie. Comuniqué a Andrónico que reflexionaría con mucho cuidado sobre su sugerencia. Lo decía de verdad. Normalmente me gusta sacar conclusiones por mi cuenta. Pero esa idea acerca del mensajero me había intrigado.

Desde luego, Tiberio había sabido de Salvidia, ya que había hecho el cartel para los testigos tras el accidente con su carro. No estaba al tanto de ninguna relación entre él y la anciana, Celendina, y tampoco me constaba que hubiera conocido al chico de las ostras, pero no era del todo improbable. Sin duda sabía mucho de Laia Gratiana. Y dadas las relaciones oficiales entre la oficina de los ediles y el Templo de Ceres, que con toda probabilidad incluían el culto, quizá conociera también a su amiga Marcia. Un mensajero de confianza no era ni demasiado deshonroso para tratar con mujeres como éstas ni demasiado superior para hablar con sus criadas.

Vagando por las calles con la excusa de estar a la caza de infracciones, Tiberio disponía de la situación perfecta para poder perpetrar ataques contra los viandantes. Tenía un aspecto furtivo. Siempre había tenido la sensación de que había algo raro en él.

* * *

Empecé a hablarlo con Andrónico, que estaba impaciente por compartir sus pensamientos sobre el tema. Tuvimos que parar cuando reapareció Tiberio.

—Un informe muy bueno —comentó.

A pesar de que el pergamino estaba dirigido al edil en persona, el cerdo engreído se había atrevido a abrirlo y leerlo. Después, para mi sorpresa, añadió:

—Esta noche tengo una reunión con Morelo para revisar el plan de acción. Podrías venir.

Dije que iría. De repente vi que Andrónico me decía por señas que no debería. Desde luego, Tiberio se dio cuenta y, con una sonrisa burlona en la cara, se quedó esperando a que hiciera lo que me había dicho el archivista. Si pensaban que iba a dejarme influenciar con tanta facilidad, se equivocaban. Pregunté a qué hora tenía que llegar al puesto y, como la cita coincidía con la hora de cenar habitual, aconsejé a Tiberio que se llevara algo de comer.

—Los vigiles tienen esa terrible costumbre de ir donde Xero a por tortas calientes.

—¿No son famosas?

—Legendarias. Todos van allí desde hace años. Si su jefe algún día quisiera poner en marcha una investigación de salud pública en las tiendas de tortas, podría evitar muchas intoxicaciones alimenticias.

Por la expresión de Andrónico, deduje que habría preferido que no lo advirtiera.

* * *

No le veía el sentido a estar por allí mientras los dos se enzarzaban en una disputa. El mensajero había estropeado mi momento con Andrónico. Tras dar a éste un cortés beso de despedida en la mejilla, conseguí acercarme lo suficiente a él para susurrarle que la mejor manera de controlar a Tiberio era estar al corriente de sus planes. Luego me marché a casa.

* * *

Esa tarde, después de pasar por los baños, me fui andando hasta el cuartel local de los vigiles. La última patrulla estaba saliendo de ronda, así que el edificio estaba silencioso y vacío, pero a mí me resultaba mucho más seguro que cuando las tropas estaban allí. Encontré a Morelo en su sala de interrogatorios. Ésta era la estancia lujosa del puesto: un mugriento escondrijo con una mesa que tenía unas marcas de quemado sospechosas, un par de taburetes de tres patas cuya cuarta pata había sido arrancada para pegar a sospechosos y una vieja capa en un gancho. La mesa servía a Morelo para poner encima sus botas mientras se limpiaba las uñas con un cuchillo que le había quitado en su momento a algún prisionero.

Morelo se sorprendió de verme, así que, mientras recolocaba la pata a uno de los taburetes para que se pudiera utilizar, le expliqué que me habían invitado.

—¿De veras? ¿Tiberio no se habrá quedado prendado de usted o algo por el estilo?

—No, cree que soy una aficionada que no sirve para nada. No tengo ni idea de por qué he tenido este privilegio, a menos que supiera que iba a traer calamares al ajillo.

Los dejé en la mesa. Morelo se enderezó enseguida para poder echar un vistazo. Los vigiles responden a estímulos muy simples.

—No sabía que era una fiesta de ánforas.

No tenía motivo para preocuparse, porque, de hecho, nadie trajo ninguna.

Ya que el mensajero aún tenía que llegar, le pregunté hasta qué punto se conocían. Según Morelo, él y Tiberio compartían información con regularidad y lo habían estado haciendo desde que Manlio Fausto había obtenido el cargo en enero.

—En mi opinión, este mensajero tiene un aire siniestro —comenté.

Morelo me lanzó una mirada intensa.

—¡Oh, Tiberio no está mal!

En general, consideraba al oficial de investigación un hombre bastante perspicaz, así que su afirmación me sorprendió.

Oímos pasos que se acercaban fuera, en el patio, y apareció Tiberio.

—¡Qué silencio esta noche!

—Los tengo a todos fuera, vigilando. Hasta a los que no están de servicio.

—¿A cambio de una recompensa?

—No, sólo les he prometido no romperles las cabezas a puñetazos. —Morelo bajó la voz—. Los fondos escasean.

—¿Podría ayudar con algo? —se ofreció el mensajero, mientras ejecutaba la rutina de la reparación temporal de un taburete. Era probable que pudiera pedir al edil que rompiera su hucha de multas para sacar un poco de calderilla.

Morelo rechazó el ofrecimiento con un gesto de la mano.

—No, no. El taimado Escauro ya está reuniendo un presupuesto. Quizá nuestro tribuno haga algo útil por una vez.

En abril, a esas horas de la noche, la habitación ya estaba oscura. Morelo encendió unas lámparas de aceite de cerámica, la mayoría decoradas con escenas pornográficas, como es natural. Nos sentamos alrededor de la mesa. Mientras trabajábamos, comíamos. Tiberio había traído una elegante cestita de comida que contenía panecillos para todos y queso, cuyo proveedor, según dijo, había sido Metelo Nepote. Supuse que era un regalo para el edil, pero que Tiberio se lo había llevado.

Sonreí.

—Supongo que, al vivir en una casa grande, sobre todo si es una vivienda de solteros, os pelearéis por llevaros tentempiés del personal de la cocina…

—Normalmente, aparecer en persona con un aspecto famélico suele dar buenos resultados —reconoció Tiberio.

Como me había temido, Morelo se había procurado una gran torta de conejo de Xero. La ofreció a todos con evidente dolor del corazón. Tiberio cogió un trocito con educación. Yo estaba tentada, pero me resistí.

Ignorando el peligro de que pudiera gotear salsa del trozo de torta que aún tenía en la mano, Morelo extendió un mapa roto de las calles de nuestra zona. Parecía tener siglos. Les indiqué las partes que se habían quedado obsoletas.

—Oh, es suficiente para llevarnos de un punto A a un punto B —masculló Morelo.

—Bueno, a lo mejor aparecemos en el punto C… —insinuó Tiberio, casi dejando que se le escapara una sonrisa.

* * *

Tengo que decir que la siguiente hora de colaboración a tres fue una sesión insólita. Mejor de lo que me esperaba. Los dos hombres me aceptaron, podía trabajar con ellos. No obstante, tenían una ligera incompatibilidad como pareja y, además, para hombres semejantes era inaudito consultar a una mujer. Pero todos nos enfrentamos al problema con el mismo nivel de seriedad.

Antes de todo, expusimos los hechos conocidos. Morelo aportó unos antecedentes sorprendentemente útiles:

—He descubierto que está pasando lo mismo en otros distritos de Roma y hay rumores de que también en otras partes del Imperio. Eso podría llevar a pensar en una conspiración general, si os gustan ese tipo de teorías. Yo, si me preguntáis mi opinión, no lo creo. Veo más probable lo siguiente: un pervertido realiza una serie de ataques callejeros aleatorios en un sitio, y luego, por mucho que los jefazos crean que lo tienen controlado, el rumor se difunde, porque los ciudadanos no son tontos.

—¿Y el rumor da ideas a algún otro loco? —intervine.

—Imitadores.

Tiberio estaba dejando que Morelo llevara las riendas, o por lo menos hasta ese momento. No sé por qué, pero no conseguía ver a Tiberio como un subordinado titubeante.

—Es un fenómeno conocido.

—A ver, legado, si conseguimos capturar al nuestro, quedarían todavía los demás, pero, para ser sincero, sólo quiero limpiar mi zona. Estoy convencido —afirmó Morelo a la defensiva, pero en realidad en su tono más convincente— de que, si nos concentramos en nuestro perpetrador particular, si le aplicamos directamente el procedimiento correcto y conseguimos detenerlo, nos dará mejores resultados que si fuéramos corriendo por ahí en vano, intentando abordar el miedo de toda una ciudad, y seamos sinceros, sin llegar a ninguna parte.

Tiberio asintió. Al mirarlo, pensé en lo irónico que sería que Andrónico tuviera razón y que él fuera el asesino. Andrónico me había hablado de esto de manera muy animada y con convicción, pero ahora me parecía una idea descabellada. Tiberio levantó la mirada —tal vez vio que lo estaba contemplando con un oscuro interés— y mordió un panecillo con su expresión más desagradable. Ese hombre podía ganar la competición de muecas en las Olimpiadas.

Debatimos mi teoría según la cual el asesino del Aventino era un vecino. Mostré a Morelo en su mapa la unión en forma de Y del Vicus Altus y el Vicus Loreti Minoris. Ese mapa era probablemente una antigüedad muy valiosa, pero el investigador de los vigiles sacó un tintero y marcó en él los lugares de los incidentes. Morelo se había pasado media vida yendo detrás de cosas robadas, así que había perdido el respeto por los tesoros.

La otra mitad de su vida la había dedicado a las víctimas de violencia. No estaba segura de si había perdido también el respeto por la vida humana, pero aquella noche, en teoría, le prestó la atención debida.

—Por lo que sabemos —remarcó—, todos los ataques se llevaron a cabo en pleno día.

—¿No tendría más sentido hacerlo al amparo de la oscuridad? —pregunté—. ¿No hacen eso la mayoría de los asesinos en serie?

—Sí, pero tendría dos desventajas —reflexionó Morelo—. Menos gente por ahí, así que menos cobertura cuando ataca. Y, además, al anochecer las calles están llenas de vigiles. Podría cagarse de miedo sólo con imaginar encontrarse con nosotros.

Tiberio y yo unimos fuerzas por primera vez y pusimos los ojos en blanco ante la idea.

—Le gusta ir a su casa a cenar —sugerí.

Estábamos hablando de un hombre, porque nos basábamos en lo que tal vez había visto Laia Gratiana.

—A lo mejor lo obligan a ir. ¿Podría tener una esposa tirana? Lo critica mucho y él no se atreve a enfrentarse a ella. ¿Se venga atacando a ciudadanos, en lugar de resolver en su casa el problema con la mujer que lo aterroriza?

—O tiene una madre gruñona —me corrigió Morelo—. Dos de sus víctimas no son jóvenes.

—Pero entonces no cuadra el chico de las ostras.

—Si lo hace por excitación sexual, el chico no queda descartado —contestó Morelo con cinismo.

Tiberio parecía sentirse incómodo.

No había hecho ningún comentario mientras hablábamos Morelo y yo, pero había estado atento. El mensajero estaba comiendo su queso con tranquilidad, cortándolo en porciones estrechas y saboreándolo. Estaba utilizando el cuchillo con el que Morelo se había limpiado las uñas: antes había visto cómo lo limpiaba con sumo cuidado con el borde de su túnica. La túnica era esa áspera que le había visto hacía un par de días, aunque esta vez tenía una interior que parecía más suave y que sobresalía bajo el borde inferior y las mangas: su atuendo con capas. Los generales suelen tenerlo en sus estatuas para demostrar que pueden permitirse un amplio guardarropa.

Me di cuenta de que me había quedado mirando el queso sin pestañear. Sin decir una palabra, cortó unos cuantos trocitos y me los acercó. La textura no tenía muy buena pinta, pero Metelo Nepote había debido de ahumarlo. El resultado era fantástico. Masticaba con lentitud, haciendo ver que me gustaba, pero sin esforzarme en darle las gracias.

Mis calamares al ajillo habían desaparecido. Se habían esfumado pronto. Siempre era mejor comerlos antes de que se enfriaran del todo, pero entre los tres nos habíamos peleado por cogerlos.

—Podría ser un esclavo —expuse, mientras seguía masticando poco a poco.

A Morelo le gustó la idea.

—¿Enviado a hacer recados todos los días…?

—¿… y que hace algo vengativo mientras está fuera de la casa?

Tiberio se limitaba a escuchar, pero hizo una mueca para convenir que tenía sentido.

* * *

Al no tener a disposición más pruebas que nos ayudaran a definir a nuestro asesino, empezamos a discutir las medidas para capturarlo. Eso degeneró en la organización de los hombres por turnos, lo cual me aburría sobremanera. Me limité a estar sentada, repantingada en la mesa. Tiberio y Morelo estaban preocupados por los próximos Juegos de Ceres. Durante siete, días, el Aventino acogería eventos públicos que podían proporcionar a ese hombre una tapadera y nuevas oportunidades. Aunque rompiéramos el silencio acerca de los asesinatos e invitáramos a los ciudadanos a tener cuidado, a nuestro distrito llegaría mucha gente de fuera que no estaría al tanto.

En un determinado momento, cuando nos estábamos tomando un respiro, Morelo me miró y exclamó, dirigiéndose a Tiberio:

—¡Le encanta esto!

—¿Conspirar en cuartitos oscuros llenos del humo de las lámparas? Tienes razón —convino el mensajero.

Aunque en circunstancias normales habría propinado una patada a dos hombres que hablasen de mí de esa manera, en ese caso no me sentí ni excluida ni tratada con paternalismo. Aquella noche éramos todos amigos.

—Entrevistar a mujeres arrogantes agota —dije sin esfuerzo—. Convencer a esas damas del culto de Ceres para que me dijeran algo útil ha tenido el mismo atractivo que limpiar vómito.

Morelo se rio entre dientes.

—Alguien tiene que hacerlo, Albia. ¡Algunos trabajos son simplemente demasiado sucios para los hombres!

—Blandengues. El truco está en no dejar que se den cuenta de que las estoy manipulando para obtener sus respuestas.

—Es la hija de Falco —informó Morelo a Tiberio, como si estuviera justificando mis habilidades—. ¿Lo conoces?

—Sé quién es.

Morelo asintió.

—Se defiende.

Tiberio seguramente estaba empezando a tener el tradicional dolor de barriga por el trocito de torta de conejo de Xero. Debía de estar distraído, porque también certificó con la cabeza. Entonces, Morelo preguntó:

—¿Y qué piensa su padre, Albia?

—¡Oh, no me venga otra vez con esa historia, Morelo! Llevo doce años haciendo este trabajo y no necesito que me vuelva a soltar la rancia frase de «¿No deberíamos pedir a alguien con más experiencia (y hombre) que participara en esto?». Hoy en día mantiene la cabeza baja, por si Domiciano se acuerda de que son enemigos. Y de todas formas, este mes mi familia está por completo obsesionada con la próxima subasta de Viator.

Tiberio alzó una ceja. Dejó el cuchillo.

—¿No estará hablando por casualidad de Julio Viator, el importador de pieles?

Asentí con la cabeza:

—Es una enorme propiedad puesta a la venta por los herederos. ¿Por qué? ¿Conocía al difunto?

—Si es el mismo hombre, Tulio tiene negocios con él, o debería decir tenía. Viator incluso vino a nuestra casa una vez. Era joven, seguramente más que yo.

Con todo ese pelo facial, era difícil acertar, pero Tiberio parecía tener alrededor de treinta y cinco años.

—Me ha sorprendido mucho oírla decir que está muerto, Albia. ¿Cuándo ocurrió?

—Debe de haber sido en marzo. La primera vez que oí hablar de la subasta fue en una fiesta familiar.

El cumpleaños de padre. Eso me hizo recordar que el mío se estaba acercando a pasos de gigante.

Tiberio estuvo callado durante un rato y luego prosiguió:

—No le tenía cariño. Era uno de esos tipos que se pasan el día haciendo ejercicio… Nada de conversación, a menos que quisieras saber cuántas pesas había levantado, y además un completo estorbo en la mesa, porque tenía muchísimo cuidado con lo que comía.

—¿En forma? —preguntó Morelo (un comentario insustancial, pero enseguida se dio cuenta de que podía ser relevante)—. ¡Mierda! ¿Joven y sano?

Tiberio parecía pensativo.

—El hombre más en forma que he conocido. ¡Demasiado en forma para morir! Parece que voy a tener que hacer alguna que otra averiguación sobre esto mañana.

Morelo y yo nos miramos. Y después nos callamos también.

* * *

La posibilidad de que hubiéramos encontrado por casualidad otra muerte para añadir a la lista nos desanimó. Dimos la reunión por terminada.

Recogí todas las migajas y los restos de la torta y los guardé en la bolsa en la que había traído los calamares.

—¿Cena de medianoche? —se burló Morelo.

—Perro callejero.

Se lo iba a llevar a mis zorros.

Vista la hora, el investigador sugirió que sería mejor que el mensajero me acompañara a mi casa. Intuí lo que era eso: una insinuación masculina de que Tiberio podría tener una oportunidad. Morelo estaba casado y tenía tres niños pequeños: esto nunca lo habría parado, pero sabía que había conocido a su esposa. Una mujer agradable. Se había casado con un canalla, pero ¿qué otra elección tenían la mayoría de las mujeres? Si se portaba mal, Morelo sabía que Pulia se iba a enterar por mí.

Como sabía que él mismo no tenía ninguna opción, Morelo estaba indicando al mensajero que tenía el camino libre. Pensaría que estaba siendo generoso. No sé si el sórdido celestino realmente le guiñó el ojo, pero lo dio a entender. Tiberio no parecía interesado. ¡Gracias, Juno! Rechacé el ofrecimiento.

Me marché del puesto sola, caminando con rapidez para deshacerme del mensajero. Me abrí paso hacia el Armilustrio. Allí, con toda probabilidad, estaba Robigo muerto de hambre. Casi inmediatamente después de dejar la comida y alejarme, sentí su presencia. Encima del muro exterior vi aparecer su cabeza con las orejas erguidas. Pronto se deslizó por el muro y empezó a olisquear lo que le había traído.

No me quedé. De repente me puse nerviosa, porque tuve la impresión de que alguien me estaba mirando. También Robigo parecía estar más atento de lo habitual.

Por suerte, la plaza de la Fuente estaba cerca. Caminé deprisa. Cuando llegué a mi casa, Rodan por una vez había cerrado la reja. Sabía como forzar el candado, pero era complicado y requería un poco de tiempo. Una vez dentro, me apresuré a cerrarlo con maniobras torpes y miré fuera.

Tiberio estaba de pie a unos pasos de distancia. Estaba con los pies separados y los brazos cruzados. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, sacudió la cabeza, como reprochándome por haberme arriesgado. Se fue enseguida.

Por supuesto, él diría que sólo estaba asegurándose de que yo estuviera a salvo. No podía determinar sus verdaderos motivos, así que me sentí indignada. Me había inquietado más que me siguiera hasta casa él que si me hubiera perseguido un extraño de modo furtivo. Sabía que, muy a menudo, las mujeres eran atacadas precisamente por hombres que conocían de antes.

Tiberio debió de verme con el zorro. No me gustaba nada que alguien de la oficina de los ediles supiera que tenía ese interés. Las Cerealias, con su ritual abominable, se estaban acercando. Y yo estaba planeando hacer algo para impedirles que prendieran fuego a los zorros.